/ domingo 6 de enero de 2019

Aquí Querétaro

Como reflexionaba Edgar Allan Poe, quizá la locura no sea otra cosa que lo sublime de la inteligencia.

La locura, o eso a lo que la mayoría llama locura, se presentó ante mí muy pronto, mirando al hermano del profesor Vicente, en los alrededores de mi casa de niño, caminando sin cesar, contando los pasos insistentemente, andando y desandando, sin descanso, el mismo camino, con la mirada perdida y una mejor vida en la cabeza.

Aquel personaje de mi barrio, que se me quedaría en la memoria para siempre, fue apenas el primero de muchos otros, más cercanos o más distantes, que me he topado, como cualquier queretano, en las calles de esta virreinal ciudad.

Decía el eminente arquitecto Francisco Eduardo Tresguerras, que acaso por ser celayense llevaba en sus comentarios el toque de rivalidad que caracteriza a los vecinos, que algo contenía el agua de Querétaro para propiciar la locura. Lo aseguraba, al tiempo que diseñaba la bella fuente de Neptuno, a consecuencia de esos personajes que, por las calles, entonces aún no adoquinadas, deambulaban, mostrando públicamente su disparidad mental con las mayorías.

En Querétaro, no nos alcanzarían los dedos de las manos para contar a los locos, o a los que llaman locos, que le han dado esa chispa de color a nuestros días. Desde la bonhomía y tranquilidad de “Flint”, hasta la agresividad aparente de aquella señora que, saliendo de su casa de Río de la Loza en bata, sorprendía a los incautos con un grito que clamaba por cigarros. Desde la mujerona que pescaba por salva sea la parte a los distraídos jóvenes que visitaban el centro, hasta la docilidad de la ancianita de larga cabellera blanquísima que en una esquina esperaba el paso de los transeúntes para lanzarles un susurro.

De entre esos entrañables locos queretanos que recuerdo, viene a mi memoria el de aquel hombre que, todos los días, se instalaba con sus gastados ropajes en Zaragoza, casi esquina con Nicolás Campa, y se convertía en una estatua viviente, mucho antes de que esta práctica se volviera disciplina y entretenimiento para turistas.

“Marlon Brando la hizo de mi general Zapata, pero mi general Zapata nunca la hizo de Marlon Brandon”, gritaba contundente, por su parte, Felipe, patinando sin descanso por las calles del Centro Histórico, boleando a cambio de unos pesos, persiguiendo monjitas con insultos, o sosteniendo, a gritos y frente al mismísimo Palacio de Gobierno, que el inmueble estaba lleno de ratas y había que exterminarlas.

Mirando a los de hoy y recordando a los de antaño, pienso que Lewis Carroll efectivamente tenía razón cuando en su legendaria “Alicia en el País de las Maravillas” aseguraba aquello de que “la locura es el estado en que la felicidad deja de ser inalcanzable”.

Desde aquel “loco” Retana, que traía los papeles que comprobaban su internación en el siquiátrico con los que sostenía la veracidad de su locura, hasta el integrante del servicio secreto que marcha y recibe instrucciones, Querétaro siempre ha tenido a estos protagonistas de sus calles y su vida diaria, como si se tratara de un aderezo para darle sabor a la gris cotidianidad, porque como también sabiamente decía Einstein, “locura es hacer la misma cosa una y otra vez”.

Quizá sea el agua, como sostenía Tresguerras, o tal vez es algo que necesariamente se da en todos sitios, pero los locos de Querétaro siempre moverán a la nostalgia y nos estimularán la pertenencia.

Como reflexionaba Edgar Allan Poe, quizá la locura no sea otra cosa que lo sublime de la inteligencia.

La locura, o eso a lo que la mayoría llama locura, se presentó ante mí muy pronto, mirando al hermano del profesor Vicente, en los alrededores de mi casa de niño, caminando sin cesar, contando los pasos insistentemente, andando y desandando, sin descanso, el mismo camino, con la mirada perdida y una mejor vida en la cabeza.

Aquel personaje de mi barrio, que se me quedaría en la memoria para siempre, fue apenas el primero de muchos otros, más cercanos o más distantes, que me he topado, como cualquier queretano, en las calles de esta virreinal ciudad.

Decía el eminente arquitecto Francisco Eduardo Tresguerras, que acaso por ser celayense llevaba en sus comentarios el toque de rivalidad que caracteriza a los vecinos, que algo contenía el agua de Querétaro para propiciar la locura. Lo aseguraba, al tiempo que diseñaba la bella fuente de Neptuno, a consecuencia de esos personajes que, por las calles, entonces aún no adoquinadas, deambulaban, mostrando públicamente su disparidad mental con las mayorías.

En Querétaro, no nos alcanzarían los dedos de las manos para contar a los locos, o a los que llaman locos, que le han dado esa chispa de color a nuestros días. Desde la bonhomía y tranquilidad de “Flint”, hasta la agresividad aparente de aquella señora que, saliendo de su casa de Río de la Loza en bata, sorprendía a los incautos con un grito que clamaba por cigarros. Desde la mujerona que pescaba por salva sea la parte a los distraídos jóvenes que visitaban el centro, hasta la docilidad de la ancianita de larga cabellera blanquísima que en una esquina esperaba el paso de los transeúntes para lanzarles un susurro.

De entre esos entrañables locos queretanos que recuerdo, viene a mi memoria el de aquel hombre que, todos los días, se instalaba con sus gastados ropajes en Zaragoza, casi esquina con Nicolás Campa, y se convertía en una estatua viviente, mucho antes de que esta práctica se volviera disciplina y entretenimiento para turistas.

“Marlon Brando la hizo de mi general Zapata, pero mi general Zapata nunca la hizo de Marlon Brandon”, gritaba contundente, por su parte, Felipe, patinando sin descanso por las calles del Centro Histórico, boleando a cambio de unos pesos, persiguiendo monjitas con insultos, o sosteniendo, a gritos y frente al mismísimo Palacio de Gobierno, que el inmueble estaba lleno de ratas y había que exterminarlas.

Mirando a los de hoy y recordando a los de antaño, pienso que Lewis Carroll efectivamente tenía razón cuando en su legendaria “Alicia en el País de las Maravillas” aseguraba aquello de que “la locura es el estado en que la felicidad deja de ser inalcanzable”.

Desde aquel “loco” Retana, que traía los papeles que comprobaban su internación en el siquiátrico con los que sostenía la veracidad de su locura, hasta el integrante del servicio secreto que marcha y recibe instrucciones, Querétaro siempre ha tenido a estos protagonistas de sus calles y su vida diaria, como si se tratara de un aderezo para darle sabor a la gris cotidianidad, porque como también sabiamente decía Einstein, “locura es hacer la misma cosa una y otra vez”.

Quizá sea el agua, como sostenía Tresguerras, o tal vez es algo que necesariamente se da en todos sitios, pero los locos de Querétaro siempre moverán a la nostalgia y nos estimularán la pertenencia.