/ domingo 1 de septiembre de 2019

Aquí Querétaro

Si había una palabra que podía definir aquel ambiente era la de paz. Una paz que lo envolvía todo y que aún hoy, con la llegada de vialidades y edificios, todavía puede encontrarse, con algo de tiempo y deseos de hacerlo.

El Cerro de las Campanas no sólo es un espacio histórico, de trascendencia para la ciudad y el país todo, sino también un recoveco citadino que ayuda a pensar en que la vida es menos ajetreada y más promisoria.

El histórico sitio, donde una mañana de junio fusilaron a Maximiliano de Habsburgo, fue en mi adolescencia un reducto íntimo y personal; ahí acostumbraba a estudiar para los exámenes más complejos, y ahí también reconciliarme con la naturaleza, que, por entonces, no era tan escasa y distante.

Como muchos otros queretanos de mi generación, recuerdo bien el vivero allí instalado, donde podían comprarse plantas variadas, el amplio camino de terracería de acceso a la capilla, por entonces única construcción del entorno, y aquella buena cantidad de árboles, uniformes en el tronco estrecho, que permitían abstraerse del mundo.

Del otro lado, claro está, se descubría el bullicio de la feria decembrina, sólo cuando las instalaciones, durante una semana del año, trocaban la soledad por el movimiento, pero de este lado del cerro, hacia el río y el entonces llamado Tecnológico Regional, la naturaleza siempre fue la protagonista.

Mis personales recuerdos infantiles con el Cerro de las Campanas tienen también que ver con el sonido de la dinamita estallando y levantando piedras, esas que, dicen, sonaban como campanas para darle nombre al espacio. En la cúspide de la loma llegaron un día las máquinas para hacer una amplia explanada y colocar ahí, en piedra, la estatua de don Benito Juárez, justo arriba de la capilla, para recordarle a los mexicanos el triunfo de la República sobre el imperio.

Con el sonido de la dinamita durante mi niñez, y el recorrido por entre sus árboles de mi adolescencia, el Cerro de las Campanas siempre fue, para mí, un lugar entrañable. Ahí visitaba la exposición ganadera de la mano de mi padre, y ahí también acudía, junto con los amigos de la infancia, al espacio de juegos infantiles, donde una resbaladilla en forma de cuete era la principal atracción. También en contra esquina de su monumento a la bandera, tomaba con mi madre, cada sábado, el camión que abría de llevarnos “a Querétaro”, como le decíamos al centro de la ciudad.

Aún hoy, muy de vez en vez, cuando los problemas cotidianos me abruman, acojo la tarea de visitar ese cerro. Hoy, como decía, no tiene tantos árboles, lo cruzan varias vialidades, algunos edificios de han sembrado en lugar de plantas, y las muchas facultades universitarias colman sus límites. Pero aún así, tras las rejas de su espacio público y alrededor de la capilla y el monumento en piedra, que nos recuerdan el pasado, puede respirarse la misma paz.

Ahora ya no es silenciosa. Se escucha la ciudad eternamente, y hasta los ruidos escandalosos de una nutrida parvada de pericos que lo han hecho su hábitat matinal, substituyendo a aquellas otras especies de otrora.

Pero aún hay paz. O al menos eso a mí me lo parece. Quizá sólo sea el deseo interior de reencontrarme conmigo mismo, pese al tiempo, a los golpes, a las vivencias, a los temores, a la vida.

Si había una palabra que podía definir aquel ambiente era la de paz. Una paz que lo envolvía todo y que aún hoy, con la llegada de vialidades y edificios, todavía puede encontrarse, con algo de tiempo y deseos de hacerlo.

El Cerro de las Campanas no sólo es un espacio histórico, de trascendencia para la ciudad y el país todo, sino también un recoveco citadino que ayuda a pensar en que la vida es menos ajetreada y más promisoria.

El histórico sitio, donde una mañana de junio fusilaron a Maximiliano de Habsburgo, fue en mi adolescencia un reducto íntimo y personal; ahí acostumbraba a estudiar para los exámenes más complejos, y ahí también reconciliarme con la naturaleza, que, por entonces, no era tan escasa y distante.

Como muchos otros queretanos de mi generación, recuerdo bien el vivero allí instalado, donde podían comprarse plantas variadas, el amplio camino de terracería de acceso a la capilla, por entonces única construcción del entorno, y aquella buena cantidad de árboles, uniformes en el tronco estrecho, que permitían abstraerse del mundo.

Del otro lado, claro está, se descubría el bullicio de la feria decembrina, sólo cuando las instalaciones, durante una semana del año, trocaban la soledad por el movimiento, pero de este lado del cerro, hacia el río y el entonces llamado Tecnológico Regional, la naturaleza siempre fue la protagonista.

Mis personales recuerdos infantiles con el Cerro de las Campanas tienen también que ver con el sonido de la dinamita estallando y levantando piedras, esas que, dicen, sonaban como campanas para darle nombre al espacio. En la cúspide de la loma llegaron un día las máquinas para hacer una amplia explanada y colocar ahí, en piedra, la estatua de don Benito Juárez, justo arriba de la capilla, para recordarle a los mexicanos el triunfo de la República sobre el imperio.

Con el sonido de la dinamita durante mi niñez, y el recorrido por entre sus árboles de mi adolescencia, el Cerro de las Campanas siempre fue, para mí, un lugar entrañable. Ahí visitaba la exposición ganadera de la mano de mi padre, y ahí también acudía, junto con los amigos de la infancia, al espacio de juegos infantiles, donde una resbaladilla en forma de cuete era la principal atracción. También en contra esquina de su monumento a la bandera, tomaba con mi madre, cada sábado, el camión que abría de llevarnos “a Querétaro”, como le decíamos al centro de la ciudad.

Aún hoy, muy de vez en vez, cuando los problemas cotidianos me abruman, acojo la tarea de visitar ese cerro. Hoy, como decía, no tiene tantos árboles, lo cruzan varias vialidades, algunos edificios de han sembrado en lugar de plantas, y las muchas facultades universitarias colman sus límites. Pero aún así, tras las rejas de su espacio público y alrededor de la capilla y el monumento en piedra, que nos recuerdan el pasado, puede respirarse la misma paz.

Ahora ya no es silenciosa. Se escucha la ciudad eternamente, y hasta los ruidos escandalosos de una nutrida parvada de pericos que lo han hecho su hábitat matinal, substituyendo a aquellas otras especies de otrora.

Pero aún hay paz. O al menos eso a mí me lo parece. Quizá sólo sea el deseo interior de reencontrarme conmigo mismo, pese al tiempo, a los golpes, a las vivencias, a los temores, a la vida.