/ domingo 11 de marzo de 2018

Aquí Querétaro

Acabó siendo una historia de amor; de celos, de despecho, de renuncia y soledad. O al menos, se me antojó que así hubiese acabado siendo.

Cuando el recordado Manuel Medina, “el Gran Medi”, y yo, salimos del periódico aquella mañana, como siempre en andas de la vieja camioneta pick up que nos solía trasladar en nuestras aventuras periodísticas, llevábamos a cuestas un encargo nada habitual. Algunas veces íbamos en pos de la entrevista con algún conocido político, otras para desarrollar un reportaje específico de actualidad, pero esa mañana íbamos tras una nota curiosa, sorprendente, fuera totalmente de la rutina y lo común.

Hasta la redacción del Diario había llegado la información de que había aparecido, en los alrededores de San José Iturbide, un hipopótamo. Así, sin más, literalmente de la noche a la mañana, en absoluta libertad, y este acontecimiento había empezado a causar, ¿y cómo no?, una gran inquietud entre los campesinos de la zona.

Aquello necesariamente era una nota de prensa de las que despiertan del letargo cotidiano, de ésas que te renuevan el olfato periodístico y te producen cosquilleo en los dedos, ávidos ya por escribir. Un hipopótamo en libertad, a escasos kilómetros de Querétaro, no sería una noticia de trascendencia, pero era uno de esos delicados postres cuya dulzura se queda en el paladar para siempre, y que sin duda atraería la atención de los lectores del periódico al día siguiente, bastante más que la declaración cotidiana del político en turno.

Medina y yo llevábamos ya las señas para llegar a aquel paraje campirano del sur de Guanajuato, y no batallamos mayormente para, tras recorrer un camino de terracería y dar vuelta en otro que bordeaba una loma, encontrarnos de frente con un pequeño bordo que abastecía de agua las tierras de los campesinos de la zona. Divisamos a la distancia, aún desde la camioneta que pegaba brincos en los baches, al paquidermo.

Apenas nos descubrió, aquel negro animal, de piel brillante y tersa, trompudo y feo, pero no sin encanto, dio la vuelta y se sumergió en el bordo, perdiéndose la totalidad de su anatomía entre las aguas.

La espera fue larga, pues el hipopótamo se resistía a posar para la lente de Manuel, quien se acercaba lo más posible al agua, de donde, apenas de vez en vez, salía el ancho hocico de nuestra atención. Fue entonces cuando descubrí algo que ignoraba de estos paquidermos: que pueden permanecer por largos cinco minutos bajo el agua sin requerir de respirar, lo que representa una eternidad para quien intenta tomarles una fotografía. Lo que seguí ignorando, y que entonces nos pudo acarrear un serio disgusto, y hasta una desgracia, es que la de los hipopótamos es una de las especies más agresivas y feroces del mundo, y que, en tierra, pueden correr a la misma velocidad de un ser humano promedio.

Con la paciencia a cuestas y mientras “el Gran Medi” apuntaba su cámara al último sitio por donde había desaparecido aquel inusual mamífero, yo realicé pesquisas entre los pocos usuarios del camino por el que habíamos llegado. La información no fue mucha, pero sí suficiente: Seguramente nuestro amigo hipopótamo había venido desde las alturas del cerro que se apreciaba a la vista y donde se asentaba un rancho propiedad de uno de los políticos más poderosos del país: Carlos Hank González.

El famoso profesor, padrino de carreras políticas y poseedor de una de las fortunas más abundantes de la nación, tenía entre sus gustos y placeres algunos que podrían catalogarse como exóticos. El coleccionar animales salvajes, y en concreto hipopótamos, era uno de ellos.

Luego, tras captar las imágenes posibles, dada la reticencia del paquidermo, obtuvimos la información complementaria. No nos dejaron, por supuesto, entrar al rancho del profesor mexiquense, pero uno de sus empleados nos dijo que en realidad eran tres hipopótamos los que habitaban en aquel territorio particular. En principio era una pareja, pero habían traído a otra hembra, y entonces la primera, la original, se había ido a aquel paraje donde la encontramos zambulléndose en el agua y a merced de las pedradas de los niños que por ahí pasaban rumbo a la escuela.

Después supe, claro, que los hipopótamos pasan sus días en manadas donde un macho convive con entre cinco y treinta hembras, pero aquel súbito abandono de una de ellas del hogar me llevó a pensar, o más bien a desear, que aquello fuera una historia de amor, o desamor, al más puro estilo de los clásicos. La hembra que, despechada por la llegada de un nuevo romance para su pareja, decide poner terreno de por medio y regodearse en la soledad de su propio bordo.

Algunos días después, ya con la noticia de una hipopótama aparecida de la nada, las autoridades tuvieron que tomar cartas en el asunto, ir por aquel animal herbívero y semiacuático, sacarlo del agua, colocar su más de una tonelada de cuerpo en un camión y trasladarlo a un zoológico lejano. No se sabe si el profesor Hank tuvo que pagar alguna multa, pero me queda claro que, de haberlo hecho, no le hizo mella alguna, ni a su personal peculio, ni a su afición por coleccionar animales extraños.

Como fuera, yo sigo pensando que aquel caso que fuimos a cubrir Manuel Medina y yo fue, en realidad, una peculiar e inolvidable historia de amor.

Acabó siendo una historia de amor; de celos, de despecho, de renuncia y soledad. O al menos, se me antojó que así hubiese acabado siendo.

Cuando el recordado Manuel Medina, “el Gran Medi”, y yo, salimos del periódico aquella mañana, como siempre en andas de la vieja camioneta pick up que nos solía trasladar en nuestras aventuras periodísticas, llevábamos a cuestas un encargo nada habitual. Algunas veces íbamos en pos de la entrevista con algún conocido político, otras para desarrollar un reportaje específico de actualidad, pero esa mañana íbamos tras una nota curiosa, sorprendente, fuera totalmente de la rutina y lo común.

Hasta la redacción del Diario había llegado la información de que había aparecido, en los alrededores de San José Iturbide, un hipopótamo. Así, sin más, literalmente de la noche a la mañana, en absoluta libertad, y este acontecimiento había empezado a causar, ¿y cómo no?, una gran inquietud entre los campesinos de la zona.

Aquello necesariamente era una nota de prensa de las que despiertan del letargo cotidiano, de ésas que te renuevan el olfato periodístico y te producen cosquilleo en los dedos, ávidos ya por escribir. Un hipopótamo en libertad, a escasos kilómetros de Querétaro, no sería una noticia de trascendencia, pero era uno de esos delicados postres cuya dulzura se queda en el paladar para siempre, y que sin duda atraería la atención de los lectores del periódico al día siguiente, bastante más que la declaración cotidiana del político en turno.

Medina y yo llevábamos ya las señas para llegar a aquel paraje campirano del sur de Guanajuato, y no batallamos mayormente para, tras recorrer un camino de terracería y dar vuelta en otro que bordeaba una loma, encontrarnos de frente con un pequeño bordo que abastecía de agua las tierras de los campesinos de la zona. Divisamos a la distancia, aún desde la camioneta que pegaba brincos en los baches, al paquidermo.

Apenas nos descubrió, aquel negro animal, de piel brillante y tersa, trompudo y feo, pero no sin encanto, dio la vuelta y se sumergió en el bordo, perdiéndose la totalidad de su anatomía entre las aguas.

La espera fue larga, pues el hipopótamo se resistía a posar para la lente de Manuel, quien se acercaba lo más posible al agua, de donde, apenas de vez en vez, salía el ancho hocico de nuestra atención. Fue entonces cuando descubrí algo que ignoraba de estos paquidermos: que pueden permanecer por largos cinco minutos bajo el agua sin requerir de respirar, lo que representa una eternidad para quien intenta tomarles una fotografía. Lo que seguí ignorando, y que entonces nos pudo acarrear un serio disgusto, y hasta una desgracia, es que la de los hipopótamos es una de las especies más agresivas y feroces del mundo, y que, en tierra, pueden correr a la misma velocidad de un ser humano promedio.

Con la paciencia a cuestas y mientras “el Gran Medi” apuntaba su cámara al último sitio por donde había desaparecido aquel inusual mamífero, yo realicé pesquisas entre los pocos usuarios del camino por el que habíamos llegado. La información no fue mucha, pero sí suficiente: Seguramente nuestro amigo hipopótamo había venido desde las alturas del cerro que se apreciaba a la vista y donde se asentaba un rancho propiedad de uno de los políticos más poderosos del país: Carlos Hank González.

El famoso profesor, padrino de carreras políticas y poseedor de una de las fortunas más abundantes de la nación, tenía entre sus gustos y placeres algunos que podrían catalogarse como exóticos. El coleccionar animales salvajes, y en concreto hipopótamos, era uno de ellos.

Luego, tras captar las imágenes posibles, dada la reticencia del paquidermo, obtuvimos la información complementaria. No nos dejaron, por supuesto, entrar al rancho del profesor mexiquense, pero uno de sus empleados nos dijo que en realidad eran tres hipopótamos los que habitaban en aquel territorio particular. En principio era una pareja, pero habían traído a otra hembra, y entonces la primera, la original, se había ido a aquel paraje donde la encontramos zambulléndose en el agua y a merced de las pedradas de los niños que por ahí pasaban rumbo a la escuela.

Después supe, claro, que los hipopótamos pasan sus días en manadas donde un macho convive con entre cinco y treinta hembras, pero aquel súbito abandono de una de ellas del hogar me llevó a pensar, o más bien a desear, que aquello fuera una historia de amor, o desamor, al más puro estilo de los clásicos. La hembra que, despechada por la llegada de un nuevo romance para su pareja, decide poner terreno de por medio y regodearse en la soledad de su propio bordo.

Algunos días después, ya con la noticia de una hipopótama aparecida de la nada, las autoridades tuvieron que tomar cartas en el asunto, ir por aquel animal herbívero y semiacuático, sacarlo del agua, colocar su más de una tonelada de cuerpo en un camión y trasladarlo a un zoológico lejano. No se sabe si el profesor Hank tuvo que pagar alguna multa, pero me queda claro que, de haberlo hecho, no le hizo mella alguna, ni a su personal peculio, ni a su afición por coleccionar animales extraños.

Como fuera, yo sigo pensando que aquel caso que fuimos a cubrir Manuel Medina y yo fue, en realidad, una peculiar e inolvidable historia de amor.