/ domingo 14 de octubre de 2018

Aquí Querétaro

Cuando los proyectos carecen de alma suelen no valer la pena. Cuando no se piensa en el otro, en el ser humano, las acciones nunca alcanzan la dimensión anhelada.

Vivimos en una ciudad donde, muchas veces, las acciones de gobierno parecen carecer de alma, como si fueran diseñadas por autómatas y donde el ser humano, en su más natural forma de transportarse, que es la de simplemente caminar, ocupa el último de los intereses.

El discurso, desde luego, es otro; es el de privilegiar al peatón antes que a cualquier otra cosa. Pero los hechos son contundentemente otros.

Vayamos a los ejemplos, que es la manera más clara de mostrar un fenómeno que, de tan cotidiano, acaba por pasar desapercibido.

Uno son los señalamientos que indican el paso peatonal en las esquinas y donde se sigue una regla sin importar su coherencia. En la intersección de Acceso III y Acceso IV, en el llamado Parque Industrial Benito Juárez, pintaron estos pasos como era la exigencia, pero son rayas blancas que no llevan a ninguna banqueta, sino a un dren o a la nada. Y en pleno Constituyentes, colocaron otro, justo frente a un semáforo sin sentido, que desemboca en el camellón ajardinado, ahí donde no se llega, tampoco, a ningún sitio. Es decir, pasos peatonales que no le servirán a peatón alguno.

El semáforo peatonal del mismo Constituyentes, pero ya justo en el puente frente al Club Campestre, le da oportunidad de cruzar sólo a los más atléticos, pues dura tan poco que será siempre imposible que un hombre de avanzada edad alcance la otra acera durante el lapso que se ve el verde y se escucha un sonidito para ponerle más dramatismo al cruce. Lo demás es lo de siempre: el cruce con semáforo en rojo, cuidando del paso de los vehículos tras de santiguarse.

En pleno Centro Histórico, la banqueta oriente de Pasteur, entre Ángela Peralta y 15 de Mayo, luce levantada, sin adoquines y con los registros eléctricos sin tapadera alguna, en lo que pareciera una obra de rehabilitación. Y digo pareciera porque, por ejemplo, el pasado jueves no aparecía por el contorno un solo trabajador dispuesto a avanzar en la tarea. Lo ridículo es que en la esquina seguramente subsiste una plaquita con el nombre de la calle en braille, para los ciegos.

En el populoso y tradicional barrio de San Francisquito, colocaron un enorme poste metálico con una cámara de seguridad en lo más alto; para ello, ocuparon casi la totalidad de la estrecha banqueta, obligando a los transeúntes a bajar al arroyo de la calle, aunque eso sí, con la certeza de que la cámara identificará al vehículo que pueda atropellarlo.

Ejemplos apenas de lo que es la insensibilidad al momento de implementar una obra o establecer una regla; ejemplo vívidos, constantes, cotidianos, de la demagogia y la estupidez.

Me pregunto, so pena de la crítica por mi crítica, si no será mejor arreglar una banqueta y librarla de peligros, antes de imponer una ciclovía por donde no pasa ningún ciclista. Me pregunto si colocar un semáforo para ágiles transeúntes no responde, más que a un sentido común, a una obligación tan ciega como demagógica, o peor aún, al “ahí se va” que nos caracteriza.

Pareciera, insisto, que en esta ciudad hay autómatas que toman nuestras calles para pintar cruces peatonales, colocar semáforos y dejar trampas mortales por aquí y por allá, porque eso de pensar en el ser humano, en el simple mortal, parece no ser una práctica cotidiana. El ciudadano común, el de a pie, parece importar sólo para los discursos.

Cuando los proyectos carecen de alma suelen no valer la pena. Cuando no se piensa en el otro, en el ser humano, las acciones nunca alcanzan la dimensión anhelada.

Vivimos en una ciudad donde, muchas veces, las acciones de gobierno parecen carecer de alma, como si fueran diseñadas por autómatas y donde el ser humano, en su más natural forma de transportarse, que es la de simplemente caminar, ocupa el último de los intereses.

El discurso, desde luego, es otro; es el de privilegiar al peatón antes que a cualquier otra cosa. Pero los hechos son contundentemente otros.

Vayamos a los ejemplos, que es la manera más clara de mostrar un fenómeno que, de tan cotidiano, acaba por pasar desapercibido.

Uno son los señalamientos que indican el paso peatonal en las esquinas y donde se sigue una regla sin importar su coherencia. En la intersección de Acceso III y Acceso IV, en el llamado Parque Industrial Benito Juárez, pintaron estos pasos como era la exigencia, pero son rayas blancas que no llevan a ninguna banqueta, sino a un dren o a la nada. Y en pleno Constituyentes, colocaron otro, justo frente a un semáforo sin sentido, que desemboca en el camellón ajardinado, ahí donde no se llega, tampoco, a ningún sitio. Es decir, pasos peatonales que no le servirán a peatón alguno.

El semáforo peatonal del mismo Constituyentes, pero ya justo en el puente frente al Club Campestre, le da oportunidad de cruzar sólo a los más atléticos, pues dura tan poco que será siempre imposible que un hombre de avanzada edad alcance la otra acera durante el lapso que se ve el verde y se escucha un sonidito para ponerle más dramatismo al cruce. Lo demás es lo de siempre: el cruce con semáforo en rojo, cuidando del paso de los vehículos tras de santiguarse.

En pleno Centro Histórico, la banqueta oriente de Pasteur, entre Ángela Peralta y 15 de Mayo, luce levantada, sin adoquines y con los registros eléctricos sin tapadera alguna, en lo que pareciera una obra de rehabilitación. Y digo pareciera porque, por ejemplo, el pasado jueves no aparecía por el contorno un solo trabajador dispuesto a avanzar en la tarea. Lo ridículo es que en la esquina seguramente subsiste una plaquita con el nombre de la calle en braille, para los ciegos.

En el populoso y tradicional barrio de San Francisquito, colocaron un enorme poste metálico con una cámara de seguridad en lo más alto; para ello, ocuparon casi la totalidad de la estrecha banqueta, obligando a los transeúntes a bajar al arroyo de la calle, aunque eso sí, con la certeza de que la cámara identificará al vehículo que pueda atropellarlo.

Ejemplos apenas de lo que es la insensibilidad al momento de implementar una obra o establecer una regla; ejemplo vívidos, constantes, cotidianos, de la demagogia y la estupidez.

Me pregunto, so pena de la crítica por mi crítica, si no será mejor arreglar una banqueta y librarla de peligros, antes de imponer una ciclovía por donde no pasa ningún ciclista. Me pregunto si colocar un semáforo para ágiles transeúntes no responde, más que a un sentido común, a una obligación tan ciega como demagógica, o peor aún, al “ahí se va” que nos caracteriza.

Pareciera, insisto, que en esta ciudad hay autómatas que toman nuestras calles para pintar cruces peatonales, colocar semáforos y dejar trampas mortales por aquí y por allá, porque eso de pensar en el ser humano, en el simple mortal, parece no ser una práctica cotidiana. El ciudadano común, el de a pie, parece importar sólo para los discursos.