/ domingo 23 de septiembre de 2018

Aquí Querétaro

Eugene es una pequeña y típica ciudad norteamericana, rodeada de bosques, en el occidental estado de Oregon. Más allá de la belleza natural que la abriga, es famosa porque ahí se asienta su prestigiada universidad estatal y porque ha sido uno de los más significativos reductos hippies de la Unión Americana. Ahí, en las calles de Eugene, aún pueden descubrirse ancianos de larga y blanca cabellera y barba, dispuestos a morir en un mundo de amor, paz y libertad.

Tuve la oportunidad de vivir en Eugene apenas por siete semanas del verano de 1989, tiempo suficiente para enamorarme de la oscuridad de sus noches, la buena vibra de sus deportistas habitantes, el verde de su entorno, la tranquilidad de sus vecindarios, su ingenua diversión familiar a orillas de su río, y hasta de sus muchas y variopintas ardillas. Fue ahí, por cierto, donde me topé una mañana, al salir de la casa que me servía de hogar, con una venada que engullía ramas de un arbolito de la casa vecina y que apenas se inquietó mientras pasé a su lado.

En Eugene tuve la oportunidad de hacer uso, muchas veces, del transporte público. Las paradas de los autobuses eran sencillas, con apena una banca donde sentarse y un techo para guarecerse de la lluvia. En las paredes de las paradas podía descubrirse una relación de las rutas y la hora precisa, con minutos, de la llegada de cada uno de los autobuses.

No puedo dejar de reconocer que aquel sistema, aquella precisión y maravilloso servicio, fue algo de lo que más me maravilló. Los autobuses, siempre limpios y en perfectas condiciones mecánicas, llegaban a la parada en turno con puntualidad rigurosa y sin prisas, y luego salían a la hora exacta en la que estaba establecido, luego de que bajara y subiera el pasaje correspondiente, e incluso se hiciera uso de una especie de montacargas automático que bajaba en caso de que alguno de los transportados usara silla de ruedas. Nunca un grito, nunca un reclamo, jamás un apresuramiento.

Aquellos autobuses llegaban solos a la parada y así partían, con el tiempo perfecto para la periódica llegada del siguiente, que mantenía también una milimétrica precisión en el reloj que marcaba su arribo y su marcha.

No pude dejar de recordar aquellos autobuses de Eugene y aquellas sus sencillas, pero serviciales, paradas, cuando leí, y luego constaté, que las paradas “tipo Dubái” que se instalaron en algunos puntos de nuestra ciudad no están siendo utilizadas por sus presuntos usuarios, mucho más interesados en permanecer fuera de ellas, por aquello de que el camión elegido se les puede ir al menor descuido.

Entre claxonazos, gritos, empujones, calores y desorden, en esta ciudad que vivimos hay que mantenerse listos a la llegada, siempre impredecible, del autobús que se espera; siempre con la disposición de ganar un espacio que puede ser vital, y adelantar unos segundos al de al lado, o al de atrás, aunque sea con la temeridad de dar un salto a un autobús ya en marcha.

Ya me imagino el rosto de los empresarios que adquirieron los derechos para publicitar espacios al interior de las paradas primermundistas al enterarse que la realidad tercermundista los ha rebasado con una sonrisa burlona. Reflexiono, a un tiempo, que esto de las paradas “tipo Dubái” es una especie de aspirina tratando de curar una rotura expuesta de tibia y peroné.

Y mientras imagino y reflexiono, recuerdo con nostalgia aquellas siete semanas veraniegas en Eugene, la venada en el jardín vecino, las ardillas recorriendo los verdes prados de la universidad, los vecinos saludando con un “morning” mientras trotan, y sobre todo, las apacibles paradas de autobús.

ACOTACIÓN AL MARGEN

Por desgracia, vivimos en el país del agandalle. Aquí el gandalla se adelanta, avienta, menosprecia y gana sin la menor consecuencia. Aquí se reconoce, a veces hasta se felicita, al gandalla, bajo el lema del que no transa no avanza y al que no es gandalla se lo comen.

Y ante eso, no hay estación “tipo Dubái” que se resista.

Eugene es una pequeña y típica ciudad norteamericana, rodeada de bosques, en el occidental estado de Oregon. Más allá de la belleza natural que la abriga, es famosa porque ahí se asienta su prestigiada universidad estatal y porque ha sido uno de los más significativos reductos hippies de la Unión Americana. Ahí, en las calles de Eugene, aún pueden descubrirse ancianos de larga y blanca cabellera y barba, dispuestos a morir en un mundo de amor, paz y libertad.

Tuve la oportunidad de vivir en Eugene apenas por siete semanas del verano de 1989, tiempo suficiente para enamorarme de la oscuridad de sus noches, la buena vibra de sus deportistas habitantes, el verde de su entorno, la tranquilidad de sus vecindarios, su ingenua diversión familiar a orillas de su río, y hasta de sus muchas y variopintas ardillas. Fue ahí, por cierto, donde me topé una mañana, al salir de la casa que me servía de hogar, con una venada que engullía ramas de un arbolito de la casa vecina y que apenas se inquietó mientras pasé a su lado.

En Eugene tuve la oportunidad de hacer uso, muchas veces, del transporte público. Las paradas de los autobuses eran sencillas, con apena una banca donde sentarse y un techo para guarecerse de la lluvia. En las paredes de las paradas podía descubrirse una relación de las rutas y la hora precisa, con minutos, de la llegada de cada uno de los autobuses.

No puedo dejar de reconocer que aquel sistema, aquella precisión y maravilloso servicio, fue algo de lo que más me maravilló. Los autobuses, siempre limpios y en perfectas condiciones mecánicas, llegaban a la parada en turno con puntualidad rigurosa y sin prisas, y luego salían a la hora exacta en la que estaba establecido, luego de que bajara y subiera el pasaje correspondiente, e incluso se hiciera uso de una especie de montacargas automático que bajaba en caso de que alguno de los transportados usara silla de ruedas. Nunca un grito, nunca un reclamo, jamás un apresuramiento.

Aquellos autobuses llegaban solos a la parada y así partían, con el tiempo perfecto para la periódica llegada del siguiente, que mantenía también una milimétrica precisión en el reloj que marcaba su arribo y su marcha.

No pude dejar de recordar aquellos autobuses de Eugene y aquellas sus sencillas, pero serviciales, paradas, cuando leí, y luego constaté, que las paradas “tipo Dubái” que se instalaron en algunos puntos de nuestra ciudad no están siendo utilizadas por sus presuntos usuarios, mucho más interesados en permanecer fuera de ellas, por aquello de que el camión elegido se les puede ir al menor descuido.

Entre claxonazos, gritos, empujones, calores y desorden, en esta ciudad que vivimos hay que mantenerse listos a la llegada, siempre impredecible, del autobús que se espera; siempre con la disposición de ganar un espacio que puede ser vital, y adelantar unos segundos al de al lado, o al de atrás, aunque sea con la temeridad de dar un salto a un autobús ya en marcha.

Ya me imagino el rosto de los empresarios que adquirieron los derechos para publicitar espacios al interior de las paradas primermundistas al enterarse que la realidad tercermundista los ha rebasado con una sonrisa burlona. Reflexiono, a un tiempo, que esto de las paradas “tipo Dubái” es una especie de aspirina tratando de curar una rotura expuesta de tibia y peroné.

Y mientras imagino y reflexiono, recuerdo con nostalgia aquellas siete semanas veraniegas en Eugene, la venada en el jardín vecino, las ardillas recorriendo los verdes prados de la universidad, los vecinos saludando con un “morning” mientras trotan, y sobre todo, las apacibles paradas de autobús.

ACOTACIÓN AL MARGEN

Por desgracia, vivimos en el país del agandalle. Aquí el gandalla se adelanta, avienta, menosprecia y gana sin la menor consecuencia. Aquí se reconoce, a veces hasta se felicita, al gandalla, bajo el lema del que no transa no avanza y al que no es gandalla se lo comen.

Y ante eso, no hay estación “tipo Dubái” que se resista.