/ domingo 7 de abril de 2019

Aquí Querétaro

Aseguran que el dicho popular reza “para lenguas y campanas, las queretanas”, y como todo dicho popular, debe tener sustento y razón. Aunque, en honor a la verdad, lo de las campanas, y sobre todo, lo de las lenguas, no es limitativo de las queretanas. Como bien decía don Miguel de Cervantes en sus “Habladores”: “El que tiene lengua a Roma va”.

Hace algunos años, cuando Querétaro no era la ciudad cosmopolita que hoy es, y los queretanos de aquí dominaban el ambiente, nuestra ciudad padecía esa máxima de otro dicho popular: “Pueblo chico, infierno grande”, y de boca en boca, sin necesidad de que algo apareciera en los periódicos (o en el periódico, porque sólo fue uno, éste, por muchos años) los acontecimientos se magnificaban y las honras y prestigios se demolían.

Quizá acostumbrados como estábamos a las leyendas, lo mismo de túneles que atravesaban la ciudad, que ojos imperiales que eran vendidos al mejor postor, los queretanos gustábamos de crear, y acrecentar, inventos. Ejemplos apenas pueden ser los del vampiro chino, el “Chupacabras”, el amor conventual de algún marqués, o la monja que abandona su cuadro para recorrer calles cercanas.

Así, en la primera mitad de los setentas, a alguien se le ocurrió que en los enormes contenedores donde se almacenaba el popular refresco Coca Cola, había caído un infortunado trabajador, acontecimiento que los empresarios del producto habían tratado de ocultar. Huelga decir que, para desasosiego de don Roberto Ruiz y sus hijos, propietarios de la planta y la distribución de la famosa bebida, las ventas de Coca Cola descendieron notablemente en aquellos días.

Hoy esta proclividad queretana a la lengua, a los dimes y diretes, se ha visto necesariamente opacada por el crecimiento desbordante de la ciudad, y ya es difícil que alguien solicite la residencia y el árbol genealógico queretano para, por ejemplo, rentar un inmueble, cosa que, aunque parezca increíble, sí era un requisito tácito en cualquier transacción de esta naturaleza hace algunas décadas.

El número de llegados de fuera ha sido tan abrumadoramente contundente, que a los queretanos de antaño casi solamente nos quedan los recuerdos nostálgicos y uno que otro resquicio citadino, entre los que cada vez menos se cuentan La Mariposa o el Club Campestre, pues a la primera ya llegan chilangos dispuestos a degustar preparados de fresa, y en el segundo ya hay hasta socios coreanos.

Además, vivimos en tiempos de las redes sociales, y hoy los chismes, los inventos y el destrozo de prestigios se pueden dar en apenas unas horas, tecleando a la sombra del anonimato cualquier mentira, por increíble que parezca, a semejanza de aquellas lenguas queretanas de otrora.

Son las redes de hoy esos salones de altos techos y muros gruesos de ayer; son la lengua viperina que, en tiempos idos, lanzaba la piedra con una sonrisa en el rostro. Hoy, mediante un mensaje de Facebook, de Twitter o de WhatsApp, se podría hacer creer, al menos por unas horas, que un trabajador cayó en el contenedor de la fábrica de cocas y sabe Dios que parte de su cuerpo nos estamos tragando en este mismo momento.

Y es que “para lenguas y campanas” no hay como las redes sociales.

Aseguran que el dicho popular reza “para lenguas y campanas, las queretanas”, y como todo dicho popular, debe tener sustento y razón. Aunque, en honor a la verdad, lo de las campanas, y sobre todo, lo de las lenguas, no es limitativo de las queretanas. Como bien decía don Miguel de Cervantes en sus “Habladores”: “El que tiene lengua a Roma va”.

Hace algunos años, cuando Querétaro no era la ciudad cosmopolita que hoy es, y los queretanos de aquí dominaban el ambiente, nuestra ciudad padecía esa máxima de otro dicho popular: “Pueblo chico, infierno grande”, y de boca en boca, sin necesidad de que algo apareciera en los periódicos (o en el periódico, porque sólo fue uno, éste, por muchos años) los acontecimientos se magnificaban y las honras y prestigios se demolían.

Quizá acostumbrados como estábamos a las leyendas, lo mismo de túneles que atravesaban la ciudad, que ojos imperiales que eran vendidos al mejor postor, los queretanos gustábamos de crear, y acrecentar, inventos. Ejemplos apenas pueden ser los del vampiro chino, el “Chupacabras”, el amor conventual de algún marqués, o la monja que abandona su cuadro para recorrer calles cercanas.

Así, en la primera mitad de los setentas, a alguien se le ocurrió que en los enormes contenedores donde se almacenaba el popular refresco Coca Cola, había caído un infortunado trabajador, acontecimiento que los empresarios del producto habían tratado de ocultar. Huelga decir que, para desasosiego de don Roberto Ruiz y sus hijos, propietarios de la planta y la distribución de la famosa bebida, las ventas de Coca Cola descendieron notablemente en aquellos días.

Hoy esta proclividad queretana a la lengua, a los dimes y diretes, se ha visto necesariamente opacada por el crecimiento desbordante de la ciudad, y ya es difícil que alguien solicite la residencia y el árbol genealógico queretano para, por ejemplo, rentar un inmueble, cosa que, aunque parezca increíble, sí era un requisito tácito en cualquier transacción de esta naturaleza hace algunas décadas.

El número de llegados de fuera ha sido tan abrumadoramente contundente, que a los queretanos de antaño casi solamente nos quedan los recuerdos nostálgicos y uno que otro resquicio citadino, entre los que cada vez menos se cuentan La Mariposa o el Club Campestre, pues a la primera ya llegan chilangos dispuestos a degustar preparados de fresa, y en el segundo ya hay hasta socios coreanos.

Además, vivimos en tiempos de las redes sociales, y hoy los chismes, los inventos y el destrozo de prestigios se pueden dar en apenas unas horas, tecleando a la sombra del anonimato cualquier mentira, por increíble que parezca, a semejanza de aquellas lenguas queretanas de otrora.

Son las redes de hoy esos salones de altos techos y muros gruesos de ayer; son la lengua viperina que, en tiempos idos, lanzaba la piedra con una sonrisa en el rostro. Hoy, mediante un mensaje de Facebook, de Twitter o de WhatsApp, se podría hacer creer, al menos por unas horas, que un trabajador cayó en el contenedor de la fábrica de cocas y sabe Dios que parte de su cuerpo nos estamos tragando en este mismo momento.

Y es que “para lenguas y campanas” no hay como las redes sociales.