/ domingo 22 de abril de 2018

Aquí Querétaro

Podría considerarse que la llamada “Mariposa Nueva” es, para los queretanos de mi generación, una especie de lugar común al que siempre solemos regresar cuando la nostalgia nos invade, cuando nos agobia el tránsito citadino, cuando nos topamos con recién llegados a nuestra tierra, cuando tardamos más de diez minutos en llegar a nuestro destino, cuando observamos ríos de gente en la noche, o cuando nos hacen un cuestionario en el Starbucks para servirnos un simple café.

Y es que la Mariposa, “la nueva”, la de frente al Jardín Obregón, es un referente de una época que se fue, pero que se niega a morir del todo en nuestro interior; es como el asidero a tiempos de juventud que no volverán, como el ejemplo más claro de ese Querétaro inocente y provinciano que se apagaba justo a las nueve de la noche, cuando soltaban al león. Es, en fin, una de esas pequeñas cosas, que como diría Serrat, nos trajo un tiempo de rosas; es un elemento, palpable y claro, de eso que llaman felicidad.

Ubicada en los bajos de lo que fuera la histórica casa de los hermanos González, Epigmenio e Emeterio, y colindante con lo que un día fue el mítico Cine Goya, y otro, tras su demolición, la calle 16 de Septiembre hacia el poniente, la Mariposa Nueva vino a ser la próspera continuación del negocio emprendido, tiempo atrás, por la familia De la Vega, que ya tenía, si no me equivoco en la misma calle de Juárez, el primero de los negocios bautizados con ese nombre, pero que la voz popular pronto calificó como la “Mariposa Vieja”.

Esta versión “nueva” de La Mariposa se convirtió en el punto de reunión ideal de la juventud queretana de fines de los sesentas y buena parte de los setentas del siglo veinte; la ubicación ideal para el encuentro con los amigos, para las charlas rebosantes de ingenuidad y esperanza, y sobre todo, para el ligue, al más puro y tradicional estilo de una pequeña ciudad que bien podría recibir el calificativo de provinciana, en sus variadas acepciones.

Las tardes de todos los días, y sobre todo las de los domingos, colocaban a La Mariposa en el corazón, intensamente vivo, de Querétaro. Ahí eran las citas, el destino casi obligado, el escenario para ver y ser visto, y la forma de confirmar socialmente cualquier relación personal. Sus mesas características, su decoración decimonónica, sus meseras eternas, que entonces no lo eran del todo aún, sus preparados de frutas, su tradicional fruta seca, sus malteadas, sus “marinas”, y hasta sus simples cafés, adquirían dimensiones especiales.

Y no sólo La Mariposa, sino todo su entorno, gozaba de estas características de ideal punto de encuentro. Sobre la calle de Juárez, justo desde las puertas del establecimiento de los De la Vega y hacia Madero, los jóvenes de entonces ocupábamos un espacio para ver pasar a las muchachas, a veces por no contar con las monedas necesarias para consumir un preparado de fresa, y las más, porque el queretanísimo lugar estaba atestado de clientes.

Todo un bullicio, un ir y venir, una pasarela, un conversatorio, que se esfumaba de pronto, mágicamente, en cuanto las manecillas del reloj de San Francisco, del otro lado del Jardín, marcaba las nueve en punto de la noche. A esa emblemática hora La Mariposa se vaciaba, la calle se volvía solitaria, y la noche queretana adquiría su tradicional silencio, a la espera del viejo león que recorría el entorno.

Un día La Mariposa Nueva acabó su ciclo, mientras El Chaz, personaje imprescindible del Querétaro de esa época, la despedía, flameando un pañuelo blanco frente a su puerta cerrada para siempre.

Afuera, en la banqueta, quedaría como un testigo físico de su existencia el nombre del establecimiento en mosaico. No hace mucho, en alguna de las modificaciones de ese tramo callejero, acabaron por quitar ese curioso recuerdo, acaso porque ya nadie lo miraba, acaso porque el artífice de la remodelación no vivió aquella época dorada, acaso simplemente porque la vida pasa y hay cosas que sólo deben vivir en nuestro recuerdo.

Podría considerarse que la llamada “Mariposa Nueva” es, para los queretanos de mi generación, una especie de lugar común al que siempre solemos regresar cuando la nostalgia nos invade, cuando nos agobia el tránsito citadino, cuando nos topamos con recién llegados a nuestra tierra, cuando tardamos más de diez minutos en llegar a nuestro destino, cuando observamos ríos de gente en la noche, o cuando nos hacen un cuestionario en el Starbucks para servirnos un simple café.

Y es que la Mariposa, “la nueva”, la de frente al Jardín Obregón, es un referente de una época que se fue, pero que se niega a morir del todo en nuestro interior; es como el asidero a tiempos de juventud que no volverán, como el ejemplo más claro de ese Querétaro inocente y provinciano que se apagaba justo a las nueve de la noche, cuando soltaban al león. Es, en fin, una de esas pequeñas cosas, que como diría Serrat, nos trajo un tiempo de rosas; es un elemento, palpable y claro, de eso que llaman felicidad.

Ubicada en los bajos de lo que fuera la histórica casa de los hermanos González, Epigmenio e Emeterio, y colindante con lo que un día fue el mítico Cine Goya, y otro, tras su demolición, la calle 16 de Septiembre hacia el poniente, la Mariposa Nueva vino a ser la próspera continuación del negocio emprendido, tiempo atrás, por la familia De la Vega, que ya tenía, si no me equivoco en la misma calle de Juárez, el primero de los negocios bautizados con ese nombre, pero que la voz popular pronto calificó como la “Mariposa Vieja”.

Esta versión “nueva” de La Mariposa se convirtió en el punto de reunión ideal de la juventud queretana de fines de los sesentas y buena parte de los setentas del siglo veinte; la ubicación ideal para el encuentro con los amigos, para las charlas rebosantes de ingenuidad y esperanza, y sobre todo, para el ligue, al más puro y tradicional estilo de una pequeña ciudad que bien podría recibir el calificativo de provinciana, en sus variadas acepciones.

Las tardes de todos los días, y sobre todo las de los domingos, colocaban a La Mariposa en el corazón, intensamente vivo, de Querétaro. Ahí eran las citas, el destino casi obligado, el escenario para ver y ser visto, y la forma de confirmar socialmente cualquier relación personal. Sus mesas características, su decoración decimonónica, sus meseras eternas, que entonces no lo eran del todo aún, sus preparados de frutas, su tradicional fruta seca, sus malteadas, sus “marinas”, y hasta sus simples cafés, adquirían dimensiones especiales.

Y no sólo La Mariposa, sino todo su entorno, gozaba de estas características de ideal punto de encuentro. Sobre la calle de Juárez, justo desde las puertas del establecimiento de los De la Vega y hacia Madero, los jóvenes de entonces ocupábamos un espacio para ver pasar a las muchachas, a veces por no contar con las monedas necesarias para consumir un preparado de fresa, y las más, porque el queretanísimo lugar estaba atestado de clientes.

Todo un bullicio, un ir y venir, una pasarela, un conversatorio, que se esfumaba de pronto, mágicamente, en cuanto las manecillas del reloj de San Francisco, del otro lado del Jardín, marcaba las nueve en punto de la noche. A esa emblemática hora La Mariposa se vaciaba, la calle se volvía solitaria, y la noche queretana adquiría su tradicional silencio, a la espera del viejo león que recorría el entorno.

Un día La Mariposa Nueva acabó su ciclo, mientras El Chaz, personaje imprescindible del Querétaro de esa época, la despedía, flameando un pañuelo blanco frente a su puerta cerrada para siempre.

Afuera, en la banqueta, quedaría como un testigo físico de su existencia el nombre del establecimiento en mosaico. No hace mucho, en alguna de las modificaciones de ese tramo callejero, acabaron por quitar ese curioso recuerdo, acaso porque ya nadie lo miraba, acaso porque el artífice de la remodelación no vivió aquella época dorada, acaso simplemente porque la vida pasa y hay cosas que sólo deben vivir en nuestro recuerdo.