/ domingo 13 de mayo de 2018

Aquí Querétaro

A diferencia de otros espacios citadinos, el Jardín Guerrero siempre fue una plaza pública donde los queretanos se reunían apenas sin sentirlo. Era precisamente este jardín en la esquina de las calles de Madero y Guerrero, de donde toma su nombre, hasta donde solían llegar los queretanos de a pie en busca de una limpieza de zapatos con los boleros, de un periódico en alguno de sus kioscos, o de un descanso en mitad de la batalla cotidiana. Otrora era también donde se podía comprar un helado de carrito, patinar gratuitamente, o más recientemente, degustar un desayuno, o un almuerzo, en El Arcángel.

El Guerrero, en fin, era el sitio donde se podía esperar, a la sombra de los árboles, la hora de la función de cine del Alameda, o admirar las clases de judo tras las hoy ventanas cerradas de lo que un día fue hotel, y otro, zona militar. Y aún con la ausencia de varios de estos atractivos anexos, seguía siendo un espacio de tranquilidad por excelencia para los queretanos.

No es, por cierto y curiosamente, un jardín histórico de la ciudad como tal, entendiendo el término histórico como de antes del siglo veinte; fue, eso sí, rincón cerrado al interior del antiguo e impresionante convento de Santa Clara, y el clero pensó que podía ser una buena ubicación de la siempre planeada, y nunca construida, nueva catedral queretana.

El proyecto religioso acabó por no concretarse, y tras las demoliciones ahí llevadas a cabo con ese inicial propósito, se transformó en un lugar público al que, como digo, los queretanos arroparon con especial sentido de pertenencia, alejado del lustre turístico y los atractivos más propios de los de fuera que de los de dentro. Se convirtió pues, en un espacio público de los habitantes de la ciudad, del pueblo mismo, donde la tranquila vida de siempre era evidente.

Pero ahora, luego de una polémica remodelación, que desde mi perspectiva fue benéfica para la más eficaz movilidad de los transeúntes, el Jardín Guerrero parece haber dejado de ser lo que era y perdido su vocación de tranquila convivencia, sitiado desde hace tiempo, día y noche, por grupos de personajes venidos de fuera que ahí se reúnen, quizá atraídos por la comida gratuita que, altruistamente, entrega la Diócesis a los más necesitados en el vecino espacio de Santa Clara.

Personalmente, tengo al menos dos referencias cercanas de personas a las que han pretendido agredir a plena luz del día, en años y meses recientes, al intentar llegar a lustrarse los zapatos, o simplemente cruzar el céntrico jardín queretano. Un riesgo que hoy desgraciadamente se corre, tanto en el Guerrero como en sus alrededores.

La noticia, apenas producida hace unos días, de la muerte por arma blanca de una persona en el queretano jardín, es algo que, por desgracia, no sorprende a quienes hemos visto la triste transformación de ese espacio público; es apenas una lamentable consecuencia de un fenómeno social al que no se le ha dado un tratamiento serio y comprometido. No es pues, un aislado hecho delictivo, sino la punta de un iceberg más que notorio al que las autoridades, civiles y religiosas, parecen negarse a ver.

No se trata de encuadrar en el calificativo de delincuente a alguien por su simple aspecto (peligrosísima posibilidad), ni de demeritar una labor filántropa hacia los desamparados (tan necesaria en estos tiempos que corren), sino simplemente de reconocer que tenemos todos un problema en el Centro Histórico, además de un reto evidente: recuperar nuestro Jardín Guerrero. Minimizar lo que ocurre es un error que puede costar muy caro; tan caro como una vida.

A diferencia de otros espacios citadinos, el Jardín Guerrero siempre fue una plaza pública donde los queretanos se reunían apenas sin sentirlo. Era precisamente este jardín en la esquina de las calles de Madero y Guerrero, de donde toma su nombre, hasta donde solían llegar los queretanos de a pie en busca de una limpieza de zapatos con los boleros, de un periódico en alguno de sus kioscos, o de un descanso en mitad de la batalla cotidiana. Otrora era también donde se podía comprar un helado de carrito, patinar gratuitamente, o más recientemente, degustar un desayuno, o un almuerzo, en El Arcángel.

El Guerrero, en fin, era el sitio donde se podía esperar, a la sombra de los árboles, la hora de la función de cine del Alameda, o admirar las clases de judo tras las hoy ventanas cerradas de lo que un día fue hotel, y otro, zona militar. Y aún con la ausencia de varios de estos atractivos anexos, seguía siendo un espacio de tranquilidad por excelencia para los queretanos.

No es, por cierto y curiosamente, un jardín histórico de la ciudad como tal, entendiendo el término histórico como de antes del siglo veinte; fue, eso sí, rincón cerrado al interior del antiguo e impresionante convento de Santa Clara, y el clero pensó que podía ser una buena ubicación de la siempre planeada, y nunca construida, nueva catedral queretana.

El proyecto religioso acabó por no concretarse, y tras las demoliciones ahí llevadas a cabo con ese inicial propósito, se transformó en un lugar público al que, como digo, los queretanos arroparon con especial sentido de pertenencia, alejado del lustre turístico y los atractivos más propios de los de fuera que de los de dentro. Se convirtió pues, en un espacio público de los habitantes de la ciudad, del pueblo mismo, donde la tranquila vida de siempre era evidente.

Pero ahora, luego de una polémica remodelación, que desde mi perspectiva fue benéfica para la más eficaz movilidad de los transeúntes, el Jardín Guerrero parece haber dejado de ser lo que era y perdido su vocación de tranquila convivencia, sitiado desde hace tiempo, día y noche, por grupos de personajes venidos de fuera que ahí se reúnen, quizá atraídos por la comida gratuita que, altruistamente, entrega la Diócesis a los más necesitados en el vecino espacio de Santa Clara.

Personalmente, tengo al menos dos referencias cercanas de personas a las que han pretendido agredir a plena luz del día, en años y meses recientes, al intentar llegar a lustrarse los zapatos, o simplemente cruzar el céntrico jardín queretano. Un riesgo que hoy desgraciadamente se corre, tanto en el Guerrero como en sus alrededores.

La noticia, apenas producida hace unos días, de la muerte por arma blanca de una persona en el queretano jardín, es algo que, por desgracia, no sorprende a quienes hemos visto la triste transformación de ese espacio público; es apenas una lamentable consecuencia de un fenómeno social al que no se le ha dado un tratamiento serio y comprometido. No es pues, un aislado hecho delictivo, sino la punta de un iceberg más que notorio al que las autoridades, civiles y religiosas, parecen negarse a ver.

No se trata de encuadrar en el calificativo de delincuente a alguien por su simple aspecto (peligrosísima posibilidad), ni de demeritar una labor filántropa hacia los desamparados (tan necesaria en estos tiempos que corren), sino simplemente de reconocer que tenemos todos un problema en el Centro Histórico, además de un reto evidente: recuperar nuestro Jardín Guerrero. Minimizar lo que ocurre es un error que puede costar muy caro; tan caro como una vida.