/ domingo 4 de noviembre de 2018

“Aquí Querétaro”

Sufrieron mucho, según parece, las recatadas monjas de La Asunción con aquel capítulo ignominioso de su colegio queretano.

Eran tiempos en los que el Acueducto de la virreinal ciudad no tenía estorbos para su vista, unas cuantas casas se vislumbraban en la entonces extrema colonia Jardines, y creo que hasta el señor Urquiza aún criaba vacas suizas en la ex hacienda de Carretas. A unos cuantos metros pasaban, raudos, los coches y camiones que bordeaban por el libramiento la capital queretana, rumbo a San Luis Potosí, y alrededor de las instalaciones de aquella exclusiva escuela para niñas y señoritas sólo dominaba el cerro adornado de huizaches.

Dícese que un día, y luego otros más, se apareció un sujeto apenas atrás de la malla ciclónica que separaba el despoblado de los patios donde las alumnas gozaban del recreo, entre clase y clase. Y aunque nunca se supo sus características físicas, reservadas para las consecuentes investigaciones policiales, lo que sí se divulgó es que el individuo en cuestión tomaba de las solapas un abrigo que portaba, para abrirlo y descubrir, sin rubor alguno y a la vista de las muchachas, su más elemental anatomía, provocando un estallido de gritos y un corredero de alumnas, que sólo se callaba y detenía cuando la Superiora alzaba la voz apelando a la calma.

Dicen también, las que aquellos episodios vivieron, que el individuo en cuestión aderezaba su actuación cubriéndose cabeza y cara con los calzones que previamente había retirado de su sitio habitual.

Nunca se supo, o al menos jamás se informó, si el degenerado fue finalmente descubierto y puesto a buen recaudo en los separos de la entonces céntrica Procuraduría, aunque supongo que, avisado por el escándalo y la ausencia de las jovencitas en los patios, atrincheradas en los salones, mientras las más avezadas echaban un vistazo por las ventanas, acabó por renunciar a su diversión y fue a mostrar a otro lado sus miserias.

No demasiado tiempo después, en las instalaciones de los muy nuevos edificios del Tecnológico de Monterrey en Querétaro, algún consejero influyente mostró su inconformidad con las autoridades de ese prestigiado sistema educativo, porque las jóvenes estudiantes venidas de otros lares (aquí siempre los que hacen algo indebido vienen de otro lado), portaban cortas faldas, subían al segundo nivel y dejaban ver a los que miraban desde abajo, sin recato ni arrepentimiento, sus prendas encubiertas.

Era el Querétaro de otras décadas, de otros habitantes, de otras costumbres y otros apremios.

En él pensé, justamente y con un dejo de nostalgia, al descubrir la revolución causada por una mujer que, acaso de madrugada, se paseó por algunos de los rincones más significativos de la ciudad, apenas ataviada por una tanga y unas botas, mientras alguien la grababa desde un auto en marcha, para después subir las imágenes a las redes sociales. La revolución, sin embargo, tuvo apenas el dejo del escándalo, y más bien se caracterizó por un sabor a diversión, relajo y burla, recordándonos que esta ciudad, para bien o para mal, ya no es la misma.

Las imágenes pronto se hicieron noticia, y hasta el responsable de la policía local tuvo que responder, banqueteramente y al bote pronto, sobre el hecho y sus implicaciones jurídicas. Que la señorita ya está ubicada y hasta vigilada, dijo, y que los guardianes del orden estarían muy atentos a sus acciones, pues de descubrirla in fraganti realizando la desinhibida tarea de pasear su anatomía por las noches queretanas, sería detenida y sujeta a un procedimiento administrativo. Para ello, imagino a los policías con alguna manta en la cajuela de la patrulla, dispuestos a utilizarla de inmediato, a la par de las esposas y el tolete, para ocultar el cuerpo del delito.


Sufrieron mucho, según parece, las recatadas monjas de La Asunción con aquel capítulo ignominioso de su colegio queretano.

Eran tiempos en los que el Acueducto de la virreinal ciudad no tenía estorbos para su vista, unas cuantas casas se vislumbraban en la entonces extrema colonia Jardines, y creo que hasta el señor Urquiza aún criaba vacas suizas en la ex hacienda de Carretas. A unos cuantos metros pasaban, raudos, los coches y camiones que bordeaban por el libramiento la capital queretana, rumbo a San Luis Potosí, y alrededor de las instalaciones de aquella exclusiva escuela para niñas y señoritas sólo dominaba el cerro adornado de huizaches.

Dícese que un día, y luego otros más, se apareció un sujeto apenas atrás de la malla ciclónica que separaba el despoblado de los patios donde las alumnas gozaban del recreo, entre clase y clase. Y aunque nunca se supo sus características físicas, reservadas para las consecuentes investigaciones policiales, lo que sí se divulgó es que el individuo en cuestión tomaba de las solapas un abrigo que portaba, para abrirlo y descubrir, sin rubor alguno y a la vista de las muchachas, su más elemental anatomía, provocando un estallido de gritos y un corredero de alumnas, que sólo se callaba y detenía cuando la Superiora alzaba la voz apelando a la calma.

Dicen también, las que aquellos episodios vivieron, que el individuo en cuestión aderezaba su actuación cubriéndose cabeza y cara con los calzones que previamente había retirado de su sitio habitual.

Nunca se supo, o al menos jamás se informó, si el degenerado fue finalmente descubierto y puesto a buen recaudo en los separos de la entonces céntrica Procuraduría, aunque supongo que, avisado por el escándalo y la ausencia de las jovencitas en los patios, atrincheradas en los salones, mientras las más avezadas echaban un vistazo por las ventanas, acabó por renunciar a su diversión y fue a mostrar a otro lado sus miserias.

No demasiado tiempo después, en las instalaciones de los muy nuevos edificios del Tecnológico de Monterrey en Querétaro, algún consejero influyente mostró su inconformidad con las autoridades de ese prestigiado sistema educativo, porque las jóvenes estudiantes venidas de otros lares (aquí siempre los que hacen algo indebido vienen de otro lado), portaban cortas faldas, subían al segundo nivel y dejaban ver a los que miraban desde abajo, sin recato ni arrepentimiento, sus prendas encubiertas.

Era el Querétaro de otras décadas, de otros habitantes, de otras costumbres y otros apremios.

En él pensé, justamente y con un dejo de nostalgia, al descubrir la revolución causada por una mujer que, acaso de madrugada, se paseó por algunos de los rincones más significativos de la ciudad, apenas ataviada por una tanga y unas botas, mientras alguien la grababa desde un auto en marcha, para después subir las imágenes a las redes sociales. La revolución, sin embargo, tuvo apenas el dejo del escándalo, y más bien se caracterizó por un sabor a diversión, relajo y burla, recordándonos que esta ciudad, para bien o para mal, ya no es la misma.

Las imágenes pronto se hicieron noticia, y hasta el responsable de la policía local tuvo que responder, banqueteramente y al bote pronto, sobre el hecho y sus implicaciones jurídicas. Que la señorita ya está ubicada y hasta vigilada, dijo, y que los guardianes del orden estarían muy atentos a sus acciones, pues de descubrirla in fraganti realizando la desinhibida tarea de pasear su anatomía por las noches queretanas, sería detenida y sujeta a un procedimiento administrativo. Para ello, imagino a los policías con alguna manta en la cajuela de la patrulla, dispuestos a utilizarla de inmediato, a la par de las esposas y el tolete, para ocultar el cuerpo del delito.