/ domingo 7 de octubre de 2018

Aquí Querétaro

La sana costumbre, la noble virtud, de escuchar, se está perdiendo en estos tiempos que corren.

Escuchar lo que sucede a nuestro alrededor, escuchar a quien nos dice algo, escuchar el sonido de la vida. Escuchar, que es tan distinto a simplemente oír.

Ya no escuchamos las campanadas que llaman a misa desde las torres de los templos queretanos, ni el cantar de los pájaros, ni el ronronear eterno de los ríos. Y si no escuchamos los sonidos, menos escuchamos lo que los silencios nos gritan todo el tiempo.

Parece que ya no escuchamos al amigo necesitado de ser oído, acaso los sacerdotes no escuchan del todo a sus confesantes, no nos detenemos a escuchar las notas de una música que acabó por esconderse tras el ruido de las norteñas y el reggaetón. Y, sobre todo, los políticos son una especie que ha dejado de escuchar más allá de sus propias y necias ideas.

Decía un antiguo y avezado político queretano, a manera de consejo, sabio sin duda, a un político emergente, que hiciera sólo lo que la gente le pidiera, y que incluso aquello que identificara como necesario, lo hiciera hasta que la gente, el pueblo, se lo pidiera. Y es que aquello que pide la ciudadanía, cuando finalmente se realiza, adquiere la legitimidad que le brinda, precisamente, esa petición previa.

Pero los políticos de hoy no parecen obedecer a una máxima así; antes bien, parecen seguir tan sólo lo que su instinto, sus asesores, o sus intereses personales, le dictan.

¿Se imagina usted, estimado lector, la cantidad de acciones denostadas, obras criticadas, mentadas reiteradas, que nos evitaríamos, o que se evitarían nuestros políticos, si tan sólo aprendieran a escuchar? ¿Cómo mejoraría su tarea de gobierno si se tomaran un pequeño tiempo al día, tal vez robado a la pose constante ante una cámara o un micrófono, para escuchar?

Que escucharan la plática de los parroquianos de un café, la queja de la muchacha que les atiende en casa, los razonamientos del bolero o el taxista, las inquietudes del comerciante de toda la vida. Que escucharan, en fin, a los ciclistas de siempre antes de construir, o dibujar, una ciclovía; a los camioneros y a los pasajeros de un transporte público antes de tomar decisiones sobre éste; a los universitarios antes de construir una parada frente a sus instalaciones…

Escuchar, la cada vez más escasa virtud de escuchar. De saber hacerlo con respeto para los mayores y con humildad ante los humildes; de practicar ese arte que se extingue, como tantos otros, de la faz de la tierra.

Así como todos podríamos salir a tratar de escuchar de nuevo las campanadas de doce, o el canto de los pájaros en el árbol de la esquina, o el pregón del vendedor, los políticos, los funcionarios públicos, los burócratas, podrían muy bien destinar, aunque fuese sólo alguna hora a la semana, a escuchar. Pero a escuchar de verdad, sin prejuicios y sin altanería escondida tras falsas poses populistas.

Si así fuera, cuántas obras podrían hacerse, y cuántas otras nunca se hubieran hecho.

Pero el problema es que nos estamos convirtiendo, con nuestros políticos incluidos, en sordos funcionales.

La sana costumbre, la noble virtud, de escuchar, se está perdiendo en estos tiempos que corren.

Escuchar lo que sucede a nuestro alrededor, escuchar a quien nos dice algo, escuchar el sonido de la vida. Escuchar, que es tan distinto a simplemente oír.

Ya no escuchamos las campanadas que llaman a misa desde las torres de los templos queretanos, ni el cantar de los pájaros, ni el ronronear eterno de los ríos. Y si no escuchamos los sonidos, menos escuchamos lo que los silencios nos gritan todo el tiempo.

Parece que ya no escuchamos al amigo necesitado de ser oído, acaso los sacerdotes no escuchan del todo a sus confesantes, no nos detenemos a escuchar las notas de una música que acabó por esconderse tras el ruido de las norteñas y el reggaetón. Y, sobre todo, los políticos son una especie que ha dejado de escuchar más allá de sus propias y necias ideas.

Decía un antiguo y avezado político queretano, a manera de consejo, sabio sin duda, a un político emergente, que hiciera sólo lo que la gente le pidiera, y que incluso aquello que identificara como necesario, lo hiciera hasta que la gente, el pueblo, se lo pidiera. Y es que aquello que pide la ciudadanía, cuando finalmente se realiza, adquiere la legitimidad que le brinda, precisamente, esa petición previa.

Pero los políticos de hoy no parecen obedecer a una máxima así; antes bien, parecen seguir tan sólo lo que su instinto, sus asesores, o sus intereses personales, le dictan.

¿Se imagina usted, estimado lector, la cantidad de acciones denostadas, obras criticadas, mentadas reiteradas, que nos evitaríamos, o que se evitarían nuestros políticos, si tan sólo aprendieran a escuchar? ¿Cómo mejoraría su tarea de gobierno si se tomaran un pequeño tiempo al día, tal vez robado a la pose constante ante una cámara o un micrófono, para escuchar?

Que escucharan la plática de los parroquianos de un café, la queja de la muchacha que les atiende en casa, los razonamientos del bolero o el taxista, las inquietudes del comerciante de toda la vida. Que escucharan, en fin, a los ciclistas de siempre antes de construir, o dibujar, una ciclovía; a los camioneros y a los pasajeros de un transporte público antes de tomar decisiones sobre éste; a los universitarios antes de construir una parada frente a sus instalaciones…

Escuchar, la cada vez más escasa virtud de escuchar. De saber hacerlo con respeto para los mayores y con humildad ante los humildes; de practicar ese arte que se extingue, como tantos otros, de la faz de la tierra.

Así como todos podríamos salir a tratar de escuchar de nuevo las campanadas de doce, o el canto de los pájaros en el árbol de la esquina, o el pregón del vendedor, los políticos, los funcionarios públicos, los burócratas, podrían muy bien destinar, aunque fuese sólo alguna hora a la semana, a escuchar. Pero a escuchar de verdad, sin prejuicios y sin altanería escondida tras falsas poses populistas.

Si así fuera, cuántas obras podrían hacerse, y cuántas otras nunca se hubieran hecho.

Pero el problema es que nos estamos convirtiendo, con nuestros políticos incluidos, en sordos funcionales.