/ domingo 29 de abril de 2018

Aquí Querétaro

¿Acabará por morir, algún día o por alguna razón, el niño que hemos sido? O por el contrario, ¿vivirá por siempre, a pesar de los pesares, del tiempo y del deterioro del cuerpo y del alma?

Acaso sigue ahí, escondido entre requiebres de nuestro mundo espiritual, agazapado y a la espera de salir de su escondite a la menor provocación. Acaso nos alimenta aún ese espíritu desdibujado a fuerza de golpes, de derrotas y de lecciones de vida.

Dicen que en la niñez se fragua nuestra personalidad, que es ahí, en esa inicial etapa de la existencia, donde se moldea lo que hemos de ser y donde se asientan los cimientos de lo que construimos, o mal construimos, el resto del camino.

Yo no me recuerdo tanto de niño, pero cuando lo hago, ese recuerdo necesariamente es más intenso, relleno de sentimientos que renacen, de sonrisas o de muecas de dolor. Momentos que vienen como flashazos, que parecían, hasta el momento mismo de que vienen a cuento, olvidados, pero que siguen ahí, al lado del niño que fui, dispuesto a retomar protagonismo.

Mi kínder, como le llamábamos a los preescolares en mi generación infantil, fue el llamado “Los Ángeles”, que la señorita Urquiza regenteaba en una bella casona de la calle de Arteaga, donde hasta hace muy poco estaba la tradicional y queretanísima papelería del Sagrado Corazón. Ahí pasé, junto con otros queretanos de mi generación, tiempos buenos y otros no tanto.

Parece que aún veo el arenero, allá al final del amplio patio, escenario de nuestros juegos de recreo, la imagen de aquella joven maestra que solía cargarme con entusiasmo, o el festival de fin de cursos al que asistí, por exigencias de la dirección, vestido de frac, y donde me llevé de regalo un enorme camión de bomberos.

Pero también recuerdo aquella larguísima espera, tras la salida, a que llegara mi padre, sentado en una solitaria banca, en el silencio de un inmueble que había dejado atrás la jornada escolar, o aquel fallido intento de mi progenitor para, frente a una inusualmente dulce señorita Urquiza, convencerme de quedarme aquella mañana. El cinturón que desprendió de su cintura, ya ambos en casa, me convenció de regresar al día siguiente sin mayor reticencia.

Hace poco, por azares del destino, tuve la oportunidad de volver a entrar en la vieja casona de la calle de Arteaga, más de medio siglo después de haber salido por última vez. Algunos cambios ha sufrido, pero mínimos si se repara en el tiempo transcurrido. Ahí sigue el primer amplio patio, ahora horrendamente techado, la habitación donde viví mi soledad a la espera de mi padre, y ese pequeño segundo patio que sirvió de escenario para aquel infructuoso convencimiento de quedarme, con la sonriente señorita Urquiza incluida.

Atrás el amplio patio trasero, casi idéntico al que recuerdo a la distancia, con el auditorio que albergó aquel jarabe tapatío que tuve que bailar, y el espacio del arenero, hoy ausente de arena y de niños para disfrutarla.

Al recorrer de nuevo sus recovecos, mirando mucho más que lo que las paredes relatan a simple vista, descubrí que, pese a todo, aquel niño al que llevaban al kínder “Los Ángeles” sigue ahí, como siempre y a pesar de todo. Que la señorita Urquiza, como mis padres, ha muerto ya; que la maestra que me cargaba es hoy una venerable anciana, y que el camión de bomberos acabó por desaparecer en el tiempo. Pero el niño, incólume y sonriente, sigue ahí, dispuesto a asomar el rostro y recordarme que la vida es apenas un suspiro.

¿Acabará por morir, algún día o por alguna razón, el niño que hemos sido? O por el contrario, ¿vivirá por siempre, a pesar de los pesares, del tiempo y del deterioro del cuerpo y del alma?

Acaso sigue ahí, escondido entre requiebres de nuestro mundo espiritual, agazapado y a la espera de salir de su escondite a la menor provocación. Acaso nos alimenta aún ese espíritu desdibujado a fuerza de golpes, de derrotas y de lecciones de vida.

Dicen que en la niñez se fragua nuestra personalidad, que es ahí, en esa inicial etapa de la existencia, donde se moldea lo que hemos de ser y donde se asientan los cimientos de lo que construimos, o mal construimos, el resto del camino.

Yo no me recuerdo tanto de niño, pero cuando lo hago, ese recuerdo necesariamente es más intenso, relleno de sentimientos que renacen, de sonrisas o de muecas de dolor. Momentos que vienen como flashazos, que parecían, hasta el momento mismo de que vienen a cuento, olvidados, pero que siguen ahí, al lado del niño que fui, dispuesto a retomar protagonismo.

Mi kínder, como le llamábamos a los preescolares en mi generación infantil, fue el llamado “Los Ángeles”, que la señorita Urquiza regenteaba en una bella casona de la calle de Arteaga, donde hasta hace muy poco estaba la tradicional y queretanísima papelería del Sagrado Corazón. Ahí pasé, junto con otros queretanos de mi generación, tiempos buenos y otros no tanto.

Parece que aún veo el arenero, allá al final del amplio patio, escenario de nuestros juegos de recreo, la imagen de aquella joven maestra que solía cargarme con entusiasmo, o el festival de fin de cursos al que asistí, por exigencias de la dirección, vestido de frac, y donde me llevé de regalo un enorme camión de bomberos.

Pero también recuerdo aquella larguísima espera, tras la salida, a que llegara mi padre, sentado en una solitaria banca, en el silencio de un inmueble que había dejado atrás la jornada escolar, o aquel fallido intento de mi progenitor para, frente a una inusualmente dulce señorita Urquiza, convencerme de quedarme aquella mañana. El cinturón que desprendió de su cintura, ya ambos en casa, me convenció de regresar al día siguiente sin mayor reticencia.

Hace poco, por azares del destino, tuve la oportunidad de volver a entrar en la vieja casona de la calle de Arteaga, más de medio siglo después de haber salido por última vez. Algunos cambios ha sufrido, pero mínimos si se repara en el tiempo transcurrido. Ahí sigue el primer amplio patio, ahora horrendamente techado, la habitación donde viví mi soledad a la espera de mi padre, y ese pequeño segundo patio que sirvió de escenario para aquel infructuoso convencimiento de quedarme, con la sonriente señorita Urquiza incluida.

Atrás el amplio patio trasero, casi idéntico al que recuerdo a la distancia, con el auditorio que albergó aquel jarabe tapatío que tuve que bailar, y el espacio del arenero, hoy ausente de arena y de niños para disfrutarla.

Al recorrer de nuevo sus recovecos, mirando mucho más que lo que las paredes relatan a simple vista, descubrí que, pese a todo, aquel niño al que llevaban al kínder “Los Ángeles” sigue ahí, como siempre y a pesar de todo. Que la señorita Urquiza, como mis padres, ha muerto ya; que la maestra que me cargaba es hoy una venerable anciana, y que el camión de bomberos acabó por desaparecer en el tiempo. Pero el niño, incólume y sonriente, sigue ahí, dispuesto a asomar el rostro y recordarme que la vida es apenas un suspiro.