/ domingo 5 de agosto de 2018

Aquí Querétaro

El sur llegaba hasta la Colonia Burócrata. Ahí, justo a partir de la última de sus calles, no había más ciudad y los queretanos la asumían como un extremo lejano.

Lomas de Casa Blanca, a un costado, era aún una buena extensión de tierra donde los llamados “paracaidistas” empezaban a lograr la consecución de un pedazo de propiedad donde asentar sus bienes, y la feria apenas se había mudado a unas modernas instalaciones, dejando atrás las antiguas en el histórico Cerro de las Campanas. La Presidentes y otros conjuntos habitacionales, de los muchos que por ahí se aprecian, aún no planeaban siquiera su instalación.

Recuerdo bien aquella mañana de sábado, cuando Benedicto, mi compañero de estudios, y yo, acordamos vivir la experiencia, dejando nuestro vehículo justo en esa última calle de la Burócrata, provistos de zapatos cómodos y arropados por la fuerza de nuestra juventud.

Desde ahí caminamos hacia el sur, entre matorrales y tierra, con el objetivo, cada vez más cercano, de llegar a la cúspide de ese cerro que habíamos visto de siempre, como eterno guardián de una ciudad donde la vida transcurría con dulzura.

Allá, en la misma punta del Cimatario, cohabitaban ya algunas antenas y las piedras pintadas de blanco con cal, propicias para anunciar campañas políticas, estaban ya un tanto dispersas, entre un rudimentario camino que rodeaba el cerro con el único propósito de que algunos privilegiados vehículos pudieran llegar hasta lo más alto.

Recuerdo aquella llegada a la cúspide de ese cerro emblemático, la deliciosa torta de frijoles que nos sirvió de reponedor almuerzo y, sobre todo, la vista desde el mejor mirador que Querétaro ha podido tener nunca.

Allá hacia el poniente, aquella mañana transparente y luminosa podía verse apenas, a la distancia, la vecina Celaya, y hacia el norte una pequeña ciudad que dejaba al descubierto la línea perfecta de la calle de Juárez rumbo al corazón urbano.

Pero sobre todo, lo que más recuerdo es el ruido que aquella ciudad hacía llegar desde la distancia, ese rumor persistente que nos hablaba de movimiento, ese latir de vida incesante. Era el sonido de Querétaro, el sonido de mi ciudad.

Curiosamente, no guardo recuerdos del regreso, aunque supongo, dadas las circunstancias, que regresamos finalmente, de nuevo por aquellas veredas entre los árboles y la maleza, cuando el Libramiento Surponiente no cruzaba la zona, dsesde la punta del Cimatario hasta la última de las calles de la Colonia Burócrata.

Me acordé de aquel día ahora que se ha rumorado la posibilidad de construcción de nuevas vialidades en las cercanías del custodio natural de la ciudad. Me digo que esa inolvidable aventura sería imposible realizarla hoy, entre asfaltos, libramientos, construcciones y enrejados, y años transcurridos haciendo mella en el cuerpo, pero guardaré para siempre en la memoria aquel ronronear a la distancia, aquel sonido de una tranquila ciudad que hoy, pese a su desbordante crecimiento y su ruido acaso ensordecedor, sigue siendo la mía.

El sur llegaba hasta la Colonia Burócrata. Ahí, justo a partir de la última de sus calles, no había más ciudad y los queretanos la asumían como un extremo lejano.

Lomas de Casa Blanca, a un costado, era aún una buena extensión de tierra donde los llamados “paracaidistas” empezaban a lograr la consecución de un pedazo de propiedad donde asentar sus bienes, y la feria apenas se había mudado a unas modernas instalaciones, dejando atrás las antiguas en el histórico Cerro de las Campanas. La Presidentes y otros conjuntos habitacionales, de los muchos que por ahí se aprecian, aún no planeaban siquiera su instalación.

Recuerdo bien aquella mañana de sábado, cuando Benedicto, mi compañero de estudios, y yo, acordamos vivir la experiencia, dejando nuestro vehículo justo en esa última calle de la Burócrata, provistos de zapatos cómodos y arropados por la fuerza de nuestra juventud.

Desde ahí caminamos hacia el sur, entre matorrales y tierra, con el objetivo, cada vez más cercano, de llegar a la cúspide de ese cerro que habíamos visto de siempre, como eterno guardián de una ciudad donde la vida transcurría con dulzura.

Allá, en la misma punta del Cimatario, cohabitaban ya algunas antenas y las piedras pintadas de blanco con cal, propicias para anunciar campañas políticas, estaban ya un tanto dispersas, entre un rudimentario camino que rodeaba el cerro con el único propósito de que algunos privilegiados vehículos pudieran llegar hasta lo más alto.

Recuerdo aquella llegada a la cúspide de ese cerro emblemático, la deliciosa torta de frijoles que nos sirvió de reponedor almuerzo y, sobre todo, la vista desde el mejor mirador que Querétaro ha podido tener nunca.

Allá hacia el poniente, aquella mañana transparente y luminosa podía verse apenas, a la distancia, la vecina Celaya, y hacia el norte una pequeña ciudad que dejaba al descubierto la línea perfecta de la calle de Juárez rumbo al corazón urbano.

Pero sobre todo, lo que más recuerdo es el ruido que aquella ciudad hacía llegar desde la distancia, ese rumor persistente que nos hablaba de movimiento, ese latir de vida incesante. Era el sonido de Querétaro, el sonido de mi ciudad.

Curiosamente, no guardo recuerdos del regreso, aunque supongo, dadas las circunstancias, que regresamos finalmente, de nuevo por aquellas veredas entre los árboles y la maleza, cuando el Libramiento Surponiente no cruzaba la zona, dsesde la punta del Cimatario hasta la última de las calles de la Colonia Burócrata.

Me acordé de aquel día ahora que se ha rumorado la posibilidad de construcción de nuevas vialidades en las cercanías del custodio natural de la ciudad. Me digo que esa inolvidable aventura sería imposible realizarla hoy, entre asfaltos, libramientos, construcciones y enrejados, y años transcurridos haciendo mella en el cuerpo, pero guardaré para siempre en la memoria aquel ronronear a la distancia, aquel sonido de una tranquila ciudad que hoy, pese a su desbordante crecimiento y su ruido acaso ensordecedor, sigue siendo la mía.