/ domingo 18 de febrero de 2018

Aquí Querétaro

Él decía que cantar era un asunto de ética, de convicción firme y de vencer tentaciones. Lo decía acaso por navegar en un mar turbulento en el que nunca desfalleció, en el que se mantuvo fiel a su ruta inicial, pese a las muchas posibilidades de variarla. “El niño Caíto me ve todos los días a los ojos”, sostenía, “y me agradece no haberlo traicionado”.

Y es que así era Carlos Díaz: de una solo pieza, de una transparencia absoluta y capaz de entregar la amistad sin reparo alguno. Era aún, de alguna manera, ese niño nacido en Mar del Plata, que un día miró al horizonte y se trazó una historia de vida a la que siempre le sería fiel.

Tras recorrer Sudamérica y Europa llegó a México del brazo de Alfredo Zitarrosa y aquí se quedó para siempre; aquí hizo amigos entrañables, forjó una dignísima forma de vida, gozó con los triunfos de la selección mexicana en esa su gran pasión que fue el futbol, y adquirió la nacionalidad de esta tierra con una satisfacción y orgullo inigualables.

Sus amigos lo conocían como “el chaparrito de la camisa azul”, tocaba la guitarra como nadie y contaba con un timbre de voz único, reconocible a la primera sílaba; era el protagonista de sus propios conciertos, pero también acompañaba magistral y afablemente a otros muchos cantantes de lo que se llegó a conocer como “la nueva canción latinoamericana”.

Tuve la suerte de encontrarlo en el camino, de conocerlo de cerca y de admirarlo profundamente, no sólo como artista, sino también como ser humano de enormes dimensiones, y me legó, más allá de sus canciones memorables, lo que bien reconoció Luis Eduardo Aute tras su muerte como la mayor de sus herencias: la amistad.

Y es que Caíto, el de aquel mítico Sanampay de las peñas de fines de los setentas, el acompañante de voces fundamentales en la historia musical del siglo veinte, era sobre todas las cosas, un amigo caracterizado por la ternura.

Hace unos días, el pasado 12 de febrero, habría cumplido setenta y tres años si no se le hubiese atravesado ese cáncer que triste y rápidamente acabó con su vida en noviembre del 2004. Algunas semanas antes de que ese triste desenlace llegara, había cancelado una visita a Querétaro y una cena en casa, donde pretendía presentarle a Nacho Padilla. Hoy ambos, adelantadamente, han partido.

Caigo en cuenta entonces que Caíto tenía, cuando murió, justo la edad que yo tengo ahora, y la coincidencia no deja de entristecerme, pensando en todo lo que había aún por cantarle al mundo. Miro hacia dentro y encuentro su sonrisa, el sonido de su guitarra, esa su voz inconfundible cantando “El Colibrí”, y reconozco la verdad en esas letras compuestas en su honor por Gerardo Pablo: “Que venturoso irse mientras el alma tenga salud”.

Él decía que cantar era un asunto de ética, de convicción firme y de vencer tentaciones. Lo decía acaso por navegar en un mar turbulento en el que nunca desfalleció, en el que se mantuvo fiel a su ruta inicial, pese a las muchas posibilidades de variarla. “El niño Caíto me ve todos los días a los ojos”, sostenía, “y me agradece no haberlo traicionado”.

Y es que así era Carlos Díaz: de una solo pieza, de una transparencia absoluta y capaz de entregar la amistad sin reparo alguno. Era aún, de alguna manera, ese niño nacido en Mar del Plata, que un día miró al horizonte y se trazó una historia de vida a la que siempre le sería fiel.

Tras recorrer Sudamérica y Europa llegó a México del brazo de Alfredo Zitarrosa y aquí se quedó para siempre; aquí hizo amigos entrañables, forjó una dignísima forma de vida, gozó con los triunfos de la selección mexicana en esa su gran pasión que fue el futbol, y adquirió la nacionalidad de esta tierra con una satisfacción y orgullo inigualables.

Sus amigos lo conocían como “el chaparrito de la camisa azul”, tocaba la guitarra como nadie y contaba con un timbre de voz único, reconocible a la primera sílaba; era el protagonista de sus propios conciertos, pero también acompañaba magistral y afablemente a otros muchos cantantes de lo que se llegó a conocer como “la nueva canción latinoamericana”.

Tuve la suerte de encontrarlo en el camino, de conocerlo de cerca y de admirarlo profundamente, no sólo como artista, sino también como ser humano de enormes dimensiones, y me legó, más allá de sus canciones memorables, lo que bien reconoció Luis Eduardo Aute tras su muerte como la mayor de sus herencias: la amistad.

Y es que Caíto, el de aquel mítico Sanampay de las peñas de fines de los setentas, el acompañante de voces fundamentales en la historia musical del siglo veinte, era sobre todas las cosas, un amigo caracterizado por la ternura.

Hace unos días, el pasado 12 de febrero, habría cumplido setenta y tres años si no se le hubiese atravesado ese cáncer que triste y rápidamente acabó con su vida en noviembre del 2004. Algunas semanas antes de que ese triste desenlace llegara, había cancelado una visita a Querétaro y una cena en casa, donde pretendía presentarle a Nacho Padilla. Hoy ambos, adelantadamente, han partido.

Caigo en cuenta entonces que Caíto tenía, cuando murió, justo la edad que yo tengo ahora, y la coincidencia no deja de entristecerme, pensando en todo lo que había aún por cantarle al mundo. Miro hacia dentro y encuentro su sonrisa, el sonido de su guitarra, esa su voz inconfundible cantando “El Colibrí”, y reconozco la verdad en esas letras compuestas en su honor por Gerardo Pablo: “Que venturoso irse mientras el alma tenga salud”.