/ domingo 17 de junio de 2018

Aquí Querétaro

Personajes entrañables del Querétaro que se nos fue, nos dejaron tan solo el recuerdo de su presencia en el Jardín Corregidora, justo frente a las águilas que adornan el emblemático monumento a doña Josefa Ortiz de Domínguez, y que le dieron un nombre popular en extinción.

Hoy, cuando alguien se refiere a una fotografía “de las aguilitas” es porque es queretano de cierta edad, y se está refiriendo a una foto de esas que sacan del apuro, que se consiguen con una simple visita al centro, y que supeditan la calidad a la oportunidad.

Y estas fotografías de los queretanos de antaño eran tomadas por esos personajes que, cual cilindreros o paleteros, han desaparecido del paisaje urbano de la capital queretana. Se instalaron por muchos años, como he dicho, en ese céntrico espacio donde confluyen las calles de Corregidora y 16 de Septiembre, y acabaron por no ser útiles, sobre todo en estos tiempos en que todo teléfono carga una cámara fotográfica por añadidura.

Aquellas cámaras de los fotógrafos de “las aguilitas”, se sostenían en un trípode ligero, que se movía con facilidad de acuerdo a las circunstancias y los ataques de la lluvia o el viento. Se caracterizaban por su largo fuelle y por esa tela negra que tenían en la parte posterior y tras la cual el fotógrafo escondía la cabeza al momento de apretar una bombilla colgante que activaba el obturador.

De alguna manera, tomarse una foto en “las aguilitas” representaba siempre un rito, que iniciaba con el préstamo de un peine por parte del fotógrafo, seguía con la peinada de rigor, la colocación en el burdo banco de madera y la ejecución de una sonrisa forzada.

Aquellas viejas cámaras tenían frente a su caja un lente que producía la imagen invertida en la placa posterior, que luego se exponía al exterior por algunos minutos, a la espera de la impresión definitiva. Nada que ver con los procesos fotográficos posteriores y los mundos tecnológicos que hoy vivimos.

Y aquellos fotógrafos de pueblo lo mismo captaban imágenes de los turistas, posando ante el monumento y sus “aguilitas”, que de los despistados estudiantes que, comidos por los tiempos y las circunstancias, se anudaban con prisa la corbata y exigían la rapidez como único requisito de calidad.

Por muchos años, los fotógrafos de “las aguilitas” estuvieron ahí, viendo pasar el tiempo y captando las imágenes de un Querétaro que se transformaba; luego fueron trasladados a la entrada sur de la Alameda Hidalgo, y acabaron por desaparecer, como tantos otros ejecutantes de oficios de antaño que hoy serían simple folklore en un ambiente de tecnología y recursos digitales. Fueron consumidos sin remedio por la practicidad y la economía.

Personajes y enseres que de pronto se pasean por la memoria, en blanco y negro, como el producto de su labor, o acaso bajo el sepia de la nostalgia, aquellos fotógrafos con sus cámaras de cajón parecen hacerles falta a las águilas del centenario monumento erigido donde un día se ubicó el mercado de San Antonio y la fuente de Neptuno.

Personajes entrañables del Querétaro que se nos fue, nos dejaron tan solo el recuerdo de su presencia en el Jardín Corregidora, justo frente a las águilas que adornan el emblemático monumento a doña Josefa Ortiz de Domínguez, y que le dieron un nombre popular en extinción.

Hoy, cuando alguien se refiere a una fotografía “de las aguilitas” es porque es queretano de cierta edad, y se está refiriendo a una foto de esas que sacan del apuro, que se consiguen con una simple visita al centro, y que supeditan la calidad a la oportunidad.

Y estas fotografías de los queretanos de antaño eran tomadas por esos personajes que, cual cilindreros o paleteros, han desaparecido del paisaje urbano de la capital queretana. Se instalaron por muchos años, como he dicho, en ese céntrico espacio donde confluyen las calles de Corregidora y 16 de Septiembre, y acabaron por no ser útiles, sobre todo en estos tiempos en que todo teléfono carga una cámara fotográfica por añadidura.

Aquellas cámaras de los fotógrafos de “las aguilitas”, se sostenían en un trípode ligero, que se movía con facilidad de acuerdo a las circunstancias y los ataques de la lluvia o el viento. Se caracterizaban por su largo fuelle y por esa tela negra que tenían en la parte posterior y tras la cual el fotógrafo escondía la cabeza al momento de apretar una bombilla colgante que activaba el obturador.

De alguna manera, tomarse una foto en “las aguilitas” representaba siempre un rito, que iniciaba con el préstamo de un peine por parte del fotógrafo, seguía con la peinada de rigor, la colocación en el burdo banco de madera y la ejecución de una sonrisa forzada.

Aquellas viejas cámaras tenían frente a su caja un lente que producía la imagen invertida en la placa posterior, que luego se exponía al exterior por algunos minutos, a la espera de la impresión definitiva. Nada que ver con los procesos fotográficos posteriores y los mundos tecnológicos que hoy vivimos.

Y aquellos fotógrafos de pueblo lo mismo captaban imágenes de los turistas, posando ante el monumento y sus “aguilitas”, que de los despistados estudiantes que, comidos por los tiempos y las circunstancias, se anudaban con prisa la corbata y exigían la rapidez como único requisito de calidad.

Por muchos años, los fotógrafos de “las aguilitas” estuvieron ahí, viendo pasar el tiempo y captando las imágenes de un Querétaro que se transformaba; luego fueron trasladados a la entrada sur de la Alameda Hidalgo, y acabaron por desaparecer, como tantos otros ejecutantes de oficios de antaño que hoy serían simple folklore en un ambiente de tecnología y recursos digitales. Fueron consumidos sin remedio por la practicidad y la economía.

Personajes y enseres que de pronto se pasean por la memoria, en blanco y negro, como el producto de su labor, o acaso bajo el sepia de la nostalgia, aquellos fotógrafos con sus cámaras de cajón parecen hacerles falta a las águilas del centenario monumento erigido donde un día se ubicó el mercado de San Antonio y la fuente de Neptuno.