/ domingo 21 de julio de 2019

Aquí Querétaro

Era, por supuesto, en blanco y negro. Un blanco y negro que, al paso del tiempo y la nebulosa de la memoria, pareciera salir del televisor y llenarlo todo: aquella primera casa de mi niñez, los amplios patios de la harinera, el jardín desde el que se descubría un mundo extraño tras el enrejado.

Era un televisor de bulbos, como todos, y creo que de marca Admiral; estaba instalado sobre esa eterna mesa de madera con gruesas patas de tijera que dominaba la sala familiar y que se trasladaba los domingos hasta el umbral de la puerta de la recámara del abuelo (“pieza”, le decía mi madre) los domingos por la tarde, para que Francisco, en cama y con la ausencia de una pierna, pudiera ver la trasmisión de la corrida de toros desde la Plaza México. Ese televisor en blanco y negro (como la vida de entonces, creo) que proyectaba todo el tiempo anuncios fijos, las aventuras de Daniel Boone los jueves por la noche, y a Don Facundo las tardes de un día que se ha empeñado en esconderse entre los recovecos de la memoria.

Aquella mañana, la mesa con patas de tijera y tapetito sobre el lomo, con su televisor Admiral a cuestas, estaba situada en otro punto de la sala, dándole la espalda a la mesa de formaica del comedor, supongo que porque en esa posición, mirando al poniente y a la ventana y la puerta de entrada, siempre abiertas, aminoraba las luces y sombras que le manchaban, sin remedio, la pantalla.

Apoltronados en los sillones, y en alguna silla arrebatada al comedor y a mi pista natural de patinaje, donde las utilizaba para impulsarme un trecho sobre mis patines de fierro y rueditas, estábamos todos, o casi todos. Faltaba el abuelo Francisco, muerto seis años antes, y mi hermana América, que, como todos los días, había ido a trabajar. En substitución de los ausentes, el señor Bada, por entonces gerente de la Comercial Mexicana y entrañable amigo de mi padre, con su familia.

Todos con los ojos puestos sobre la pantalla de aquel televisor de bulbos que, en blanco y negro, nos hacía partícipes de la historia. Todos asegurando ver lo que mis ojos infantiles no podían apreciar. Para mí, aquellas imágenes surgidas de la pantalla no tenían forma y parecían más bien uno de esos ultrasonidos de mis hijos en el vientre de su madre, que, muchos años más tarde, intente descifrar sin mayor éxito.

Pero todos decían que ahí estaba, que, como arte de magia, podíamos apreciar la cabina de aquel Apolo Once posada sobre la faz de la luna, con su escalerita y, tras la espera, con un Neil Armstrong, dando un saltito desde el último escalón. “Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”, dicen que dijo, en un inglés distorsionado por la distante comunicación hasta Houston, que ninguno de los presentes, en la sala familiar, entendimos.

Lo que entendíamos era la voz, esta sí en nuestro español, de Miguel Alemán Velasco, por entonces comentarista de la televisión, después de haber sido hijo de presidente y antes de convertirse en gobernador de Veracruz. Estábamos, a su decir, frente a un acontecimiento inédito, único, inolvidable y trascendente: la llegada del hombre a la luna.

Todos en aquella reunión premeditada y jubilosa tenían el rostro marcado por la admiración; hasta mi madre, la del rostro dulce pero angustiado, tenía en la mirada de aquellos ojos “color avellana” un brillo especial. Yo, en cambio, seguía sin ver nada preciso en aquella pantalla del viejo televisor Admiral, donde decían podía advertirse ya el arribo de Aldrin sobre aquella remota superficie, para hacerle compañía al primer hombre que había pisado la luna sobre un mar sin agua al que llamaban “de la Tranquilidad”.

Justo ayer se cumplieron cincuenta años de aquel día histórico. Mi padre y mi madre han muerto y el señor Bada marchó un día a Nueva, su pueblo natal en la verde Asturias, para no volver. El viejo televisor Admiral, si existiera, sería una buena pieza de museo, y yo, con achaques en el cuerpo, sigo sin entender buena parte de lo que las pantallas modernas exhiben en la actualidad. El caso es que hace medio siglo el hombre llegó a la luna, cuando la vida era en blanco y negro, pero larga y promisoria.

Era, por supuesto, en blanco y negro. Un blanco y negro que, al paso del tiempo y la nebulosa de la memoria, pareciera salir del televisor y llenarlo todo: aquella primera casa de mi niñez, los amplios patios de la harinera, el jardín desde el que se descubría un mundo extraño tras el enrejado.

Era un televisor de bulbos, como todos, y creo que de marca Admiral; estaba instalado sobre esa eterna mesa de madera con gruesas patas de tijera que dominaba la sala familiar y que se trasladaba los domingos hasta el umbral de la puerta de la recámara del abuelo (“pieza”, le decía mi madre) los domingos por la tarde, para que Francisco, en cama y con la ausencia de una pierna, pudiera ver la trasmisión de la corrida de toros desde la Plaza México. Ese televisor en blanco y negro (como la vida de entonces, creo) que proyectaba todo el tiempo anuncios fijos, las aventuras de Daniel Boone los jueves por la noche, y a Don Facundo las tardes de un día que se ha empeñado en esconderse entre los recovecos de la memoria.

Aquella mañana, la mesa con patas de tijera y tapetito sobre el lomo, con su televisor Admiral a cuestas, estaba situada en otro punto de la sala, dándole la espalda a la mesa de formaica del comedor, supongo que porque en esa posición, mirando al poniente y a la ventana y la puerta de entrada, siempre abiertas, aminoraba las luces y sombras que le manchaban, sin remedio, la pantalla.

Apoltronados en los sillones, y en alguna silla arrebatada al comedor y a mi pista natural de patinaje, donde las utilizaba para impulsarme un trecho sobre mis patines de fierro y rueditas, estábamos todos, o casi todos. Faltaba el abuelo Francisco, muerto seis años antes, y mi hermana América, que, como todos los días, había ido a trabajar. En substitución de los ausentes, el señor Bada, por entonces gerente de la Comercial Mexicana y entrañable amigo de mi padre, con su familia.

Todos con los ojos puestos sobre la pantalla de aquel televisor de bulbos que, en blanco y negro, nos hacía partícipes de la historia. Todos asegurando ver lo que mis ojos infantiles no podían apreciar. Para mí, aquellas imágenes surgidas de la pantalla no tenían forma y parecían más bien uno de esos ultrasonidos de mis hijos en el vientre de su madre, que, muchos años más tarde, intente descifrar sin mayor éxito.

Pero todos decían que ahí estaba, que, como arte de magia, podíamos apreciar la cabina de aquel Apolo Once posada sobre la faz de la luna, con su escalerita y, tras la espera, con un Neil Armstrong, dando un saltito desde el último escalón. “Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”, dicen que dijo, en un inglés distorsionado por la distante comunicación hasta Houston, que ninguno de los presentes, en la sala familiar, entendimos.

Lo que entendíamos era la voz, esta sí en nuestro español, de Miguel Alemán Velasco, por entonces comentarista de la televisión, después de haber sido hijo de presidente y antes de convertirse en gobernador de Veracruz. Estábamos, a su decir, frente a un acontecimiento inédito, único, inolvidable y trascendente: la llegada del hombre a la luna.

Todos en aquella reunión premeditada y jubilosa tenían el rostro marcado por la admiración; hasta mi madre, la del rostro dulce pero angustiado, tenía en la mirada de aquellos ojos “color avellana” un brillo especial. Yo, en cambio, seguía sin ver nada preciso en aquella pantalla del viejo televisor Admiral, donde decían podía advertirse ya el arribo de Aldrin sobre aquella remota superficie, para hacerle compañía al primer hombre que había pisado la luna sobre un mar sin agua al que llamaban “de la Tranquilidad”.

Justo ayer se cumplieron cincuenta años de aquel día histórico. Mi padre y mi madre han muerto y el señor Bada marchó un día a Nueva, su pueblo natal en la verde Asturias, para no volver. El viejo televisor Admiral, si existiera, sería una buena pieza de museo, y yo, con achaques en el cuerpo, sigo sin entender buena parte de lo que las pantallas modernas exhiben en la actualidad. El caso es que hace medio siglo el hombre llegó a la luna, cuando la vida era en blanco y negro, pero larga y promisoria.