/ domingo 27 de mayo de 2018

Aquí Querétaro

No puede decirse que aquello era aprender a patinar, pero era, eso sí, una práctica constante, diaria, incansable.

Todavía vivía mi abuelo Francisco, postrado en cama gracias a su testarudez, con la boina calada casi hasta la ceja izquierda y los dedos manchados de nicotina. De su habitación hasta la cocina mediaban apenas unos cuantos metros y escasos muebles. Eran éstos, los muebles, los que me ayudaban a impulsarme entre ellos, dejando el cuerpo abandonado en aquellos patines de fierro macizo que podían agrandarse, o reducirse, al tamaño de cada pie que los usara.

Yo me los colocaba con los pies descalzos, apenas cubiertos por los calcetines, e iba de la cama del abuelo a la silla de la cabecera del comedor, y de ahí a una mesita de la cocina, y luego de regreso, una y otra vez, impulsado por la fuerza de mis brazos infantiles, pero apenas moviendo las piernas.

Por eso digo que aquello no era, precisamente, aprender a patinar.

Y por eso también es que nunca pude lucirme en el Jardín Guerrero, ni en aquel Patinerama que, en lo que hoy es el Salón Chamali, servía de centro de reunión de los niños y jóvenes queretanos de entonces. En el Guerrero la pista era ovalada, apenas independiente del resto del piso del jardín por un escalón, y en Patinerama rectangular y con aires de lo que entonces nos parecía moderno.

Hoy se patina en hielo, cosa impensable en aquellas épocas de las que hablo, y se usan patines con cuchilla, alejados totalmente de aquellos que contaban con cuatro toscas ruedas, también de fierro, a las que había que engrasar y tras de las que podían descubrirse atractivos balines plateados. Los de ahora son de bota, y los de antaño podían amarrarse al tobillo con cintas y ajustarse al pie con esas grapas de metal que lo aprisionaban a la altura el empeine.

Dos mundos, pues, totalmente diferentes, a pesar de que entre ellos median apenas unas décadas.

Lo de patinar en los tiempos idos era no sólo una experiencia lúdica, de diversión esporádica, sino también un fenómeno social; lo de hacerlo hoy, entre hielo y botas con cuchillas, es sólo la oportunidad de pasar un buen rato.

La pista de patinaje del Jardín Guerrero, por ejemplo, significó el escenario de ligues y reuniones juveniles de toda una generación, y Patinerama, aunque poco duró en operación, se significó por lo atractivo de una moda en una ciudad donde no abundaban las diversiones y los motivos de distracción.

El caso es que yo, ni con la experiencia del Jardín Guerrero y de Patinerama, aprendí nunca a patinar, por aquella forma, tan peculiar y divertida, en que me desplazaba por entre los muebles de mi casa de niño. No, no aprendí a patinar, pero algo me ayudó la experiencia a imaginar mundos distintos mientras el aire me pegaba, poquito pero me pegaba, en la cara. Aprendí, de alguna manera, a volar, mientras escuchaba la voz del abuelo a mi espalda: “Ten cuidau, fiyu”.

No puede decirse que aquello era aprender a patinar, pero era, eso sí, una práctica constante, diaria, incansable.

Todavía vivía mi abuelo Francisco, postrado en cama gracias a su testarudez, con la boina calada casi hasta la ceja izquierda y los dedos manchados de nicotina. De su habitación hasta la cocina mediaban apenas unos cuantos metros y escasos muebles. Eran éstos, los muebles, los que me ayudaban a impulsarme entre ellos, dejando el cuerpo abandonado en aquellos patines de fierro macizo que podían agrandarse, o reducirse, al tamaño de cada pie que los usara.

Yo me los colocaba con los pies descalzos, apenas cubiertos por los calcetines, e iba de la cama del abuelo a la silla de la cabecera del comedor, y de ahí a una mesita de la cocina, y luego de regreso, una y otra vez, impulsado por la fuerza de mis brazos infantiles, pero apenas moviendo las piernas.

Por eso digo que aquello no era, precisamente, aprender a patinar.

Y por eso también es que nunca pude lucirme en el Jardín Guerrero, ni en aquel Patinerama que, en lo que hoy es el Salón Chamali, servía de centro de reunión de los niños y jóvenes queretanos de entonces. En el Guerrero la pista era ovalada, apenas independiente del resto del piso del jardín por un escalón, y en Patinerama rectangular y con aires de lo que entonces nos parecía moderno.

Hoy se patina en hielo, cosa impensable en aquellas épocas de las que hablo, y se usan patines con cuchilla, alejados totalmente de aquellos que contaban con cuatro toscas ruedas, también de fierro, a las que había que engrasar y tras de las que podían descubrirse atractivos balines plateados. Los de ahora son de bota, y los de antaño podían amarrarse al tobillo con cintas y ajustarse al pie con esas grapas de metal que lo aprisionaban a la altura el empeine.

Dos mundos, pues, totalmente diferentes, a pesar de que entre ellos median apenas unas décadas.

Lo de patinar en los tiempos idos era no sólo una experiencia lúdica, de diversión esporádica, sino también un fenómeno social; lo de hacerlo hoy, entre hielo y botas con cuchillas, es sólo la oportunidad de pasar un buen rato.

La pista de patinaje del Jardín Guerrero, por ejemplo, significó el escenario de ligues y reuniones juveniles de toda una generación, y Patinerama, aunque poco duró en operación, se significó por lo atractivo de una moda en una ciudad donde no abundaban las diversiones y los motivos de distracción.

El caso es que yo, ni con la experiencia del Jardín Guerrero y de Patinerama, aprendí nunca a patinar, por aquella forma, tan peculiar y divertida, en que me desplazaba por entre los muebles de mi casa de niño. No, no aprendí a patinar, pero algo me ayudó la experiencia a imaginar mundos distintos mientras el aire me pegaba, poquito pero me pegaba, en la cara. Aprendí, de alguna manera, a volar, mientras escuchaba la voz del abuelo a mi espalda: “Ten cuidau, fiyu”.