/ domingo 19 de agosto de 2018

Aquí Querétaro

Si me dieran a inventar su lugar de procedencia, yo diría, casi sin remilgos, que su tierra natal es Oaxaca. Al menos así lo delatan sus rasgos, su baja estatura, su tez apiñonada y su pelo negro. Está enfundado en un delantal rojo, como rojo es también el gorro que le adorna la cabeza. En la mano derecha un afilado y largo cuchillo que maneja con soltura, y en la izquierda, la tortilla caliente en turno, a la espera de un suculento contenido.

La taquería donde trabaja no es una de esas que se han hecho famosas, y grandes, con base en ir ganándose la preferencia de los queretanos; es decir que ni es la popular del Pata, en cualquiera de sus sucursales, ni el desaparecido Sarape, ni el carrito de Memo Cebollas, obligado a cambiarse de su espacio de siempre, so pretexto de una remodelación vial, para ir a adornar la fuente de la Virgen del Pilar, adosada a uno de los añosos muros de piedra del ex convento de La Cruz.

No, el oaxaqueño, que quizá no lo sea sino simplemente lo parezca, trabaja en uno de esos establecimientos que se han ido popularizando en las calles de un Querétaro cada vez más grande y habitado; en una que, concretamente, se hizo famosa a nivel nacional por el Uppercut que le aplicó uno de sus meseros a una clienta gritona. Aquel incidente, del que tanto se habló gracias a los medios modernos de comunicación, acabó por esfumarse de la memoria casi con la misma rapidez con la que creció.

En fin, que el establecimiento de este oaxaqueño es el mismo donde se escenificó aquel incidente, en plena Avenida Constituyentes queretana, a unos pasos de lo que un día fue el nocturno restaurante Génova, y de la ferretería en la que se ha convertido el espacio que otrora ocupara la agencia de coches del señor Escobar, en la esquina con Corregidora.

Se trata de un personaje que pasa desapercibido para la mayoría de los transeúntes de la zona, que apenas atisban al interior del establecimiento, más avisados por su olfato que por la curiosidad de sus ojos. Por horas, mientras desarrolla su labor, es ignorado por el resto de mortales que no son los meseros que le ordenaron cinco de pastor con todo.

Yo, obligado por las circunstancias de un eterno alto en el semáforo de la esquina, la misma donde se asoma la Alameda, a la que hoy los nuevos habitantes de la ciudad quieren llamarle “central”, reparo en su presencia, y sobre todo, en su aparentemente mecánica actividad, invisible ante las prisas de quien desea llegar de una buena vez, y antes de que llueva, a puerto seguro.

De espaldas a la calle, el oaxaqueño, o chiapaneco, o quizá veracruzano, mira de frente a un trompo aún robusto de carne, que mueve siempre en contra de las manecillas del reloj, buscando lo más dorado por las llamas del quemador de la parte contraria.

Trepado en un cajón de madera que delata su escasa estatura, porta en la mano derecha, como digo, un largo cuchillo con el que corta, con habilidad adquirida por años, delgadas capas de esa carne que degustará, en minutos, un comensal; con la palma de la izquierda sostiene una tortilla que apenas se la cubre, del tamaño ya acostumbrado en estos socorridos establecimientos.

Deposita la carne con habilidad sobre la tortilla recién tomada de un comal, y luego, con una maestría única, corta con la punta de cuchillo un pequeño pedazo de la piña que corona el trompo, lanzándolo a un tiempo por los aires, para atraparla a un metro de distancia, con precisión milimétrica, al interior del taco ya casi listo que mantiene en la otra mano. Así una y otra vez, con el toque de la experiencia, con la capacidad de quien nació con talento para ello.

Por primera vez lamento que el verde del semáforo me obligue a continuar mi marcha, al acecho de un error, de una caída de aquel pedazo de piña, de un mal corte con la punta del cuchillo, de una distracción que ayude a una pequeña torpeza en las manos. No, eso no sucede. Me voy sin apreciar el más mínimo error en los cortes, el lanzamiento y la cachada; me voy con la sensación de haber visto un profesional de un oficio que debiera ser más valorado.

Reflexiono sobre la idea de que el oaxaqueño mereciera menos indiferencia, y que seguramente si la vida le hubiese colocado en Segovia, hoy sería mucho más famoso que Cándido. Me quedo también con la idea de que si López Obrador alienta, como dice lo hará, la práctica del beisbol, personajes como el oaxaqueño nos convertirán en potencia mundial de ese deporte.

Verlo trabajar con la precisión de un mago ha valido la larga espera en una ciudad sofocada por el tráfico vehicular.

ACOTACIÓN AL MARGEN

Hablando de taquerías, una pena ha sido la desaparición del Sarape, ese espacio en el que tantos queretanos degustaron la tradición de los tacos nocturnos.

De la colindancia de aquel lote donde se lavaban coches, hoy convertido en farmacia, a la calle de Hacienda La Laja, aún como carrito móvil, a su puesto fijo de Hacienda El Jacal, El Sarape era un punto de referencia, un lugar de encuentro y una tradición de ya muchos años.

Se fue extinguiendo sin remedio y una noche dejó de abrir su puerta de malla. Hoy su espacio sigue siendo parte de una taquería, pero mañanera, y aquel lugar tan solo un recuerdo. El Sarape ya no nos cubrirá más, mitigando el frío del invierno, con sus deliciosos tacos de bistec.

Si me dieran a inventar su lugar de procedencia, yo diría, casi sin remilgos, que su tierra natal es Oaxaca. Al menos así lo delatan sus rasgos, su baja estatura, su tez apiñonada y su pelo negro. Está enfundado en un delantal rojo, como rojo es también el gorro que le adorna la cabeza. En la mano derecha un afilado y largo cuchillo que maneja con soltura, y en la izquierda, la tortilla caliente en turno, a la espera de un suculento contenido.

La taquería donde trabaja no es una de esas que se han hecho famosas, y grandes, con base en ir ganándose la preferencia de los queretanos; es decir que ni es la popular del Pata, en cualquiera de sus sucursales, ni el desaparecido Sarape, ni el carrito de Memo Cebollas, obligado a cambiarse de su espacio de siempre, so pretexto de una remodelación vial, para ir a adornar la fuente de la Virgen del Pilar, adosada a uno de los añosos muros de piedra del ex convento de La Cruz.

No, el oaxaqueño, que quizá no lo sea sino simplemente lo parezca, trabaja en uno de esos establecimientos que se han ido popularizando en las calles de un Querétaro cada vez más grande y habitado; en una que, concretamente, se hizo famosa a nivel nacional por el Uppercut que le aplicó uno de sus meseros a una clienta gritona. Aquel incidente, del que tanto se habló gracias a los medios modernos de comunicación, acabó por esfumarse de la memoria casi con la misma rapidez con la que creció.

En fin, que el establecimiento de este oaxaqueño es el mismo donde se escenificó aquel incidente, en plena Avenida Constituyentes queretana, a unos pasos de lo que un día fue el nocturno restaurante Génova, y de la ferretería en la que se ha convertido el espacio que otrora ocupara la agencia de coches del señor Escobar, en la esquina con Corregidora.

Se trata de un personaje que pasa desapercibido para la mayoría de los transeúntes de la zona, que apenas atisban al interior del establecimiento, más avisados por su olfato que por la curiosidad de sus ojos. Por horas, mientras desarrolla su labor, es ignorado por el resto de mortales que no son los meseros que le ordenaron cinco de pastor con todo.

Yo, obligado por las circunstancias de un eterno alto en el semáforo de la esquina, la misma donde se asoma la Alameda, a la que hoy los nuevos habitantes de la ciudad quieren llamarle “central”, reparo en su presencia, y sobre todo, en su aparentemente mecánica actividad, invisible ante las prisas de quien desea llegar de una buena vez, y antes de que llueva, a puerto seguro.

De espaldas a la calle, el oaxaqueño, o chiapaneco, o quizá veracruzano, mira de frente a un trompo aún robusto de carne, que mueve siempre en contra de las manecillas del reloj, buscando lo más dorado por las llamas del quemador de la parte contraria.

Trepado en un cajón de madera que delata su escasa estatura, porta en la mano derecha, como digo, un largo cuchillo con el que corta, con habilidad adquirida por años, delgadas capas de esa carne que degustará, en minutos, un comensal; con la palma de la izquierda sostiene una tortilla que apenas se la cubre, del tamaño ya acostumbrado en estos socorridos establecimientos.

Deposita la carne con habilidad sobre la tortilla recién tomada de un comal, y luego, con una maestría única, corta con la punta de cuchillo un pequeño pedazo de la piña que corona el trompo, lanzándolo a un tiempo por los aires, para atraparla a un metro de distancia, con precisión milimétrica, al interior del taco ya casi listo que mantiene en la otra mano. Así una y otra vez, con el toque de la experiencia, con la capacidad de quien nació con talento para ello.

Por primera vez lamento que el verde del semáforo me obligue a continuar mi marcha, al acecho de un error, de una caída de aquel pedazo de piña, de un mal corte con la punta del cuchillo, de una distracción que ayude a una pequeña torpeza en las manos. No, eso no sucede. Me voy sin apreciar el más mínimo error en los cortes, el lanzamiento y la cachada; me voy con la sensación de haber visto un profesional de un oficio que debiera ser más valorado.

Reflexiono sobre la idea de que el oaxaqueño mereciera menos indiferencia, y que seguramente si la vida le hubiese colocado en Segovia, hoy sería mucho más famoso que Cándido. Me quedo también con la idea de que si López Obrador alienta, como dice lo hará, la práctica del beisbol, personajes como el oaxaqueño nos convertirán en potencia mundial de ese deporte.

Verlo trabajar con la precisión de un mago ha valido la larga espera en una ciudad sofocada por el tráfico vehicular.

ACOTACIÓN AL MARGEN

Hablando de taquerías, una pena ha sido la desaparición del Sarape, ese espacio en el que tantos queretanos degustaron la tradición de los tacos nocturnos.

De la colindancia de aquel lote donde se lavaban coches, hoy convertido en farmacia, a la calle de Hacienda La Laja, aún como carrito móvil, a su puesto fijo de Hacienda El Jacal, El Sarape era un punto de referencia, un lugar de encuentro y una tradición de ya muchos años.

Se fue extinguiendo sin remedio y una noche dejó de abrir su puerta de malla. Hoy su espacio sigue siendo parte de una taquería, pero mañanera, y aquel lugar tan solo un recuerdo. El Sarape ya no nos cubrirá más, mitigando el frío del invierno, con sus deliciosos tacos de bistec.