/ domingo 5 de abril de 2020

Aquí Querétaro

El Camelinas


Corría, si la memoria no me es infiel, el último año de aquella década de los setenta, en un Querétaro mucho más chico y menos complejo. Guadalupe Palacios, el más serio y eficaz capitán de meseros que por el restaurante del hotel Casa Blanca había pasado, y yo, habíamos sido contratados por el licenciado Leal Corona, para iniciar, desde las trincheras del frente de batalla, una nueva aventura empresarial: el que a la postre se convertiría en el hotel Plaza Camelinas.

El predio en cuestión se ubicaba en la conocida como Carretera Constitución, justo al lado del Hospital General y frente a las instalaciones del IMSS, pero no era, ni remotamente, lo que hoy es. Ahí había operado, hasta la compra de Leal Corona, un hotel atendido por sus propios propietarios, al lado de esa que era la carretera a San Luis Potosí, con sencillas habitaciones hasta cuya puerta misma podía estacionarse el auto del huésped. En resumen, era lo que parecía: un hotel de paso.

El licenciado, que había tenido ya una exitosa experiencia hotelera en el Casa Blanca, y que de ahí nos conocía a ambos, depositó en nosotros la operación de aquel inmueble al que había que mantener activo en tanto se desarrollaba el nuevo concepto arquitectónico, se instalaba una cocina en forma, y se brindaban servicios de cinco estrellas. Aunque aquello se convertiría, como se convirtió al paso del tiempo, en otra cosa, no podía dejar de funcionar, para recuperar los gastos cotidianos.

Y aunque nuestras tareas eran variadas, una estaba por encima de las otras, como una premisa impostergable: había que cambiar la imagen del hotel, lo que representaba seleccionar muy bien a quienes nos distinguirían con su preferencia. En la tarea, titánica como lo comprobamos en los días subsecuentes, sólo estábamos involucrados don Lupe (así le decían, según recuerdo) y yo, como único personal de confianza, al que se sumaba un grupo de afanadoras.

Para cumplir la orden con eficiencia, y aún sin ella, pues no había otro remedio, Lupe y yo nos turnamos en las guardias nocturnas (una noche uno y la otra el otro), atendiendo la recepción del hotel; instalamos un camastro en la oficina, y guarecimos las instalaciones como si veladores fuéramos, con la esperanza inútil de que la solicitud de cuartos terminaría en horas prudentes y nosotros pudiésemos dormir algunas horas antes de amanecer.

Para el Querétaro de entonces aquella actividad nocturna era impensable, pero lamentablemente cierta. Toda la noche llegaba gente que tocaba el timbre y exigía la posibilidad de una habitación que en el 99 por ciento de las ocasiones teníamos que negar, nada más ver las características o circunstancias de quienes la pedían.

“Ándale, si nada más será un ratito”, trataba de convencerme alguno; “voy a creer que no tienes ni una”, sentenciaba, incrédulo, otro; “júreme”, me exigió una mujer con su niño de la mano y el marido, agotado de la carretera, por delante, “júreme que este no es un hotel de paso”, justo cuando, por fin, podía rentar, sin escrúpulos, uno de los cuartos recién rociados, por mí mismo, con insecticida.

Durante los pocos meses que ahí estuve y durante mis guardias nocturnas, vi de todo y a muchos. Desde el mocho que de día ayudaba en oficios y menesteres religiosos, y que ahí, ahogado en alcohol, pretendía hacerme creer lo imposible, al jugador del equipo local de futbol, de recio color de piel y fama inevitable, que pretendía pasar desapercibido; del pariente en farra a la señora de conocida reputación…

Una noche llegó una mujer que, según yo, no había visto en mi vida. Ella tenía otra idea, pues su nerviosismo fue tal que me suplicó, mientras su acompañante salió molesto ante la negativa del servicio, que no dijera jamás que la había visto por ahí. Incluso, meses después, la encontré en alguna de las calles queretanas y me suplicó con la mirada de nueva cuenta lo mismo. Aún hoy, a diferencia de ella conmigo, ignoro su identidad.

Un día salí de aquel hotel en transformación y no regresé. Han pasado los años y hoy, ante la contingencia sanitaria, se ha informado que el hotel Plaza Camelinas brindará servicio de hospedaje y alimentación a todos trabajadores del sector salud, y principalmente a los que atenderán en el Hospital General, ubicado al lado, en un acto que habla bien tanto del Gobierno estatal como de los responsables del inmueble que administran los descendientes del licenciado Leal Corona, y que ahora sí, y desde hace muchos años, es un hotel de cinco estrellas.

El Camelinas


Corría, si la memoria no me es infiel, el último año de aquella década de los setenta, en un Querétaro mucho más chico y menos complejo. Guadalupe Palacios, el más serio y eficaz capitán de meseros que por el restaurante del hotel Casa Blanca había pasado, y yo, habíamos sido contratados por el licenciado Leal Corona, para iniciar, desde las trincheras del frente de batalla, una nueva aventura empresarial: el que a la postre se convertiría en el hotel Plaza Camelinas.

El predio en cuestión se ubicaba en la conocida como Carretera Constitución, justo al lado del Hospital General y frente a las instalaciones del IMSS, pero no era, ni remotamente, lo que hoy es. Ahí había operado, hasta la compra de Leal Corona, un hotel atendido por sus propios propietarios, al lado de esa que era la carretera a San Luis Potosí, con sencillas habitaciones hasta cuya puerta misma podía estacionarse el auto del huésped. En resumen, era lo que parecía: un hotel de paso.

El licenciado, que había tenido ya una exitosa experiencia hotelera en el Casa Blanca, y que de ahí nos conocía a ambos, depositó en nosotros la operación de aquel inmueble al que había que mantener activo en tanto se desarrollaba el nuevo concepto arquitectónico, se instalaba una cocina en forma, y se brindaban servicios de cinco estrellas. Aunque aquello se convertiría, como se convirtió al paso del tiempo, en otra cosa, no podía dejar de funcionar, para recuperar los gastos cotidianos.

Y aunque nuestras tareas eran variadas, una estaba por encima de las otras, como una premisa impostergable: había que cambiar la imagen del hotel, lo que representaba seleccionar muy bien a quienes nos distinguirían con su preferencia. En la tarea, titánica como lo comprobamos en los días subsecuentes, sólo estábamos involucrados don Lupe (así le decían, según recuerdo) y yo, como único personal de confianza, al que se sumaba un grupo de afanadoras.

Para cumplir la orden con eficiencia, y aún sin ella, pues no había otro remedio, Lupe y yo nos turnamos en las guardias nocturnas (una noche uno y la otra el otro), atendiendo la recepción del hotel; instalamos un camastro en la oficina, y guarecimos las instalaciones como si veladores fuéramos, con la esperanza inútil de que la solicitud de cuartos terminaría en horas prudentes y nosotros pudiésemos dormir algunas horas antes de amanecer.

Para el Querétaro de entonces aquella actividad nocturna era impensable, pero lamentablemente cierta. Toda la noche llegaba gente que tocaba el timbre y exigía la posibilidad de una habitación que en el 99 por ciento de las ocasiones teníamos que negar, nada más ver las características o circunstancias de quienes la pedían.

“Ándale, si nada más será un ratito”, trataba de convencerme alguno; “voy a creer que no tienes ni una”, sentenciaba, incrédulo, otro; “júreme”, me exigió una mujer con su niño de la mano y el marido, agotado de la carretera, por delante, “júreme que este no es un hotel de paso”, justo cuando, por fin, podía rentar, sin escrúpulos, uno de los cuartos recién rociados, por mí mismo, con insecticida.

Durante los pocos meses que ahí estuve y durante mis guardias nocturnas, vi de todo y a muchos. Desde el mocho que de día ayudaba en oficios y menesteres religiosos, y que ahí, ahogado en alcohol, pretendía hacerme creer lo imposible, al jugador del equipo local de futbol, de recio color de piel y fama inevitable, que pretendía pasar desapercibido; del pariente en farra a la señora de conocida reputación…

Una noche llegó una mujer que, según yo, no había visto en mi vida. Ella tenía otra idea, pues su nerviosismo fue tal que me suplicó, mientras su acompañante salió molesto ante la negativa del servicio, que no dijera jamás que la había visto por ahí. Incluso, meses después, la encontré en alguna de las calles queretanas y me suplicó con la mirada de nueva cuenta lo mismo. Aún hoy, a diferencia de ella conmigo, ignoro su identidad.

Un día salí de aquel hotel en transformación y no regresé. Han pasado los años y hoy, ante la contingencia sanitaria, se ha informado que el hotel Plaza Camelinas brindará servicio de hospedaje y alimentación a todos trabajadores del sector salud, y principalmente a los que atenderán en el Hospital General, ubicado al lado, en un acto que habla bien tanto del Gobierno estatal como de los responsables del inmueble que administran los descendientes del licenciado Leal Corona, y que ahora sí, y desde hace muchos años, es un hotel de cinco estrellas.