/ domingo 28 de octubre de 2018

Aquí Querétaro

Los recuerdos más añejos son nebulosos, vagos, pero ahí están, acurrucados entre las comisuras de la memoria.

Un viaje en camión que transitó por aquel paraje de nombre tan extraño a mis oídos infantiles, “la Cuesta China”, y luego aquella sala de amplias dimensiones donde se descubrían lo que parecían ser sillones. Ese fue mi primer encuentro con un aeropuerto, y éste no era otro que el de la Ciudad de México, en aquellos tiempos en que la década de los sesenta era demasiado joven.

Después recuerdos, igualmente endebles, de aquella terraza, que acabó por desaparecer con el tiempo, desde donde podían observarse los despegues y los aterrizajes en la, por entonces, única terminal del aeropuerto que lleva el nombre del Benemérito de las Américas.

El Benito Juárez capitalino, y concretamente su hoy terminal uno, fue desde entonces escenario de momentos necesariamente inolvidables, pasados ya los tiernos tiempos de la infancia más lejana. Momentos de despedidas tristes y de llegadas alegres, de nerviosismos y emociones ante lo desconocido.

Fue ahí donde inicié la aventura de conocer la tierra de mis padres, y también donde ví partir a mis hijos en búsqueda de oportunidades de estudio; ahí donde recibí, más de una vez, a mi padre, y donde conjeturé por horas las características físicas de esos parientes a los que nunca había visto, pero que aparecerían, tras las puertas corredizas, desde la aduana; ahí donde recé porque se encendiera el semáforo en verde, o donde hiciera corajes al ver retenido el queso que la tía enviaba a mis padres.

Un lugar propicio para almacenar ilusiones y agolpar emociones en la garganta y los ojos.

Y el Benito Juárez, rebasado ya en su demanda y ubicación, de alguna manera, es hoy protagonista de estos desencuentros, de esta diversidad de opiniones, sobre el mejor lugar para substituirlo, entre el lago seco de Texcoco y la base aérea de Santa Lucía.

Me parece vivir una situación absurda desde su base misma y aderezada de hechos tan caricaturescos, que costaría trabajo creerlos si nos los contaran como una experiencia vivida en algún otro sitio. Una encuesta, un referéndum, para determinar, con tan solo unas frases alusivas, la viabilidad de una u otra opción, mediante un proceso tan endeble que raya en lo increíble.

No sé a usted, estimado lector, pero a mí este asunto de la consulta en torno al nuevo aeropuerto de la Ciudad de México me produce un enorme desasosiego, una especie de ansiedad, un temor insoslayable. Y no por la consulta misma, sino por el precedente que representa para un país empeñado en el surrealismo. Y es que, contra todo lo imaginable, hay gente, mucha gente, que de verdad cree que esto es ejercer la democracia.

Así que, al menos por hoy, permítame regresar a aquellos tiempos del viaje en camión, Cuesta China de por medio, de las salas amplias y la admiración de aquellos despegues y aterrizajes de esos pájaros de acero desde una terraza de un aeropuerto imaginario. Permítame imaginar que la lógica aún tiene cabida en esta desbocada carrera hacia el absurdo.

Los recuerdos más añejos son nebulosos, vagos, pero ahí están, acurrucados entre las comisuras de la memoria.

Un viaje en camión que transitó por aquel paraje de nombre tan extraño a mis oídos infantiles, “la Cuesta China”, y luego aquella sala de amplias dimensiones donde se descubrían lo que parecían ser sillones. Ese fue mi primer encuentro con un aeropuerto, y éste no era otro que el de la Ciudad de México, en aquellos tiempos en que la década de los sesenta era demasiado joven.

Después recuerdos, igualmente endebles, de aquella terraza, que acabó por desaparecer con el tiempo, desde donde podían observarse los despegues y los aterrizajes en la, por entonces, única terminal del aeropuerto que lleva el nombre del Benemérito de las Américas.

El Benito Juárez capitalino, y concretamente su hoy terminal uno, fue desde entonces escenario de momentos necesariamente inolvidables, pasados ya los tiernos tiempos de la infancia más lejana. Momentos de despedidas tristes y de llegadas alegres, de nerviosismos y emociones ante lo desconocido.

Fue ahí donde inicié la aventura de conocer la tierra de mis padres, y también donde ví partir a mis hijos en búsqueda de oportunidades de estudio; ahí donde recibí, más de una vez, a mi padre, y donde conjeturé por horas las características físicas de esos parientes a los que nunca había visto, pero que aparecerían, tras las puertas corredizas, desde la aduana; ahí donde recé porque se encendiera el semáforo en verde, o donde hiciera corajes al ver retenido el queso que la tía enviaba a mis padres.

Un lugar propicio para almacenar ilusiones y agolpar emociones en la garganta y los ojos.

Y el Benito Juárez, rebasado ya en su demanda y ubicación, de alguna manera, es hoy protagonista de estos desencuentros, de esta diversidad de opiniones, sobre el mejor lugar para substituirlo, entre el lago seco de Texcoco y la base aérea de Santa Lucía.

Me parece vivir una situación absurda desde su base misma y aderezada de hechos tan caricaturescos, que costaría trabajo creerlos si nos los contaran como una experiencia vivida en algún otro sitio. Una encuesta, un referéndum, para determinar, con tan solo unas frases alusivas, la viabilidad de una u otra opción, mediante un proceso tan endeble que raya en lo increíble.

No sé a usted, estimado lector, pero a mí este asunto de la consulta en torno al nuevo aeropuerto de la Ciudad de México me produce un enorme desasosiego, una especie de ansiedad, un temor insoslayable. Y no por la consulta misma, sino por el precedente que representa para un país empeñado en el surrealismo. Y es que, contra todo lo imaginable, hay gente, mucha gente, que de verdad cree que esto es ejercer la democracia.

Así que, al menos por hoy, permítame regresar a aquellos tiempos del viaje en camión, Cuesta China de por medio, de las salas amplias y la admiración de aquellos despegues y aterrizajes de esos pájaros de acero desde una terraza de un aeropuerto imaginario. Permítame imaginar que la lógica aún tiene cabida en esta desbocada carrera hacia el absurdo.