/ domingo 10 de marzo de 2019

Aquí Querétaro

Son los mercados el alma de las poblaciones. Ahí, en sus pasillos y sus puestos, entre los productos que ofrecen y los pregones de los vendedores, se aquilata la idiosincrasia del pueblo; es ahí donde se descubre, desde siempre, nuestro verdadero color, sabor y olor.

Hay viajeros sabios que suelen siempre visitar los mercados de los lugares que visitan, ya sea para comer, para comprar algo, o simplemente para admirar las muchas y cotidianas sorpresas que esos espacios públicos proporcionan sin recato.

Hoy que la vida cómoda, que la mercadotecnia y la invasión de costumbres de fuera, nos han llevado a los supermercados, las tiendas de conveniencia y los amplios y pequeños centros comerciales; hoy que los mercados se han vuelto lugares a los que las clases pudientes, y no tanto, no suelen asistir, vale la pena recapacitar en su enorme valía, no solamente comercial, sino cultural.

De los viejos mercados queretanos guardo recuerdos entrañables del viejo espacio bautizado como Pedro Escobedo, en la antigua Plaza de los Escombros, hoy de la Constitución; del nuevo y rebautizado Mariano Escobedo, donde la explanada acabó siendo consumida por los puestos fijos; del antiguo de La Cruz, en la Plaza de los Fundadores y sus alrededores; y también del Miguel Hidalgo, siempre pulcro y organizado. Mercados todos que, mientras sobreviven, nos hablan de lo que somos y donde pareciera que el tiempo se detiene para siempre.

Del de La Cruz recuerdo aquella impresión que me causaban sus carnicerías prácticamente en plena calle; del desaparecido Escobedo, aquel interior con pasillo en redondo donde un día me perdí en pos de un globero; del Hidalgo, su bella fuente interior, tan semejante a la muy famosa que se descubre en las calles de Bruselas.

Pero los recuerdos más acusados y abundantes son el nuevo Escobedo. De ahí parece que aún degusto las carnitas de los puestos frontales, o las calientitas tortillas que las marchantas vendían, por número y no por peso, a las entradas. De ahí parece que aún veo la pollería del señor Coronel, las sombrererías con su peculiar olor, las carnicerías del fondo y hasta las marisquerías con su barra para sentarse a comer. Recuerdo también su tradicional kiosco de periódicos, sus locales de ropa y de flores, los de hierbas medicinales y las siempre atractivas de artículos deportivos por el exterior.

Todo ello vino a mi memoria, con una claridad evidente, pese a los muchos años que han transcurrido desde esas vivencias, gracias al anuncio de que otro mercado, el del Tepetate, ha reabierto sus puertas, tras siete meses de un incendio que dio al traste con sus instalaciones.

Siempre será una buena noticia que un mercado popular se fortalezca, se mantenga vivo, o como es el caso, se levante nuevamente desde sus cenizas para mostrar que aún tiene mucha vida por delante.

Usted estimado lector, ¿cuánto tiempo hace que no visita un mercado popular? Cotidianamente, o de vez en vez, uno debería de hacerlo, no sólo para adquirir artículos al mejor de los precios, sino para recordar lo que somos como pueblo, mientras olemos, miramos, escuchamos y paladeamos la vida que los mercados nos prodigan. Esa vida que nos identificará siempre.

Son los mercados el alma de las poblaciones. Ahí, en sus pasillos y sus puestos, entre los productos que ofrecen y los pregones de los vendedores, se aquilata la idiosincrasia del pueblo; es ahí donde se descubre, desde siempre, nuestro verdadero color, sabor y olor.

Hay viajeros sabios que suelen siempre visitar los mercados de los lugares que visitan, ya sea para comer, para comprar algo, o simplemente para admirar las muchas y cotidianas sorpresas que esos espacios públicos proporcionan sin recato.

Hoy que la vida cómoda, que la mercadotecnia y la invasión de costumbres de fuera, nos han llevado a los supermercados, las tiendas de conveniencia y los amplios y pequeños centros comerciales; hoy que los mercados se han vuelto lugares a los que las clases pudientes, y no tanto, no suelen asistir, vale la pena recapacitar en su enorme valía, no solamente comercial, sino cultural.

De los viejos mercados queretanos guardo recuerdos entrañables del viejo espacio bautizado como Pedro Escobedo, en la antigua Plaza de los Escombros, hoy de la Constitución; del nuevo y rebautizado Mariano Escobedo, donde la explanada acabó siendo consumida por los puestos fijos; del antiguo de La Cruz, en la Plaza de los Fundadores y sus alrededores; y también del Miguel Hidalgo, siempre pulcro y organizado. Mercados todos que, mientras sobreviven, nos hablan de lo que somos y donde pareciera que el tiempo se detiene para siempre.

Del de La Cruz recuerdo aquella impresión que me causaban sus carnicerías prácticamente en plena calle; del desaparecido Escobedo, aquel interior con pasillo en redondo donde un día me perdí en pos de un globero; del Hidalgo, su bella fuente interior, tan semejante a la muy famosa que se descubre en las calles de Bruselas.

Pero los recuerdos más acusados y abundantes son el nuevo Escobedo. De ahí parece que aún degusto las carnitas de los puestos frontales, o las calientitas tortillas que las marchantas vendían, por número y no por peso, a las entradas. De ahí parece que aún veo la pollería del señor Coronel, las sombrererías con su peculiar olor, las carnicerías del fondo y hasta las marisquerías con su barra para sentarse a comer. Recuerdo también su tradicional kiosco de periódicos, sus locales de ropa y de flores, los de hierbas medicinales y las siempre atractivas de artículos deportivos por el exterior.

Todo ello vino a mi memoria, con una claridad evidente, pese a los muchos años que han transcurrido desde esas vivencias, gracias al anuncio de que otro mercado, el del Tepetate, ha reabierto sus puertas, tras siete meses de un incendio que dio al traste con sus instalaciones.

Siempre será una buena noticia que un mercado popular se fortalezca, se mantenga vivo, o como es el caso, se levante nuevamente desde sus cenizas para mostrar que aún tiene mucha vida por delante.

Usted estimado lector, ¿cuánto tiempo hace que no visita un mercado popular? Cotidianamente, o de vez en vez, uno debería de hacerlo, no sólo para adquirir artículos al mejor de los precios, sino para recordar lo que somos como pueblo, mientras olemos, miramos, escuchamos y paladeamos la vida que los mercados nos prodigan. Esa vida que nos identificará siempre.