/ domingo 20 de octubre de 2019

Aquí Querétaro

Era el actor de moda. Su atlética figura, conservada desde sus épocas de jugador de futbol americano, se dejaba ver en las pantallas chicas todas las noches, enfundada en un traje de baño, mientras corría por una playa, anhelante, hasta encontrarse con Lucía Méndez, a quien abrazaba mientras las olas del mar les alcanzaban los tobillos.

Las mujeres desfallecían por él, los hombres lo admiraban, al grado de que causaba tumultos de sus fans en pos de un autógrafo salido de su mano. En una ocasión, sufrió tal susto tumultuario en un supermercado, hasta donde había llegado a comprar lo necesario para su casa, que se vio obligado a vivir una vida mucho más segregada.

Pero Héctor Bonilla no era un mero producto del boom televisivo de las últimas décadas del siglo pasado; era un actor formado, con una sólida trayectoria en cine y, sobre todo, en teatro, y aprovechaba aquel impulso de la pantalla para realizar otros proyectos mucho más ambiciosos artísticamente hablando.

Una tarde de 1981, en la cúspide de su fama, pasó por Querétaro y decidió aceptar la reiterada invitación que Paco Rabell, un actor de estas tierras con el que se había topado en los mundillos del teatro, para conocer un espacio, el de su propia casa, que había decidido convertir en escenario. El mismo Paco lo recibió en la puerta del llamado Corral de Comedias y le ofreció una tosca silla frente a una, igualmente tosca, mesa. Le sirvieron un plato de carnes frías y un buen vaso de vino, y luego Rabell le pidió que le dijera qué quería ver en escena de las variadas opciones, principalmente del repertorio corto del teatro clásico español, que su compañía tenía montadas.

“¡Teatro a la carta!”, pensó Héctor, sentado ahí, solo, en mitad de un patio queretano del siglo XVIII, mientras empezaba a lloviznar y veía a aquellos actores realizar, con intensidad y emoción dadas las circunstancias, su trabajo creador. Y pensó también que aquella representación era uno de los más bellos regalos que le habían hecho en la vida.

Ahí mismo, antes de continuar su viaje, interrumpido por aquella experiencia, apalabró con Rabell participar en algún próximo montaje de su grupo, y con apenas unos meses de diferencia, cumplió esa palabra empeñada, interpretando, en ese mismo escenario donde le habían regalado teatro a la carta, al personaje de El Mundo en el auto sacramental de Calderón de la Barca, “El gran teatro del mundo”. Con aquella representación, el actor de moda en México demostraba no sólo su capacidad actoral, sino una calidad humana que le ha acompañado desde siempre.

Fiel a sus ideas, trabajador incansable, amigo a muerte de sus amigos, leal con su entorno, Héctor Bonilla tiene, además, una cualidad difícil de encontrar en el mundo que vivimos: el de una solidaridad a toda prueba. En sus proyectos, o en los proyectos profesionales a los que le invitan, siempre va aparejado el apoyo a sus compañeros; es un hombre siempre presto a extender un mano al que lo necesita; un hombre que aprovechó su enorme popularidad para insistir, sin cansancio alguno, en hacer las cosas que merecían ser hechas. De lo anterior basten ejemplos como la telenovela, sui géneris para su tiempo, “La Gloria y el Infierno”, o la película “Rojo Amanecer”.

Bonilla tiene ahora ochenta años y, atrás, una carrera artística impresionante, y ni siquiera el diagnóstico de un cáncer de riñón le ha echado abajo el ánimo ni la persistencia en su trabajo cotidiano. Todos los días emprende nuevos proyectos teatrales, algunos ahora con sus dos hijos varones, y sigue teniendo la claridad y fidelidad de ideas que siempre le distinguieron. Hasta le ha compuesto un himno a los Diablos Rojos del México, el equipo de beisbol de sus amores, al que acompaña cotidianamente desde las tribunas de su estadio.

Estos días ha recibido, en el marco de la edición número cuarenta y siete del Festival Internacional Cervantino, la llamada “Presea Cervantina”, que se otorga a destacados defensores de los valores humanos y la lengua española, y un par de meses atrás, igualmente recibió del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura un reconocimiento por su impresionante trayectoria.

Lo observo en las imágenes de la entrega de la “Presea Cervantina”, en el teatro Cervantes de la capital guanajuatense, con un sombrero negro sobre la cabeza y su sonrisa característica en el rostro, y pienso que muchos deberíamos también otorgarle nuestro propio reconocimiento. Yo al menos, desde la distancia y el tiempo transcurrido, necesito decirle “gracias”. Gracias, sí, por lo tanto que significó en mi vida en aquellos años de ilusiones y esperanzas; por aquella solidaridad de extenderle la mano a un actor incipiente y llevarlo a “las grandes ligas”; por aquel enorme privilegio de compartir su espacio actoral; por aquel consejo, jamás seguido, de quemar las naves.

Cierro los ojos y lo recuerdo vestido de cura en “El diluvio que viene”, tendido en una cama de hospital en “¿Mi vida es mi vida?”, tratando de vestir a López Tarso en “El Vestidor”, pletórico de poder efímero en “La brevedad del poder”… Aunque no me tocó verlo, lo imagino ahí, en la cúspide de la fama, en la soledad de un patio del siglo XVIII, mirando con ojos de ternura a un grupo de entusiastas actores que le regalaban “teatro a la carta”.

Era el actor de moda. Su atlética figura, conservada desde sus épocas de jugador de futbol americano, se dejaba ver en las pantallas chicas todas las noches, enfundada en un traje de baño, mientras corría por una playa, anhelante, hasta encontrarse con Lucía Méndez, a quien abrazaba mientras las olas del mar les alcanzaban los tobillos.

Las mujeres desfallecían por él, los hombres lo admiraban, al grado de que causaba tumultos de sus fans en pos de un autógrafo salido de su mano. En una ocasión, sufrió tal susto tumultuario en un supermercado, hasta donde había llegado a comprar lo necesario para su casa, que se vio obligado a vivir una vida mucho más segregada.

Pero Héctor Bonilla no era un mero producto del boom televisivo de las últimas décadas del siglo pasado; era un actor formado, con una sólida trayectoria en cine y, sobre todo, en teatro, y aprovechaba aquel impulso de la pantalla para realizar otros proyectos mucho más ambiciosos artísticamente hablando.

Una tarde de 1981, en la cúspide de su fama, pasó por Querétaro y decidió aceptar la reiterada invitación que Paco Rabell, un actor de estas tierras con el que se había topado en los mundillos del teatro, para conocer un espacio, el de su propia casa, que había decidido convertir en escenario. El mismo Paco lo recibió en la puerta del llamado Corral de Comedias y le ofreció una tosca silla frente a una, igualmente tosca, mesa. Le sirvieron un plato de carnes frías y un buen vaso de vino, y luego Rabell le pidió que le dijera qué quería ver en escena de las variadas opciones, principalmente del repertorio corto del teatro clásico español, que su compañía tenía montadas.

“¡Teatro a la carta!”, pensó Héctor, sentado ahí, solo, en mitad de un patio queretano del siglo XVIII, mientras empezaba a lloviznar y veía a aquellos actores realizar, con intensidad y emoción dadas las circunstancias, su trabajo creador. Y pensó también que aquella representación era uno de los más bellos regalos que le habían hecho en la vida.

Ahí mismo, antes de continuar su viaje, interrumpido por aquella experiencia, apalabró con Rabell participar en algún próximo montaje de su grupo, y con apenas unos meses de diferencia, cumplió esa palabra empeñada, interpretando, en ese mismo escenario donde le habían regalado teatro a la carta, al personaje de El Mundo en el auto sacramental de Calderón de la Barca, “El gran teatro del mundo”. Con aquella representación, el actor de moda en México demostraba no sólo su capacidad actoral, sino una calidad humana que le ha acompañado desde siempre.

Fiel a sus ideas, trabajador incansable, amigo a muerte de sus amigos, leal con su entorno, Héctor Bonilla tiene, además, una cualidad difícil de encontrar en el mundo que vivimos: el de una solidaridad a toda prueba. En sus proyectos, o en los proyectos profesionales a los que le invitan, siempre va aparejado el apoyo a sus compañeros; es un hombre siempre presto a extender un mano al que lo necesita; un hombre que aprovechó su enorme popularidad para insistir, sin cansancio alguno, en hacer las cosas que merecían ser hechas. De lo anterior basten ejemplos como la telenovela, sui géneris para su tiempo, “La Gloria y el Infierno”, o la película “Rojo Amanecer”.

Bonilla tiene ahora ochenta años y, atrás, una carrera artística impresionante, y ni siquiera el diagnóstico de un cáncer de riñón le ha echado abajo el ánimo ni la persistencia en su trabajo cotidiano. Todos los días emprende nuevos proyectos teatrales, algunos ahora con sus dos hijos varones, y sigue teniendo la claridad y fidelidad de ideas que siempre le distinguieron. Hasta le ha compuesto un himno a los Diablos Rojos del México, el equipo de beisbol de sus amores, al que acompaña cotidianamente desde las tribunas de su estadio.

Estos días ha recibido, en el marco de la edición número cuarenta y siete del Festival Internacional Cervantino, la llamada “Presea Cervantina”, que se otorga a destacados defensores de los valores humanos y la lengua española, y un par de meses atrás, igualmente recibió del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura un reconocimiento por su impresionante trayectoria.

Lo observo en las imágenes de la entrega de la “Presea Cervantina”, en el teatro Cervantes de la capital guanajuatense, con un sombrero negro sobre la cabeza y su sonrisa característica en el rostro, y pienso que muchos deberíamos también otorgarle nuestro propio reconocimiento. Yo al menos, desde la distancia y el tiempo transcurrido, necesito decirle “gracias”. Gracias, sí, por lo tanto que significó en mi vida en aquellos años de ilusiones y esperanzas; por aquella solidaridad de extenderle la mano a un actor incipiente y llevarlo a “las grandes ligas”; por aquel enorme privilegio de compartir su espacio actoral; por aquel consejo, jamás seguido, de quemar las naves.

Cierro los ojos y lo recuerdo vestido de cura en “El diluvio que viene”, tendido en una cama de hospital en “¿Mi vida es mi vida?”, tratando de vestir a López Tarso en “El Vestidor”, pletórico de poder efímero en “La brevedad del poder”… Aunque no me tocó verlo, lo imagino ahí, en la cúspide de la fama, en la soledad de un patio del siglo XVIII, mirando con ojos de ternura a un grupo de entusiastas actores que le regalaban “teatro a la carta”.