/ domingo 9 de junio de 2019

Aquí Querétaro

Sólo recuerdos nebulosos quedan de aquellos sitios de coches de alquiler que adornaban algunas esquinas de nuestro Centro Histórico, por entonces, prácticamente la ciudad toda. Recuerdos empolvados en algún rincón de la memoria que los más jóvenes catalogarán casi de increíbles.

En Corregidora y Madero, o en Allende y la misma Madero, por citar los que quizá recuerde con mayor precisión, la fila de dos o tres coches era acompañada de los pacientes choferes que esperaban el repiquetear del teléfono, instalado en un poste, solicitando un servicio. Eran los taxis de aquellos sesentas, de amplias formas, colores serios y láminas duras y poderosas.

Por eso digo que para las nuevas generaciones será difícil creer que aquello sucedía, cuando hoy un servicio de traslado está siempre, en cualquier momento y lugar, literalmente al alcance de la mano. Aquello de buscar un teléfono, marcar un número de pocos dígitos y esperar la contestación del chofer dispuesto a acudir a la cita, suena tan arcaico como lejano.

Luego vendrían, porque les resultaba más práctico, los taxis que, a pesar de tener una base, no paraban en ningún lado; antes bien, buscaban a sus clientes por las calles, interpretando prisas, agobios, necesidades de traslado y acercando su vehículo, regularmente Tsuru, al pie de usuario. A ratos abundaban, y en ocasiones, sobre todo cuando llovía, era imposible descubrirlos entre las encharcadas calles de la ciudad. Y con ellos siempre, o casi siempre, el mínimo regateo inicial antes de abordar el vehículo: “¿Cuánto me cobra por llevarme a…?”

Y también pasamos, en su momento, por el auge del radio taxi. La llamada telefónica tras la que contestaba una señorita que anunciaba, vía radio, a todos los taxistas de su central la solicitud, y así, el que estaba cerca, el que podía, o el que quería, asistía al auxilio de un cliente regularmente estrangulado por los tiempos y las prisas.

Pero ahora llegaron las aplicaciones. Basta unos cuantos apretones de tecla en el teléfono celular para contar con un vehículo en el lugar preciso en el que nos ubicamos, sin tener que dar la dirección, sino tan sólo el nombre. Un automóvil con placas que ya conocemos y con un chofer con nombre también advertido, que sabe de antemano a dónde vamos, como nosotros lo que nos costará el viaje. La comodidad y la practicidad, sobre todo para quien domina la tecnología, al alcance de todos.

No es para menos que los taxistas tradicionales estén preocupados por la brutal competencia que les representa Uber, Cabify o Avant. Estas compañías, utilizando a ciudadanos comunes con un auto en buen estado, acaparan el mercado de manera más contundente. Por eso las manifestaciones, los gritos y agresiones, los llamados de auxilio a las autoridades.

Lo que pasa es que los taxistas tradicionales parten de la premisa del ataque o la prohibición a los otros, y no del emprendimiento imaginativo; no buscan, al parecer, resultar más competitivos, sino eliminar por golpe de gremio a los que les están haciendo una sombra ya demasiado intensa. Competencia desleal le llaman en tiempos de vacas flacas, aquellos que gozaron tantas décadas de las bondades de Jauja (¿recuerdan cómo se cotizaban, en tiempos aparentemente idos, las “placas de taxi”, que incluso pagaban favores políticos?).

Tras la enorme manifestación suscitada en la capital del país, aquí en Querétaro los taxistas se acercaron también a la autoridad para exigir su intervención y evitar que las plataformas de servicio de traslado minen sus ingresos. Y la autoridad dijo que los vehículos de esas aplicaciones no podrían entrar ni a la Terminal de Autobuses ni al aeropuerto. Ante el anuncio surgen las preguntas: Si Uber o Cabify son empresas prohibidas, ¿por qué no se les impide trabajar? Y si están autorizadas, o toleradas, ¿cómo se les inhibe de acceder a dos espacios muy concretos sin violar sus derechos fundamentales?

Mientras nos asaltan esas dudas, yo sigo recordando, con dulzona nostalgia, aquellos sitios de carros de alquiler, con su teléfono colgado de un poste y sus llamadas esporádicas en una ciudad que, por sus dimensiones, no dependía demasiado de ellos.

Sólo recuerdos nebulosos quedan de aquellos sitios de coches de alquiler que adornaban algunas esquinas de nuestro Centro Histórico, por entonces, prácticamente la ciudad toda. Recuerdos empolvados en algún rincón de la memoria que los más jóvenes catalogarán casi de increíbles.

En Corregidora y Madero, o en Allende y la misma Madero, por citar los que quizá recuerde con mayor precisión, la fila de dos o tres coches era acompañada de los pacientes choferes que esperaban el repiquetear del teléfono, instalado en un poste, solicitando un servicio. Eran los taxis de aquellos sesentas, de amplias formas, colores serios y láminas duras y poderosas.

Por eso digo que para las nuevas generaciones será difícil creer que aquello sucedía, cuando hoy un servicio de traslado está siempre, en cualquier momento y lugar, literalmente al alcance de la mano. Aquello de buscar un teléfono, marcar un número de pocos dígitos y esperar la contestación del chofer dispuesto a acudir a la cita, suena tan arcaico como lejano.

Luego vendrían, porque les resultaba más práctico, los taxis que, a pesar de tener una base, no paraban en ningún lado; antes bien, buscaban a sus clientes por las calles, interpretando prisas, agobios, necesidades de traslado y acercando su vehículo, regularmente Tsuru, al pie de usuario. A ratos abundaban, y en ocasiones, sobre todo cuando llovía, era imposible descubrirlos entre las encharcadas calles de la ciudad. Y con ellos siempre, o casi siempre, el mínimo regateo inicial antes de abordar el vehículo: “¿Cuánto me cobra por llevarme a…?”

Y también pasamos, en su momento, por el auge del radio taxi. La llamada telefónica tras la que contestaba una señorita que anunciaba, vía radio, a todos los taxistas de su central la solicitud, y así, el que estaba cerca, el que podía, o el que quería, asistía al auxilio de un cliente regularmente estrangulado por los tiempos y las prisas.

Pero ahora llegaron las aplicaciones. Basta unos cuantos apretones de tecla en el teléfono celular para contar con un vehículo en el lugar preciso en el que nos ubicamos, sin tener que dar la dirección, sino tan sólo el nombre. Un automóvil con placas que ya conocemos y con un chofer con nombre también advertido, que sabe de antemano a dónde vamos, como nosotros lo que nos costará el viaje. La comodidad y la practicidad, sobre todo para quien domina la tecnología, al alcance de todos.

No es para menos que los taxistas tradicionales estén preocupados por la brutal competencia que les representa Uber, Cabify o Avant. Estas compañías, utilizando a ciudadanos comunes con un auto en buen estado, acaparan el mercado de manera más contundente. Por eso las manifestaciones, los gritos y agresiones, los llamados de auxilio a las autoridades.

Lo que pasa es que los taxistas tradicionales parten de la premisa del ataque o la prohibición a los otros, y no del emprendimiento imaginativo; no buscan, al parecer, resultar más competitivos, sino eliminar por golpe de gremio a los que les están haciendo una sombra ya demasiado intensa. Competencia desleal le llaman en tiempos de vacas flacas, aquellos que gozaron tantas décadas de las bondades de Jauja (¿recuerdan cómo se cotizaban, en tiempos aparentemente idos, las “placas de taxi”, que incluso pagaban favores políticos?).

Tras la enorme manifestación suscitada en la capital del país, aquí en Querétaro los taxistas se acercaron también a la autoridad para exigir su intervención y evitar que las plataformas de servicio de traslado minen sus ingresos. Y la autoridad dijo que los vehículos de esas aplicaciones no podrían entrar ni a la Terminal de Autobuses ni al aeropuerto. Ante el anuncio surgen las preguntas: Si Uber o Cabify son empresas prohibidas, ¿por qué no se les impide trabajar? Y si están autorizadas, o toleradas, ¿cómo se les inhibe de acceder a dos espacios muy concretos sin violar sus derechos fundamentales?

Mientras nos asaltan esas dudas, yo sigo recordando, con dulzona nostalgia, aquellos sitios de carros de alquiler, con su teléfono colgado de un poste y sus llamadas esporádicas en una ciudad que, por sus dimensiones, no dependía demasiado de ellos.