/ domingo 12 de mayo de 2019

Aquí Querétaro

Las aguas se teñían de rojo intenso y seguían su curso hacia el poniente. Antes, mucho antes, esas mismas aguas se habían contaminado de ese jabón con el que se lavaba la ropa, aprovechando su paso y las piedras que lo adornaban.

Dicen los que de ello escribieron, que el Río Querétaro, nuestro Río Querétaro, era otra cosa. Quizá no siempre con suficiente agua que bajara de los cerros, pero con la posibilidad de utilizarlo, en tiempos de lluvia, con alguna frágil embarcación. Dicen, pero lo que los queretanos de mi generación vivimos fue siempre un río escaso de agua durante buena parte del año y sucio, que se desbordaba en puntos muy específicos cuando las nubes habían descargado suficiente líquido para alimentarlo.

A la altura del viejo molino de San Antonio, muy cerca del lugar que los estudiantes del Instituto Queretano habían bautizado como “Acapulquito”, y donde la mayor parte del año se podía cruzar “por las piedritas”, el Río Querétaro era utilizado para lavar la ropa por mujeres que hasta ahí llegaban de los barrios cercanos. Las señoras aprovechaban las piedras más lisas para tallar las prendas y dejaban que el blanco jabón se convirtiera en espuma y acompañara en su cauce a las escasas aguas.

Más adelante, tras las descargas del drenaje de buena parte de la ciudad, el viejo rastro hacía lo propio y descargaba sus desechos sobre el río, que se teñía de rojo, el rojo de la sangre de los animales recién sacrificados en condiciones que hoy escandalizarían a los llamados animalistas.

Y así corría el agua del río, entre sangre, jabón y desechos, hasta que se convertía en una especie de acequia, que una mala noche se desbordó a la altura de la granja de mi padre, allá por los rumbos de La Piedad, y puso en peligro a las gallinas que con tanto ahínco procuraba. Antes, a la altura de lo que hoy se llama Tecnológico, un gran hoyanco, donde antes fue tabiquera, se anegaba en tiempos de crecida, y luego, a lo largo del año, se iba secando mientras dejaba ver las sorpresas de su fondo.

En algún momento de su historia al río le pusieron unos “aireadores” que servían como fuentes decorativas, y en otro le plantaron buena cantidad de patos que graznaban sin pudor. No faltó tampoco el que considerara viable el entubarlo y evitar con ello las molestias que generaba.

Hoy el río, nuestro río, sigue estando sucio y contaminado; no sé si tanto como antaño. Pero hoy parece haber una iniciativa loable para su limpieza y regeneración, nacida de la sociedad civil y avalada por los gobiernos municipales de El Marqués y Querétaro. Fue le primero el que inició con una jornada de limpieza, desde el “Pan de Dulce” hasta el Socavón, en el que participaron 150 trabajadores municipales y algo así como 300 habitantes de diversas comunidades y barrios.

Luego, ya en la capital, las organizaciones “Habitantes del Río QRO” y “H2QRO” hicieron lo propio, y con apoyo municipal, retiraron maleza y basura desde el Puente Grande hasta las inmediaciones de la avenida 5 de Febrero. Con este motivo, la Secretaria de Obras Públicas del Municipio advirtió que también participarán en esta empresa las comisiones, estatal y federal, del agua, así como la Universidad Autónoma de Querétaro.

Un “dinamizador” de la asociación H2QRO señaló que la intención no se circunscribe a la limpieza del río, sino que el propósito es brindar a este espacio natural de las condiciones idóneas, restaurando el ecosistema, su flora y su fauna. Supongo que este propósito mira mucho más atrás de lo que mi generación apreció de su río.

Sí, ese río que se quedó en la memoria cuando se desbordaba a la altura de Ezequiel Montes; el que navegaba “El Ratón”, mi compañero de la primaria, en una cámara de llanta; el que cruzábamos “por las piedritas”; el que tapaba, en tiempos de crecida, al antiguo y auténtico Puente del Frijomil; el que fue sorteado por quién construyó los puentes Grande o El Colorado; el de los “aireadores” y los patos. Ese, el de siempre.

Las aguas se teñían de rojo intenso y seguían su curso hacia el poniente. Antes, mucho antes, esas mismas aguas se habían contaminado de ese jabón con el que se lavaba la ropa, aprovechando su paso y las piedras que lo adornaban.

Dicen los que de ello escribieron, que el Río Querétaro, nuestro Río Querétaro, era otra cosa. Quizá no siempre con suficiente agua que bajara de los cerros, pero con la posibilidad de utilizarlo, en tiempos de lluvia, con alguna frágil embarcación. Dicen, pero lo que los queretanos de mi generación vivimos fue siempre un río escaso de agua durante buena parte del año y sucio, que se desbordaba en puntos muy específicos cuando las nubes habían descargado suficiente líquido para alimentarlo.

A la altura del viejo molino de San Antonio, muy cerca del lugar que los estudiantes del Instituto Queretano habían bautizado como “Acapulquito”, y donde la mayor parte del año se podía cruzar “por las piedritas”, el Río Querétaro era utilizado para lavar la ropa por mujeres que hasta ahí llegaban de los barrios cercanos. Las señoras aprovechaban las piedras más lisas para tallar las prendas y dejaban que el blanco jabón se convirtiera en espuma y acompañara en su cauce a las escasas aguas.

Más adelante, tras las descargas del drenaje de buena parte de la ciudad, el viejo rastro hacía lo propio y descargaba sus desechos sobre el río, que se teñía de rojo, el rojo de la sangre de los animales recién sacrificados en condiciones que hoy escandalizarían a los llamados animalistas.

Y así corría el agua del río, entre sangre, jabón y desechos, hasta que se convertía en una especie de acequia, que una mala noche se desbordó a la altura de la granja de mi padre, allá por los rumbos de La Piedad, y puso en peligro a las gallinas que con tanto ahínco procuraba. Antes, a la altura de lo que hoy se llama Tecnológico, un gran hoyanco, donde antes fue tabiquera, se anegaba en tiempos de crecida, y luego, a lo largo del año, se iba secando mientras dejaba ver las sorpresas de su fondo.

En algún momento de su historia al río le pusieron unos “aireadores” que servían como fuentes decorativas, y en otro le plantaron buena cantidad de patos que graznaban sin pudor. No faltó tampoco el que considerara viable el entubarlo y evitar con ello las molestias que generaba.

Hoy el río, nuestro río, sigue estando sucio y contaminado; no sé si tanto como antaño. Pero hoy parece haber una iniciativa loable para su limpieza y regeneración, nacida de la sociedad civil y avalada por los gobiernos municipales de El Marqués y Querétaro. Fue le primero el que inició con una jornada de limpieza, desde el “Pan de Dulce” hasta el Socavón, en el que participaron 150 trabajadores municipales y algo así como 300 habitantes de diversas comunidades y barrios.

Luego, ya en la capital, las organizaciones “Habitantes del Río QRO” y “H2QRO” hicieron lo propio, y con apoyo municipal, retiraron maleza y basura desde el Puente Grande hasta las inmediaciones de la avenida 5 de Febrero. Con este motivo, la Secretaria de Obras Públicas del Municipio advirtió que también participarán en esta empresa las comisiones, estatal y federal, del agua, así como la Universidad Autónoma de Querétaro.

Un “dinamizador” de la asociación H2QRO señaló que la intención no se circunscribe a la limpieza del río, sino que el propósito es brindar a este espacio natural de las condiciones idóneas, restaurando el ecosistema, su flora y su fauna. Supongo que este propósito mira mucho más atrás de lo que mi generación apreció de su río.

Sí, ese río que se quedó en la memoria cuando se desbordaba a la altura de Ezequiel Montes; el que navegaba “El Ratón”, mi compañero de la primaria, en una cámara de llanta; el que cruzábamos “por las piedritas”; el que tapaba, en tiempos de crecida, al antiguo y auténtico Puente del Frijomil; el que fue sorteado por quién construyó los puentes Grande o El Colorado; el de los “aireadores” y los patos. Ese, el de siempre.