/ domingo 1 de marzo de 2020

Aquí Querétaro

A veces la vida nos da la oportunidad de encontrarnos con ese origen lejano que retienes en tu memoria como un sueño.

Lleremundi es un nombre que me llenó la imaginación de niño, de tanto oírlo a mi padre. Un Lleremundi insistente, nostálgico, que hablaba de tiempos idos que no regresarían, de aventuras infantiles, de ilusiones y de llantos. Lleremundi como un emblema de lo perdido.

Para llegar hasta LLeremundi hay que transitar por un terregoso camino que parte de la estrecha carretera que va hasta el pueblo de Amieva. Ahora se puede llegar por esta pista creada con una Concertación Parcelaria que le dio entrada, hace algunas décadas, a todas las pequeñas propiedades rurales del entorno, pero antes, en los tiempos de mi padre, sólo se accedía por una vereda entre montes.

Ahí, al pie de la Peña de la Garza, se alcanzan a descubrir los amplios espacios verdes que componen la pradería, y las cuadras, construidas de piedra, aquí y allá, donde se guarecía el ganado en la montaña y la “herba” que se cegaba en el verano. Y casi al final de la pista lo que por siempre fue la última de las construcciones (hoy hay otra más reciente): la cuadra de Les Telles, donde vio mi padre pasar su infancia.

La vieja cuadra sigue ahí, como si el tiempo apenas la rozara, con una pequeñísima construcción adosada, igualmente de piedra, que mi padre levantó, siendo un adolescente, para resguardarse del frío y la nieve.

En Lleremundi la vida, necesariamente, se ve de otra manera. Hace frío y sólo se escucha el cantar de algunos pájaros, y, sobre todo, los cencerros de los hatos de cabras que merodean por el entorno, y que viven su vida entre el monte. En Lleremundi la vida tiene otro color y otro tiempo.

Dentro de la cuadra, ahora medio abandonada, debe prevalecer el escondite aquel que excavaron mi padre y su hermano mayor, José, para que éste se escondiera de la búsqueda incesante que, tras la caída de Asturias, los Nacionales hacían de los caídos. Afuera se descubre la huella de una buena piara de jabalíes que, de noche, han venido a hacer de las suyas, escarbando en el verde suelo de la finca.

Nada más que eso, entre el frío y el ulular del viento: un verde prado, una vieja cuadra y los paisajes montañosos de impresionantes accidentes topográficos.

Y, sin embargo, claro, hay mucho más detrás de ello. Hay el recuerdo de un niño llorando a la espera de que el temporal amaine, unas cabras (trece para ser exactos) que simbolizaban el inicio de una vida, el miedo convertido en sudor bajo la tierra y tras una lápida, la vida de tantos…

Y en Lleremundi se respira también esa infancia ida, cansada de escuchar su nombre aderezado de profundísima nostalgia.

A veces, como digo, la vida nos da oportunidades inigualables e insubstituibles, como la de regresar a Lleremundi.

A veces la vida nos da la oportunidad de encontrarnos con ese origen lejano que retienes en tu memoria como un sueño.

Lleremundi es un nombre que me llenó la imaginación de niño, de tanto oírlo a mi padre. Un Lleremundi insistente, nostálgico, que hablaba de tiempos idos que no regresarían, de aventuras infantiles, de ilusiones y de llantos. Lleremundi como un emblema de lo perdido.

Para llegar hasta LLeremundi hay que transitar por un terregoso camino que parte de la estrecha carretera que va hasta el pueblo de Amieva. Ahora se puede llegar por esta pista creada con una Concertación Parcelaria que le dio entrada, hace algunas décadas, a todas las pequeñas propiedades rurales del entorno, pero antes, en los tiempos de mi padre, sólo se accedía por una vereda entre montes.

Ahí, al pie de la Peña de la Garza, se alcanzan a descubrir los amplios espacios verdes que componen la pradería, y las cuadras, construidas de piedra, aquí y allá, donde se guarecía el ganado en la montaña y la “herba” que se cegaba en el verano. Y casi al final de la pista lo que por siempre fue la última de las construcciones (hoy hay otra más reciente): la cuadra de Les Telles, donde vio mi padre pasar su infancia.

La vieja cuadra sigue ahí, como si el tiempo apenas la rozara, con una pequeñísima construcción adosada, igualmente de piedra, que mi padre levantó, siendo un adolescente, para resguardarse del frío y la nieve.

En Lleremundi la vida, necesariamente, se ve de otra manera. Hace frío y sólo se escucha el cantar de algunos pájaros, y, sobre todo, los cencerros de los hatos de cabras que merodean por el entorno, y que viven su vida entre el monte. En Lleremundi la vida tiene otro color y otro tiempo.

Dentro de la cuadra, ahora medio abandonada, debe prevalecer el escondite aquel que excavaron mi padre y su hermano mayor, José, para que éste se escondiera de la búsqueda incesante que, tras la caída de Asturias, los Nacionales hacían de los caídos. Afuera se descubre la huella de una buena piara de jabalíes que, de noche, han venido a hacer de las suyas, escarbando en el verde suelo de la finca.

Nada más que eso, entre el frío y el ulular del viento: un verde prado, una vieja cuadra y los paisajes montañosos de impresionantes accidentes topográficos.

Y, sin embargo, claro, hay mucho más detrás de ello. Hay el recuerdo de un niño llorando a la espera de que el temporal amaine, unas cabras (trece para ser exactos) que simbolizaban el inicio de una vida, el miedo convertido en sudor bajo la tierra y tras una lápida, la vida de tantos…

Y en Lleremundi se respira también esa infancia ida, cansada de escuchar su nombre aderezado de profundísima nostalgia.

A veces, como digo, la vida nos da oportunidades inigualables e insubstituibles, como la de regresar a Lleremundi.