/ domingo 3 de junio de 2018

Aquí Querétaro

Son necedades de la gente.

De esa gente que comienza diciéndote “señor” mientras te mira con ojos de compasión o menosprecio; de la que cree que la vida se acaba a los sesenta, cuando por arte de magia, según su creencia, las capacidades se desenchufan del cuerpo y no queda más tiempo que para la apacible vida de una residencia de ancianos.

Es necedad de esa taquillera de la feria de San Juan que te pregunta si traes tu credencial del Inapam para hacerte un descuento, y todavía insiste en darte boletos especiales bajo el argumento de que “a veces en la puerta no la piden”.

Necedad de todos esos que sostienen que tu única opción en la vida es luchar por una buena jubilación del Seguro Social, nadando de muertito los años que faltan para cumplir con los requisitos de ley. De aquellos elaboradores, y seleccionadores, de ofertas de empleo, que le van bajando el límite de edad como quien huye de la peste.

De esos que nacieron con el chip de la tecnología y sonríen burlones cuando preguntas conceptos elementales de los tiempos modernos que corren, sigues escribiendo ideas en una libreta, prefieres usar tu teléfono para hablar por él, o declaras abiertamente tus dudas sobre la utilidad del Instagram. De esos que piensan que el mucho tiempo que aún les sobra en la vida no puede ser dedicado a perderlo en explicar.

De la gente que, a fuerza de insistencia, te van convenciendo de que tu cuerpo y tu alma están tan cansados que para ellos no queda más futuro que el de contemplación.

No importa que tú te sigas sintiéndote el niño que jugaba futbol en la calle, luego de medir a pasos la distancia de las piedras que servirían de portería; el que se empeñaba en poner a bailar el trompo de madera sobre la tierra, o escogía su “balín” para alcanzar el hoyito y retirar las “agüitas” que alcanzaba con la palma de su mano.

Ese que recibía su título una tarde de verano y miraba con ilusión el inacabable futuro, el que descubría nuevas formas de vida y alcanzaba renovados horizontes; el que veía a sus hijos pequeños y vulnerables. Ese que aún creía en la buena intención de la gente

No importa, porque la gente necia insiste tanto en que debes conformarte con sólo mirar el partido, que empiezas a mirar la butaca más cómoda y en la sombra, antes de que te la ganen. No importa, porque a fuerza de repetición acabas por empezar a dudar de que eres ese niño que comía elotes asados con limón de la marchanta de frente a tu casa, o el chavo que descubría la magia de un escenario, o el que perdía el tiempo en la charla con los amigos, o el joven papá que ayudaba a sus hijos a andar en bicicleta.

En unos días cumpliré sesenta. Supongo que iré al Inapam por mi credencial, preguntaré varias cosas en el IMSS y elegiré algún sillón confortable para las siestas, pero nadie me quitará de la cabeza que aún tengo mucho por hacer. A las necedades de la gente, habrá que enfrentarse con toda la personal necedad de la que uno sea capaz.

Gente necia.

Son necedades de la gente.

De esa gente que comienza diciéndote “señor” mientras te mira con ojos de compasión o menosprecio; de la que cree que la vida se acaba a los sesenta, cuando por arte de magia, según su creencia, las capacidades se desenchufan del cuerpo y no queda más tiempo que para la apacible vida de una residencia de ancianos.

Es necedad de esa taquillera de la feria de San Juan que te pregunta si traes tu credencial del Inapam para hacerte un descuento, y todavía insiste en darte boletos especiales bajo el argumento de que “a veces en la puerta no la piden”.

Necedad de todos esos que sostienen que tu única opción en la vida es luchar por una buena jubilación del Seguro Social, nadando de muertito los años que faltan para cumplir con los requisitos de ley. De aquellos elaboradores, y seleccionadores, de ofertas de empleo, que le van bajando el límite de edad como quien huye de la peste.

De esos que nacieron con el chip de la tecnología y sonríen burlones cuando preguntas conceptos elementales de los tiempos modernos que corren, sigues escribiendo ideas en una libreta, prefieres usar tu teléfono para hablar por él, o declaras abiertamente tus dudas sobre la utilidad del Instagram. De esos que piensan que el mucho tiempo que aún les sobra en la vida no puede ser dedicado a perderlo en explicar.

De la gente que, a fuerza de insistencia, te van convenciendo de que tu cuerpo y tu alma están tan cansados que para ellos no queda más futuro que el de contemplación.

No importa que tú te sigas sintiéndote el niño que jugaba futbol en la calle, luego de medir a pasos la distancia de las piedras que servirían de portería; el que se empeñaba en poner a bailar el trompo de madera sobre la tierra, o escogía su “balín” para alcanzar el hoyito y retirar las “agüitas” que alcanzaba con la palma de su mano.

Ese que recibía su título una tarde de verano y miraba con ilusión el inacabable futuro, el que descubría nuevas formas de vida y alcanzaba renovados horizontes; el que veía a sus hijos pequeños y vulnerables. Ese que aún creía en la buena intención de la gente

No importa, porque la gente necia insiste tanto en que debes conformarte con sólo mirar el partido, que empiezas a mirar la butaca más cómoda y en la sombra, antes de que te la ganen. No importa, porque a fuerza de repetición acabas por empezar a dudar de que eres ese niño que comía elotes asados con limón de la marchanta de frente a tu casa, o el chavo que descubría la magia de un escenario, o el que perdía el tiempo en la charla con los amigos, o el joven papá que ayudaba a sus hijos a andar en bicicleta.

En unos días cumpliré sesenta. Supongo que iré al Inapam por mi credencial, preguntaré varias cosas en el IMSS y elegiré algún sillón confortable para las siestas, pero nadie me quitará de la cabeza que aún tengo mucho por hacer. A las necedades de la gente, habrá que enfrentarse con toda la personal necedad de la que uno sea capaz.

Gente necia.