/ domingo 9 de septiembre de 2018

Aquí Querétaro

Es el nuestro un país discriminador. Tristemente, profundamente discriminador.

Aquí, en esta tierra que habitamos, se discrimina, en mayor o menor medida, de manera más o menos evidente, a mujeres, a morenos, a indígenas y a ancianos. Se discrimina con tal costumbre que los discriminados suelen asumir sin sorpresas su discriminación, considerándola algo normal.

Y aunque ha habido avances relativos con algunos de los grupos discriminados de nuestra sociedad, como es el caso de las mujeres, con otros, como con los ancianos, la discriminación puede llegar a ser brutal, o permanecer casi incólume con los indígenas, a pesar del transcurrir de los años, de los tiempos, de los avances y las modernidades.

Personalmente suelo reflexionar sobre este hecho al caminar por una zona residencial de nuestra ciudad, donde la diferencia entre patrones y empleados adquiere tintes de materia de análisis sociológico. Ahí, mientras que unos caminan por deporte otros lo hacen por necesidad, y mientras los saludos se reproducen entre los primeros, escasean para los segundos. Ahí, la apariencia determina sonrisas o indiferencias, asumidas sin aparente tapujo por ambos bandos.

Y que decir de los grupos primigenios de esta nación que hoy llamamos México, donde la palabra “indio” puede ser traducida, sin mucho esfuerzo, en insulto, o en desprecio, de acuerdo con el tono en el que se pronuncia. Todavía recuerdo con estupor aquel incidente, hecho viral en las redes sociales, cuando en un autobús del transporte público un supervisor le sorrajó a un pasajero un “indio” como un insulto, y como tal fue recibido por el sufrido usuario.

Pero la discriminación más lacerante, desde mi punto de vista, es la que sufren en este país las personas mayores, aquellos que, sin llegar a ser ancianos, están condenados ya al desamparo laboral y social; y digo que es la más lacerante porque es silenciosa, invisible, recubierta de normalidad cotidiana.

En este país no se pueden cumplir cincuenta años, y hasta menos, sin sufrir las consecuencias. Y no me refiero a esas consecuencias físicas, producto del desgaste del cuerpo con el paso de los años, sino a las que se viven a diario en la búsqueda de oportunidades de servicio a una sociedad que les cierra las puertas de manera grotesca.

Entre los temores a la escasez de años que pueden ser funcionales aún en un empleo y la corrección política de dar oportunidad a los jóvenes, el viejo es relegado a la forzada inactividad, sufriendo la más triste e injustamente justificada discriminación, mientras espera esos pequeños detalles, con tinte discriminatorio también, de recibir sentidos reconocimientos o pensiones exiguas, o de ser coronado(a) el 28 de agosto como majestad de la celebración de los adultos mayores.

Y es que, por decreto, en este país esos adultos mayores tienen que descansar sin estar cansados, y conformarse con ser espectadores en un partido que quizá podrían ganarle a los más jovencitos. Por eso el que se instale un Starbucks atendido exclusivamente por gente mayor, se convierte en noticia, y hasta puede despertar comentarios negativos en el sentido de que esa gente debería tener el reconocimiento social del descanso, como un premio a su travesía de tantos años.

Sí, vivimos en un país profundamente discriminador, donde, además, la demagogia adereza las circunstancias y las hace todavía más crueles.

ACOTACIÓN AL MARGEN

Si hay algo desagradable de los autobuses chinos del famoso Qrobus es el claxon.

Entre otras cosas, porque éste no es utilizado para los casos de emergencia, sino para dejar sentir la presencia contundente del vehículo de transporte y servir de amenaza por parte de esos choferes que siguen siendo, en un alto porcentaje, conductores del más radical tercer mundo.

Casi estaría de acuerdo con hacer mudos a los camiones del Qrobus, si esto no pudiera ser tan peligroso.

Es el nuestro un país discriminador. Tristemente, profundamente discriminador.

Aquí, en esta tierra que habitamos, se discrimina, en mayor o menor medida, de manera más o menos evidente, a mujeres, a morenos, a indígenas y a ancianos. Se discrimina con tal costumbre que los discriminados suelen asumir sin sorpresas su discriminación, considerándola algo normal.

Y aunque ha habido avances relativos con algunos de los grupos discriminados de nuestra sociedad, como es el caso de las mujeres, con otros, como con los ancianos, la discriminación puede llegar a ser brutal, o permanecer casi incólume con los indígenas, a pesar del transcurrir de los años, de los tiempos, de los avances y las modernidades.

Personalmente suelo reflexionar sobre este hecho al caminar por una zona residencial de nuestra ciudad, donde la diferencia entre patrones y empleados adquiere tintes de materia de análisis sociológico. Ahí, mientras que unos caminan por deporte otros lo hacen por necesidad, y mientras los saludos se reproducen entre los primeros, escasean para los segundos. Ahí, la apariencia determina sonrisas o indiferencias, asumidas sin aparente tapujo por ambos bandos.

Y que decir de los grupos primigenios de esta nación que hoy llamamos México, donde la palabra “indio” puede ser traducida, sin mucho esfuerzo, en insulto, o en desprecio, de acuerdo con el tono en el que se pronuncia. Todavía recuerdo con estupor aquel incidente, hecho viral en las redes sociales, cuando en un autobús del transporte público un supervisor le sorrajó a un pasajero un “indio” como un insulto, y como tal fue recibido por el sufrido usuario.

Pero la discriminación más lacerante, desde mi punto de vista, es la que sufren en este país las personas mayores, aquellos que, sin llegar a ser ancianos, están condenados ya al desamparo laboral y social; y digo que es la más lacerante porque es silenciosa, invisible, recubierta de normalidad cotidiana.

En este país no se pueden cumplir cincuenta años, y hasta menos, sin sufrir las consecuencias. Y no me refiero a esas consecuencias físicas, producto del desgaste del cuerpo con el paso de los años, sino a las que se viven a diario en la búsqueda de oportunidades de servicio a una sociedad que les cierra las puertas de manera grotesca.

Entre los temores a la escasez de años que pueden ser funcionales aún en un empleo y la corrección política de dar oportunidad a los jóvenes, el viejo es relegado a la forzada inactividad, sufriendo la más triste e injustamente justificada discriminación, mientras espera esos pequeños detalles, con tinte discriminatorio también, de recibir sentidos reconocimientos o pensiones exiguas, o de ser coronado(a) el 28 de agosto como majestad de la celebración de los adultos mayores.

Y es que, por decreto, en este país esos adultos mayores tienen que descansar sin estar cansados, y conformarse con ser espectadores en un partido que quizá podrían ganarle a los más jovencitos. Por eso el que se instale un Starbucks atendido exclusivamente por gente mayor, se convierte en noticia, y hasta puede despertar comentarios negativos en el sentido de que esa gente debería tener el reconocimiento social del descanso, como un premio a su travesía de tantos años.

Sí, vivimos en un país profundamente discriminador, donde, además, la demagogia adereza las circunstancias y las hace todavía más crueles.

ACOTACIÓN AL MARGEN

Si hay algo desagradable de los autobuses chinos del famoso Qrobus es el claxon.

Entre otras cosas, porque éste no es utilizado para los casos de emergencia, sino para dejar sentir la presencia contundente del vehículo de transporte y servir de amenaza por parte de esos choferes que siguen siendo, en un alto porcentaje, conductores del más radical tercer mundo.

Casi estaría de acuerdo con hacer mudos a los camiones del Qrobus, si esto no pudiera ser tan peligroso.