/ domingo 9 de diciembre de 2018

Aquí Querétaro

Lo recuerdo como si hubiese sido ayer; con esa vitalidad que da la juventud y ese temperamento que viene adosado al carácter. Puedo decir que conocí bien a Horacio en aquellos tiempos en que nos forjábamos una profesión, tanto que compartí con él muchos momentos y grabé en la memoria unas cuantas de esas anécdotas que le dan sabor a la vida.

Era la segunda mitad de los setentas en una Universidad mucho más pequeña y en una Escuela, la de Derecho, que aún no se convertía en Facultad. Ahí, en el histórico Cerro de las Campanas, con maestros que envidiaría cualquier abogado de hoy: Antonio Pérez Alcocer, Fernando Díaz Ramírez, José Guadalupe Ramírez Álvarez, José Arana Morán, Juan Francisco Durán, Carlos García Michaus, Jorge García Ramírez…

Horacio era el más joven de la generación. Delgado, de larga cabellera negra y bigotito; de brillante intelecto y disposición al aprendizaje. Era abogado por vocación, y por ello, sin ser un prodigio en los estudios, abrevaba del conocimiento de nuestros mentores con solidez y consistencia.

Por entonces nos hicimos muy amigos, tanto como para acompañarlo en algún trance muy personal, como para compartir con él muchas pláticas y experiencias en la agencia del Ministerio Público de la que fue titular, aún sin haberse graduado. Ahí, en Zaragoza y Ezequiel Montes, donde también se encontraba la morgue, pasé muchas horas viviendo de cerca experiencias de vida, y de muerte, inolvidables.

De las muchas anécdotas que puedo contar de mi amistad con Horacio rescato apenas dos; una por curiosa y la otra porque habla bien del carácter de mí entonces compañero de estudios:

Una tarde llegué, como tantas, hasta la agencia, pero esta vez encontré a un Horacio excesivamente preocupado, y quién, al verme, sonrió, encontrando en mí la solución, nada ortodoxa, a su problema. El chofer había salido con la camioneta de la morgue a algún asunto y no llegaba (hay que recordar que no existían los teléfonos celulares), y corrían ya largos minutos desde el aviso del atropellamiento fatal de una persona en una avenida del oriente de la ciudad, así que yo y mi camionetita Datsun pick up le caían del cielo. Y ahí nos tienen, con dos policías sentados en la caja de mi vehículo, recogiendo el cadáver y llevándolo hasta las instalaciones del Ministerio Público, sorteando altos en los semáforos, para no llamar demasiado la atención.

Una tarde del verano de 1979, un buen grupo de compañeros del incipiente quinto año nos reunimos en los prados aledaños a nuestra escuela para abordar un tema que inquietaba a algunos: Uno de nuestros profesores había mostrado indicios claros, quién sabe por qué razones, de animadversión a uno de nuestros compañeros, lo que representaba una firme posibilidad de que actuara tendenciosamente con él de cara a los futuros exámenes. Liderados por Horacio, el grupo acordó que no tomaría la materia correspondiente con ese maestro, y había que decírselo, pues ya nos esperaba en el salón de clases.

Casi por aclamación, resolvimos ir a decirle a la cara que no lo queríamos como maestro en ese curso y a exponerle las razones de nuestra decisión. Horacio se arrancó por delante y yo lo seguí. Cuando alcanzamos la parte alta de la escalera, rumbo al salón de clase, volví el rostro para ver quienes venían… Nadie. Por un momento dudé, pero Horacio seguía su paso sin vacilar y sin mirar atrás. Más por amistad que por convicción, más por solidaridad que por seguridad, lo seguí hasta estar frente al maestro del conflicto. Ahí fue Horacio quien habló, como lo haría días más tarde ante el mismísimo rector, cuando nos citó para tratar de enmendar el asunto; lo hizo tan convincentemente que, al profesor, como al rector más tarde, no le quedó más respuesta que el “está bien”.

Así de seguro, valiente y directo era Horacio, al que, pese a la amistad fraguada, no volví a ver desde que nos graduamos, hace ya cerca de cuarenta años; ni siquiera en alguna de las reuniones generacionales a las que él vino desde la Ciudad de México, donde residía, y a las que yo, pese a estar tan cerca, no asistí.

Especialista en Derecho Penal, apenas supe de él por alguna noticia que hablaba de su trabajo de defensa a algún exgobernador, y no es sino hasta ahora, cuando, también por las noticias, descubro que fue defensor de Florence Cassez y de algunos personajes que irremediablemente convertían a su trabajo en una actividad de altísimo riesgo.

El lunes pasado lo asesinaron en una avenida de la capital del país. Hoy lo traigo a la memoria con el afecto y la añoranza de esos tiempos idos en los que fuimos compañeros, como un pequeño homenaje a la amistad, como una reflexión de lo frágil y veleidosa que la vida puede ser.

Lo recuerdo como si hubiese sido ayer; con esa vitalidad que da la juventud y ese temperamento que viene adosado al carácter. Puedo decir que conocí bien a Horacio en aquellos tiempos en que nos forjábamos una profesión, tanto que compartí con él muchos momentos y grabé en la memoria unas cuantas de esas anécdotas que le dan sabor a la vida.

Era la segunda mitad de los setentas en una Universidad mucho más pequeña y en una Escuela, la de Derecho, que aún no se convertía en Facultad. Ahí, en el histórico Cerro de las Campanas, con maestros que envidiaría cualquier abogado de hoy: Antonio Pérez Alcocer, Fernando Díaz Ramírez, José Guadalupe Ramírez Álvarez, José Arana Morán, Juan Francisco Durán, Carlos García Michaus, Jorge García Ramírez…

Horacio era el más joven de la generación. Delgado, de larga cabellera negra y bigotito; de brillante intelecto y disposición al aprendizaje. Era abogado por vocación, y por ello, sin ser un prodigio en los estudios, abrevaba del conocimiento de nuestros mentores con solidez y consistencia.

Por entonces nos hicimos muy amigos, tanto como para acompañarlo en algún trance muy personal, como para compartir con él muchas pláticas y experiencias en la agencia del Ministerio Público de la que fue titular, aún sin haberse graduado. Ahí, en Zaragoza y Ezequiel Montes, donde también se encontraba la morgue, pasé muchas horas viviendo de cerca experiencias de vida, y de muerte, inolvidables.

De las muchas anécdotas que puedo contar de mi amistad con Horacio rescato apenas dos; una por curiosa y la otra porque habla bien del carácter de mí entonces compañero de estudios:

Una tarde llegué, como tantas, hasta la agencia, pero esta vez encontré a un Horacio excesivamente preocupado, y quién, al verme, sonrió, encontrando en mí la solución, nada ortodoxa, a su problema. El chofer había salido con la camioneta de la morgue a algún asunto y no llegaba (hay que recordar que no existían los teléfonos celulares), y corrían ya largos minutos desde el aviso del atropellamiento fatal de una persona en una avenida del oriente de la ciudad, así que yo y mi camionetita Datsun pick up le caían del cielo. Y ahí nos tienen, con dos policías sentados en la caja de mi vehículo, recogiendo el cadáver y llevándolo hasta las instalaciones del Ministerio Público, sorteando altos en los semáforos, para no llamar demasiado la atención.

Una tarde del verano de 1979, un buen grupo de compañeros del incipiente quinto año nos reunimos en los prados aledaños a nuestra escuela para abordar un tema que inquietaba a algunos: Uno de nuestros profesores había mostrado indicios claros, quién sabe por qué razones, de animadversión a uno de nuestros compañeros, lo que representaba una firme posibilidad de que actuara tendenciosamente con él de cara a los futuros exámenes. Liderados por Horacio, el grupo acordó que no tomaría la materia correspondiente con ese maestro, y había que decírselo, pues ya nos esperaba en el salón de clases.

Casi por aclamación, resolvimos ir a decirle a la cara que no lo queríamos como maestro en ese curso y a exponerle las razones de nuestra decisión. Horacio se arrancó por delante y yo lo seguí. Cuando alcanzamos la parte alta de la escalera, rumbo al salón de clase, volví el rostro para ver quienes venían… Nadie. Por un momento dudé, pero Horacio seguía su paso sin vacilar y sin mirar atrás. Más por amistad que por convicción, más por solidaridad que por seguridad, lo seguí hasta estar frente al maestro del conflicto. Ahí fue Horacio quien habló, como lo haría días más tarde ante el mismísimo rector, cuando nos citó para tratar de enmendar el asunto; lo hizo tan convincentemente que, al profesor, como al rector más tarde, no le quedó más respuesta que el “está bien”.

Así de seguro, valiente y directo era Horacio, al que, pese a la amistad fraguada, no volví a ver desde que nos graduamos, hace ya cerca de cuarenta años; ni siquiera en alguna de las reuniones generacionales a las que él vino desde la Ciudad de México, donde residía, y a las que yo, pese a estar tan cerca, no asistí.

Especialista en Derecho Penal, apenas supe de él por alguna noticia que hablaba de su trabajo de defensa a algún exgobernador, y no es sino hasta ahora, cuando, también por las noticias, descubro que fue defensor de Florence Cassez y de algunos personajes que irremediablemente convertían a su trabajo en una actividad de altísimo riesgo.

El lunes pasado lo asesinaron en una avenida de la capital del país. Hoy lo traigo a la memoria con el afecto y la añoranza de esos tiempos idos en los que fuimos compañeros, como un pequeño homenaje a la amistad, como una reflexión de lo frágil y veleidosa que la vida puede ser.