/ domingo 30 de diciembre de 2018

Aquí Querétaro

En el mundo del toro le llaman “cornada de espejo”. Se trata de esa herida que los toreros pueden sufrir por las astas de un toro y que tiene como consecuencia una cicatriz en alguna parte visible del rosto; una que, necesariamente, se ve cada vez que el diestro se mira en el espejo.

Y todos, de alguna manera y aún sin ser toreros, sufrimos de esa experiencia, mirándonos cada noche, o cada mañana, en el espejo, redescubriendo las cicatrices de la vida, cornadas traducidas en una arruga más, en tres canas adicionales, o sobre todo, en el mirar apresado por el tiempo, la angustia o la desesperanza.

Frente al espejo, si uno trata de ser observador y no darle la vuelta a lo inocultable, podemos vernos, diariamente, con esa carga de nostalgias apresadas, de sinsabores hechos surco, de años vividos, de ilusiones truncas, de horas desaprovechadas. Nos vemos con el rostro rebosante de “cornadas de espejo”.

Aunque, claro está, también hay cornadas ganadas a ley, que más que un motivo de tristeza, representan una experiencia de vida; arrugas y canas obtenidas con la inmejorable oportunidad de lidiar con eficacia al toro de la vida.

Pensaba en ello la otra mañana, justo antes de la afeitada cotidiana, instantes previos a colocar la blanca espuma sobre ese rostro transfigurado por el tiempo. Por un momento imaginé el otro rostro mío, ese que era el mismo antes de las cornadas, aquel de la sonrisa del niño con la ilusión a cuestas. Con la comparación descubrí, sí, muchas canas más, el despoblado de las cejas, las arrugas que se empeñan en hacerse presentes, pero sobre todo, me fijé en esa que puede ser la inquietante herida que apaga la luz de los ojos.

Porque las cornadas de espejo son solo constancias de las batallas de la vida, pero la luz de los ojos en su sentido, su razón.

Descubrir entre tantas canas, tangas bolsas de grasa, tanta arruga que surca la piel, la mirada del niño que fuimos es el mejor regalo que el espejo puede darnos todos los días, y el notar su ausencia, su pérdida, el mayor de los fracasos.

No sé por qué le hablo hoy del espejo y sus cornadas, estimado lector. Acaso será porque se acaba el año, la vida pasa sin pausa, y el espejo está ahí para recordárnoslo con tenacidad. Será porque no se necesita ser torero para acumular “cornadas de espejo”.

En el mundo del toro le llaman “cornada de espejo”. Se trata de esa herida que los toreros pueden sufrir por las astas de un toro y que tiene como consecuencia una cicatriz en alguna parte visible del rosto; una que, necesariamente, se ve cada vez que el diestro se mira en el espejo.

Y todos, de alguna manera y aún sin ser toreros, sufrimos de esa experiencia, mirándonos cada noche, o cada mañana, en el espejo, redescubriendo las cicatrices de la vida, cornadas traducidas en una arruga más, en tres canas adicionales, o sobre todo, en el mirar apresado por el tiempo, la angustia o la desesperanza.

Frente al espejo, si uno trata de ser observador y no darle la vuelta a lo inocultable, podemos vernos, diariamente, con esa carga de nostalgias apresadas, de sinsabores hechos surco, de años vividos, de ilusiones truncas, de horas desaprovechadas. Nos vemos con el rostro rebosante de “cornadas de espejo”.

Aunque, claro está, también hay cornadas ganadas a ley, que más que un motivo de tristeza, representan una experiencia de vida; arrugas y canas obtenidas con la inmejorable oportunidad de lidiar con eficacia al toro de la vida.

Pensaba en ello la otra mañana, justo antes de la afeitada cotidiana, instantes previos a colocar la blanca espuma sobre ese rostro transfigurado por el tiempo. Por un momento imaginé el otro rostro mío, ese que era el mismo antes de las cornadas, aquel de la sonrisa del niño con la ilusión a cuestas. Con la comparación descubrí, sí, muchas canas más, el despoblado de las cejas, las arrugas que se empeñan en hacerse presentes, pero sobre todo, me fijé en esa que puede ser la inquietante herida que apaga la luz de los ojos.

Porque las cornadas de espejo son solo constancias de las batallas de la vida, pero la luz de los ojos en su sentido, su razón.

Descubrir entre tantas canas, tangas bolsas de grasa, tanta arruga que surca la piel, la mirada del niño que fuimos es el mejor regalo que el espejo puede darnos todos los días, y el notar su ausencia, su pérdida, el mayor de los fracasos.

No sé por qué le hablo hoy del espejo y sus cornadas, estimado lector. Acaso será porque se acaba el año, la vida pasa sin pausa, y el espejo está ahí para recordárnoslo con tenacidad. Será porque no se necesita ser torero para acumular “cornadas de espejo”.