/ domingo 23 de junio de 2019

Aquí Querétaro

Se dice que la que fuera tercera ciudad del Virreinato, en cuanto a su importancia social y económica, inició un largo camino de abandono, de desdén, por parte de los gobiernos federales, a partir de aquella su tórrida (no creo exagerar con el calificativo) relación con Maximiliano de Habsburgo, cuando el Segundo Imperio vivió sus escuetos momentos en la historia nacional. Desde aquella evidente inclinación por el archiduque, cuyos residuos aún pueden respirarse entre las virreinales calles queretanas, la imponente ciudad quedó reducida, por décadas, a un lugar de simple paso hacia el norte, cuando apenas se divisaban las cúpulas de sus templos a la distancia, camino a Celaya, o a San Luis, o de regreso a México.

Y el abandono al que fue condenada la también llamada “santa ciudad de tierra adentro”, acaso ayudó a preservar buena parte de su enorme riqueza arquitectónica e histórica, hasta que llegaron tiempo de crecimiento desmesurado, ya con una mayor conciencia sobre la importancia de preservar el patrimonio construido. Muchos de los impresionantemente bellos edificios que hoy disfrutamos, podrían haber sido destruidos, como sucedió en otras muchas ciudades del país, en aras de la modernidad y la funcionalidad comercial.

El emperador Maximiliano llegó hasta aquí, con sus tropas y generales, a resguardar un proyecto que estaba derrumbándose sin remedio; aquí aguantó los embates de las tropas enemigas, que fueron menguando las fuerzas de los habitantes de la ciudad, y aquí declinó un día, en el Cerro de las Campanas, a seguir luchando por un imposible. También aquí, todos los sabemos, expiró, en ese mismo espacio, tras las ráfagas de un pelotón de fusilamiento. De este hecho, apenas el miércoles pasado se cumplieron ciento cincuenta y dos años.

Seguramente no fue casual que el archiduque escogiera Querétaro como reducto. Aquí había un ambiente proclive a su gobierno, y en términos generales, un clima de admiración, casi de fascinación, por el noble de ojos claros que había llegado desde Europa. Ello se comprueba leyendo, por ejemplo, las crónicas de don Valentín Frías, donde se cuentan los días en los que nuestra ciudad arropara a Maximiliano.

Una veneración de los queretanos que llevó, incluso, a construir leyendas, como aquella de que al cadáver del que fuera emperador le quitaron los ojos para colocarle los de la imagen de una virgen, todo con el propósito de mantener en la intimidad del hogar, como reliquia y en formol, aquellos órganos que un día le dieron vista al austriaco. Incluso, retomando esta historia contada por generaciones, Emilio Carballido, el gran dramaturgo mexicano, escribió una pequeña y divertida comedia que tituló precisamente así: “Reliquias”, donde el médico embalsamador de Maximiliano decide hacer el negocio de su vida vendiendo diversos órganos, extraídos a cerdos, a las familias más encumbradas de la queretanidad del siglo diecinueve, con la afirmación de que pertenecían al cuerpo del archiduque.

Esa fascinación por Maximiliano, esa admiración por sus, se dice, buenas intenciones para con nuestro país, no ha desaparecido entre los queretanos de vieja solera, quienes, a más de siglo y medio de su muerte, parecieran aún mantenerlo vivo en su ánimo. Baste decir, como un simple pero significativo ejemplo, que todos los diecinueve de junio, fecha del fusilamiento del emperador, alguien paga una misa en el templo de La Congregación en su memoria.

Querétaro ha cambiado mucho, se ha transformado significativamente, pero todavía por las calles de su Centro Histórico parece subsistir aquella otra leyenda que narra la aparición nocturna de Maximiliano de Habsburgo por las inmediaciones de lo que fuera el cementerio de La Cruz, dispuesto a regalar alguna moneda de oro a los trasnochados. El espíritu y el recuerdo de aquel personaje de una página indeleble de nuestra historia sigue presente a ciento cincuenta y dos años de su partida física en una ciudad que, ya lejos de ser relegada, marcha a la cabeza del desarrollo nacional.

Se dice que la que fuera tercera ciudad del Virreinato, en cuanto a su importancia social y económica, inició un largo camino de abandono, de desdén, por parte de los gobiernos federales, a partir de aquella su tórrida (no creo exagerar con el calificativo) relación con Maximiliano de Habsburgo, cuando el Segundo Imperio vivió sus escuetos momentos en la historia nacional. Desde aquella evidente inclinación por el archiduque, cuyos residuos aún pueden respirarse entre las virreinales calles queretanas, la imponente ciudad quedó reducida, por décadas, a un lugar de simple paso hacia el norte, cuando apenas se divisaban las cúpulas de sus templos a la distancia, camino a Celaya, o a San Luis, o de regreso a México.

Y el abandono al que fue condenada la también llamada “santa ciudad de tierra adentro”, acaso ayudó a preservar buena parte de su enorme riqueza arquitectónica e histórica, hasta que llegaron tiempo de crecimiento desmesurado, ya con una mayor conciencia sobre la importancia de preservar el patrimonio construido. Muchos de los impresionantemente bellos edificios que hoy disfrutamos, podrían haber sido destruidos, como sucedió en otras muchas ciudades del país, en aras de la modernidad y la funcionalidad comercial.

El emperador Maximiliano llegó hasta aquí, con sus tropas y generales, a resguardar un proyecto que estaba derrumbándose sin remedio; aquí aguantó los embates de las tropas enemigas, que fueron menguando las fuerzas de los habitantes de la ciudad, y aquí declinó un día, en el Cerro de las Campanas, a seguir luchando por un imposible. También aquí, todos los sabemos, expiró, en ese mismo espacio, tras las ráfagas de un pelotón de fusilamiento. De este hecho, apenas el miércoles pasado se cumplieron ciento cincuenta y dos años.

Seguramente no fue casual que el archiduque escogiera Querétaro como reducto. Aquí había un ambiente proclive a su gobierno, y en términos generales, un clima de admiración, casi de fascinación, por el noble de ojos claros que había llegado desde Europa. Ello se comprueba leyendo, por ejemplo, las crónicas de don Valentín Frías, donde se cuentan los días en los que nuestra ciudad arropara a Maximiliano.

Una veneración de los queretanos que llevó, incluso, a construir leyendas, como aquella de que al cadáver del que fuera emperador le quitaron los ojos para colocarle los de la imagen de una virgen, todo con el propósito de mantener en la intimidad del hogar, como reliquia y en formol, aquellos órganos que un día le dieron vista al austriaco. Incluso, retomando esta historia contada por generaciones, Emilio Carballido, el gran dramaturgo mexicano, escribió una pequeña y divertida comedia que tituló precisamente así: “Reliquias”, donde el médico embalsamador de Maximiliano decide hacer el negocio de su vida vendiendo diversos órganos, extraídos a cerdos, a las familias más encumbradas de la queretanidad del siglo diecinueve, con la afirmación de que pertenecían al cuerpo del archiduque.

Esa fascinación por Maximiliano, esa admiración por sus, se dice, buenas intenciones para con nuestro país, no ha desaparecido entre los queretanos de vieja solera, quienes, a más de siglo y medio de su muerte, parecieran aún mantenerlo vivo en su ánimo. Baste decir, como un simple pero significativo ejemplo, que todos los diecinueve de junio, fecha del fusilamiento del emperador, alguien paga una misa en el templo de La Congregación en su memoria.

Querétaro ha cambiado mucho, se ha transformado significativamente, pero todavía por las calles de su Centro Histórico parece subsistir aquella otra leyenda que narra la aparición nocturna de Maximiliano de Habsburgo por las inmediaciones de lo que fuera el cementerio de La Cruz, dispuesto a regalar alguna moneda de oro a los trasnochados. El espíritu y el recuerdo de aquel personaje de una página indeleble de nuestra historia sigue presente a ciento cincuenta y dos años de su partida física en una ciudad que, ya lejos de ser relegada, marcha a la cabeza del desarrollo nacional.