/ domingo 29 de julio de 2018

Aquí Querétaro

Quizá el recuerdo más nítido que tengo de mi madre es verla entrar a la habitación, muy temprano por la mañana, con una humeante taza de café recién hecho, mientras la casa toda se inundaba de aquel particular olor que esa matutina elaboración representaba. También he relatado, más de una vez, cómo la sala de mi casa de niño se llenaba por las tardes de personajes entrañables, unidos todos por la nostalgia de la tierra natal lejana, convocados por la conversación sobre tiempos idos, pero sobre todo, por aquel mismo café, cuyo grano mi madre había molido apenas unos minutos atrás.

Con ese antecedente, resulta hasta ocioso decir que soy un amante del café, y que lo seré toda la vida. De ese café sin artilugios ni especialidades, que se sirve en casa o que se pedía en cualquier cafetería sin necesidad de deliberar sobre características, tamaños o sabores.

Y digo “pedía”, porque en tiempos que parecen ya totalmente idos, uno se sentaba en cualquier mesa de café y lo pedía así, con la llaneza de su propio nombre; no se requería especificar mayor cosa, y todo mundo entendía una taza de café como una taza de café.

Con la efervescencia de los establecimientos de moda, franquicias o no, en los que el café es el centro de su actividad, pedir un café, un simple café, para mí se ha vuelto una tarea un tanto absurda, porque los eficientes mercadólogos de estas empresas han descubierto en la complejidad de las cosas una forma eficaz de venta, como si el hacer difícil una decisión ayudara a inflar el precio y, de paso, diera una sensación de importancia.

Porque, además, no se han conformado con ponerle medidas al café, sino que les han dado a éstas nombres tan contradictorios como el llamarle “alto” a la “taza” más chica, en un absurdo intento, supongo, de ser diferentes. Y hasta en las tiendas de conveniencia, las máquinas de café te abren un abanico de posibilidades mucho más allá del simple con o sin azúcar.

Tomar entonces la decisión de pedir el café adecuado se ha vuelto un reto para quienes, como yo, nacimos y crecimos en el añorado siglo veinte. Pero eso no es lo peor; lo más lamentable de todo es que todos estos cafés carecen de la consistencia de los de antaño, ahogados en espumas, sabores adicionales y tamaños incongruentes. La sofisticación pues, nos ha alcanzado ya, incluso en materia de café, del otrora simple y delicioso café.

Admiro el café del veracruzano Café de La Parroquia, el encanto del café cortado de cualquier bar español, e incluso agradezco el simple y fortísimo de un Sanborns, pero sobre todo, añoro profundamente aquel inigualable café de mi madre; aquel que le abría paso a mis días en una vida que parecía tan larga.


Quizá el recuerdo más nítido que tengo de mi madre es verla entrar a la habitación, muy temprano por la mañana, con una humeante taza de café recién hecho, mientras la casa toda se inundaba de aquel particular olor que esa matutina elaboración representaba. También he relatado, más de una vez, cómo la sala de mi casa de niño se llenaba por las tardes de personajes entrañables, unidos todos por la nostalgia de la tierra natal lejana, convocados por la conversación sobre tiempos idos, pero sobre todo, por aquel mismo café, cuyo grano mi madre había molido apenas unos minutos atrás.

Con ese antecedente, resulta hasta ocioso decir que soy un amante del café, y que lo seré toda la vida. De ese café sin artilugios ni especialidades, que se sirve en casa o que se pedía en cualquier cafetería sin necesidad de deliberar sobre características, tamaños o sabores.

Y digo “pedía”, porque en tiempos que parecen ya totalmente idos, uno se sentaba en cualquier mesa de café y lo pedía así, con la llaneza de su propio nombre; no se requería especificar mayor cosa, y todo mundo entendía una taza de café como una taza de café.

Con la efervescencia de los establecimientos de moda, franquicias o no, en los que el café es el centro de su actividad, pedir un café, un simple café, para mí se ha vuelto una tarea un tanto absurda, porque los eficientes mercadólogos de estas empresas han descubierto en la complejidad de las cosas una forma eficaz de venta, como si el hacer difícil una decisión ayudara a inflar el precio y, de paso, diera una sensación de importancia.

Porque, además, no se han conformado con ponerle medidas al café, sino que les han dado a éstas nombres tan contradictorios como el llamarle “alto” a la “taza” más chica, en un absurdo intento, supongo, de ser diferentes. Y hasta en las tiendas de conveniencia, las máquinas de café te abren un abanico de posibilidades mucho más allá del simple con o sin azúcar.

Tomar entonces la decisión de pedir el café adecuado se ha vuelto un reto para quienes, como yo, nacimos y crecimos en el añorado siglo veinte. Pero eso no es lo peor; lo más lamentable de todo es que todos estos cafés carecen de la consistencia de los de antaño, ahogados en espumas, sabores adicionales y tamaños incongruentes. La sofisticación pues, nos ha alcanzado ya, incluso en materia de café, del otrora simple y delicioso café.

Admiro el café del veracruzano Café de La Parroquia, el encanto del café cortado de cualquier bar español, e incluso agradezco el simple y fortísimo de un Sanborns, pero sobre todo, añoro profundamente aquel inigualable café de mi madre; aquel que le abría paso a mis días en una vida que parecía tan larga.