/ domingo 4 de marzo de 2018

Aquí Querétaro

Debería causarme un poco de vergüenza confesar que lo primero que recuerdo de mi etapa de Preparatoria son las tortas y las quesadillas del Güero. Ni las clases, ni los espacios de recreo, ni siquiera aquella emoción que se generalizaba cuando las niñas del Asunción iban hasta nuestras instalaciones a promocionar alguna actividad, pasando a explicarla, salón por salón, con evidente rubor.

No se alcanzaba aún el ecuador de la década de los setenta cuando buena parte de nuestros días, apacibles y felices, transcurrían al interior de aquellos espacios caracterizados por un gran jardín central, alrededor del cual se ubicaban las aulas. Era San Javier, aquel San Javier al que todavía no llegaba la novedad de la escuela mixta y cuyos compañeros de clase nos conocíamos de toda la vida.

Tiempos con maestros inolvidables, algunos de los cuales se hicieron míticos: el popularísimo Batman, o el maestro Gerardo Cabrera, “Cabrerita” como le decían, que con envidiable paciencia nos mostraba los recovecos de la lógica o la literatura. O personajes de enorme calado en la orden marista, como don Pablo Preciado, a quien irrespetuosamente le decíamos “el muerto” y quién, para fortuna nuestra, se quedaba dormido durante los exámenes, o Charly Villalobos, el entrañable director, que fincaba en el idioma inglés su pasión y su hoja de ruta.

San Javier por entonces no tenía demasiados alumnos, y aunque entre las materias a cursar estaba la de religión y se solía periódicamente rezar, pues no podía ser de otro modo, dada la naturaleza de sus fundadores, la verdad es que había, entre los alumnos, las más diversas opiniones y tendencias. De aquellas generaciones, según se puede constatar ahora, surgieron a la postre lo mismo brillantes médicos que ingenieros, algún sacerdote, y en franca contradicción, hasta algún ministro de otra religión.

La verdad es que aquellos años de mi paso por San Javier fueron algunos de los más felices de mi vida, acaso porque por entonces poco nos exigía el mundo y mucho disfrutábamos la venturosa posibilidad de dilapidar ese tiempo que nos sobraba por delante.

Me acordé de San Javier porque se ha hablado, y escrito, algo de él en este tiempo. Se dice que, bastantes más generaciones tras la mía, pasaron por ahí los que hoy son connotados políticos y boyantes empresarios, que por azares de la misma política y de eso que identifican como guerra sucia, han convertido sus nombres en noticia.

Y luego, como suele suceder en estos tiempos de tecnología y redes sociales, he tenido que leer las más absurdas opiniones sobre la influencia de derecha de los maristas para que la gente se vuelva transa, y la determinante influencia que el San Javier, sus maestros y su ambiente, propició en la elaboración de rutas financieras cuantiosas por los más extraños destinos bancarios, en aras de desaparecer constancias.

Pero Pablito Preciado y Charly Villalobos, por más que hayan sido recalcitrantes militantes de la orden fundada por Marcelino Champagnat, nada tienen que ver con esas suposiciones simplistas y resentidas; ambos recordados maestros, como otros muchos maristas que me tocaron en el camino (Lagunas y Camarena, por sólo dar dos apellidos como ejemplo) se brindaron a un comprometido quehacer educativo que le ha dado a Querétaro muchos sólidos y respetables profesionistas.

Aunque, como digo, lo que más recuerdo de San Javier son las tortas y las quesadillas del Güero, aquel joven que, en compañía de sus hermanas, abrió una incipiente cafetería en las instalaciones del colegio. Serían el hambre y la juventud de entonces, o será la nostalgia de ahora, pero nunca en la vida volví a disfrutar algo como aquellos sencillos manjares salidos de la elemental parrilla de aquel entrañable personaje.

Debería causarme un poco de vergüenza confesar que lo primero que recuerdo de mi etapa de Preparatoria son las tortas y las quesadillas del Güero. Ni las clases, ni los espacios de recreo, ni siquiera aquella emoción que se generalizaba cuando las niñas del Asunción iban hasta nuestras instalaciones a promocionar alguna actividad, pasando a explicarla, salón por salón, con evidente rubor.

No se alcanzaba aún el ecuador de la década de los setenta cuando buena parte de nuestros días, apacibles y felices, transcurrían al interior de aquellos espacios caracterizados por un gran jardín central, alrededor del cual se ubicaban las aulas. Era San Javier, aquel San Javier al que todavía no llegaba la novedad de la escuela mixta y cuyos compañeros de clase nos conocíamos de toda la vida.

Tiempos con maestros inolvidables, algunos de los cuales se hicieron míticos: el popularísimo Batman, o el maestro Gerardo Cabrera, “Cabrerita” como le decían, que con envidiable paciencia nos mostraba los recovecos de la lógica o la literatura. O personajes de enorme calado en la orden marista, como don Pablo Preciado, a quien irrespetuosamente le decíamos “el muerto” y quién, para fortuna nuestra, se quedaba dormido durante los exámenes, o Charly Villalobos, el entrañable director, que fincaba en el idioma inglés su pasión y su hoja de ruta.

San Javier por entonces no tenía demasiados alumnos, y aunque entre las materias a cursar estaba la de religión y se solía periódicamente rezar, pues no podía ser de otro modo, dada la naturaleza de sus fundadores, la verdad es que había, entre los alumnos, las más diversas opiniones y tendencias. De aquellas generaciones, según se puede constatar ahora, surgieron a la postre lo mismo brillantes médicos que ingenieros, algún sacerdote, y en franca contradicción, hasta algún ministro de otra religión.

La verdad es que aquellos años de mi paso por San Javier fueron algunos de los más felices de mi vida, acaso porque por entonces poco nos exigía el mundo y mucho disfrutábamos la venturosa posibilidad de dilapidar ese tiempo que nos sobraba por delante.

Me acordé de San Javier porque se ha hablado, y escrito, algo de él en este tiempo. Se dice que, bastantes más generaciones tras la mía, pasaron por ahí los que hoy son connotados políticos y boyantes empresarios, que por azares de la misma política y de eso que identifican como guerra sucia, han convertido sus nombres en noticia.

Y luego, como suele suceder en estos tiempos de tecnología y redes sociales, he tenido que leer las más absurdas opiniones sobre la influencia de derecha de los maristas para que la gente se vuelva transa, y la determinante influencia que el San Javier, sus maestros y su ambiente, propició en la elaboración de rutas financieras cuantiosas por los más extraños destinos bancarios, en aras de desaparecer constancias.

Pero Pablito Preciado y Charly Villalobos, por más que hayan sido recalcitrantes militantes de la orden fundada por Marcelino Champagnat, nada tienen que ver con esas suposiciones simplistas y resentidas; ambos recordados maestros, como otros muchos maristas que me tocaron en el camino (Lagunas y Camarena, por sólo dar dos apellidos como ejemplo) se brindaron a un comprometido quehacer educativo que le ha dado a Querétaro muchos sólidos y respetables profesionistas.

Aunque, como digo, lo que más recuerdo de San Javier son las tortas y las quesadillas del Güero, aquel joven que, en compañía de sus hermanas, abrió una incipiente cafetería en las instalaciones del colegio. Serían el hambre y la juventud de entonces, o será la nostalgia de ahora, pero nunca en la vida volví a disfrutar algo como aquellos sencillos manjares salidos de la elemental parrilla de aquel entrañable personaje.