/ domingo 17 de mayo de 2020

Aquí Querétaro

Era negro, descapotado, con un largo cofre cubierto por una bandera tricolor. Gustavo Díaz Ordaz sonreía poco, pero cuando lo hacía, mientras tornaba el tronco de un lado al otro y levantaba el brazo a manera de saludo, descubría una prominente dentadura, como si se tratara de una blanca, reluciente, mazorca.

Yo estaba con mis compañeritos del Instituto Queretano, recubiertos todos con nuestro traje de gala -pantalón crema, camisa blanca, saco azul marino y zapatos relucientemente negros- en la esquina de La Calzada -Ezequiel Montes era, y sigue siendo, su nombre oficial- y Madero, en pleno Centro Histórico de una ciudad que resentía el bullicio exultante de un día de fiesta.

Hacía algunos meses que había dejado de escuchar los constantes estruendos causados por la dinamita en lo alto de chaparro Cerro de las Campanas, y algunas semanas de que en la cúspide luciera, en piedra, la majestuosa figura del Benemérito, cuyas formas no dejaban de causar comentarios y hasta chistes de los queretanos de entonces.

Díaz Ordaz iba de pie, en la parte trasera de ese largo automóvil negro descapotado, y pasó, sin prisas, pero sin pausa, por La Calzada rumbo al norte, mientras infinidad de pequeños papelillos de colores, algunos de los cuales le tapizaban ya el cabello y los hombros, le caían de arriba, arrojados seguramente desde las azoteas interminables de la calle. Con apenas unos cuantos segundos, alternaba la posición de su cuerpo con un movimiento de cintura envidiable, para saludar a diestra y siniestra a quienes aplaudían y vitoreaban.

Iba rumbo al Cerro de las Campanas aquella mañana del 15 de mayo de 1967. Era una fecha especial, aunque la mayoría de los niños que lo mirábamos a la distancia lo ignorábamos; se cumplían los primeros cien años de la caída del Segundo Imperio y de la restauración de una República que tenía, en el hombre ahora representado en piedra, el más alto exponente. Lo hacía en un recorrido similar al que había padecido, muy de mañana de un 19 de junio posterior a aquel triunfo republicano, el Archiduque Maximiliano de Habsburgo.

Sólo que Díaz Ordaz, Presidente de México en momentos en que serlo representaba el poder absoluto, llegaría hasta el histórico cerro en día de fiesta, acompañado del gobernador queretano, Manuel González de Cosío, y de cuatro de los cinco expresidentes de la República vivos: Emilio Portes Gil, Lázaro Cárdenas del Río, Adolfo Ruiz Cortines y Miguel Alemán – Adolfo López Mateos no había podido asistir a Querétaro, aquejado por una enfermedad que lo llevaría a la tumba poco más de dos años después-.

La amplia explanada -de poco más de cincuenta metros de diámetro-, circundada por una balaustrada de cantera, y la larga escalinata para llegar hasta ella, estaban igualmente atestadas de gente, lo mismo que las banquetas de aquellas calles queretanas que vieron pasar el descapotable negro del primer mandatario. En la base del monumento, con su pararrayos y su foquito rojo a la altura del hombro en piedra del prócer, una gran base donde se descubría aquella frase en letras doradas: “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.

En discreto segundo plano, atrás siempre del presidente, Luis Echeverría seguía a la comitiva, sin imaginar aún que, justamente cinco años más tarde, él también llegaría hasta la histórica colina, solo que ahora para colocar la primera piedra de lo que sería el Centro Universitario y con la responsabilidad de titular del Poder Ejecutivo Federal.

Ahí sigue la explanada y el monumento a Juárez, con sus 16 metros de altura. Ahí un centro universitario cada vez más construido, y ahí la capilla erigida para recordar el fusilamiento de Maximiliano y sus principales generales. Díaz Ordaz y los expresidentes han muerto, lo mismo que Manuel González de Cosío -sólo queda Echeverría en el ocaso de su vida-.

¿Quién sabe qué habrá sido de aquel descapotable negro, con la bandera tricolor sobre el cofre, que recorrió aquella mañana las bellas calles de la ciudad de Querétaro? El presidencialismo, con sus variantes modernas, parece permanecer incólume, y la ciudad de Querétaro es ya otra muy distinta.

Era negro, descapotado, con un largo cofre cubierto por una bandera tricolor. Gustavo Díaz Ordaz sonreía poco, pero cuando lo hacía, mientras tornaba el tronco de un lado al otro y levantaba el brazo a manera de saludo, descubría una prominente dentadura, como si se tratara de una blanca, reluciente, mazorca.

Yo estaba con mis compañeritos del Instituto Queretano, recubiertos todos con nuestro traje de gala -pantalón crema, camisa blanca, saco azul marino y zapatos relucientemente negros- en la esquina de La Calzada -Ezequiel Montes era, y sigue siendo, su nombre oficial- y Madero, en pleno Centro Histórico de una ciudad que resentía el bullicio exultante de un día de fiesta.

Hacía algunos meses que había dejado de escuchar los constantes estruendos causados por la dinamita en lo alto de chaparro Cerro de las Campanas, y algunas semanas de que en la cúspide luciera, en piedra, la majestuosa figura del Benemérito, cuyas formas no dejaban de causar comentarios y hasta chistes de los queretanos de entonces.

Díaz Ordaz iba de pie, en la parte trasera de ese largo automóvil negro descapotado, y pasó, sin prisas, pero sin pausa, por La Calzada rumbo al norte, mientras infinidad de pequeños papelillos de colores, algunos de los cuales le tapizaban ya el cabello y los hombros, le caían de arriba, arrojados seguramente desde las azoteas interminables de la calle. Con apenas unos cuantos segundos, alternaba la posición de su cuerpo con un movimiento de cintura envidiable, para saludar a diestra y siniestra a quienes aplaudían y vitoreaban.

Iba rumbo al Cerro de las Campanas aquella mañana del 15 de mayo de 1967. Era una fecha especial, aunque la mayoría de los niños que lo mirábamos a la distancia lo ignorábamos; se cumplían los primeros cien años de la caída del Segundo Imperio y de la restauración de una República que tenía, en el hombre ahora representado en piedra, el más alto exponente. Lo hacía en un recorrido similar al que había padecido, muy de mañana de un 19 de junio posterior a aquel triunfo republicano, el Archiduque Maximiliano de Habsburgo.

Sólo que Díaz Ordaz, Presidente de México en momentos en que serlo representaba el poder absoluto, llegaría hasta el histórico cerro en día de fiesta, acompañado del gobernador queretano, Manuel González de Cosío, y de cuatro de los cinco expresidentes de la República vivos: Emilio Portes Gil, Lázaro Cárdenas del Río, Adolfo Ruiz Cortines y Miguel Alemán – Adolfo López Mateos no había podido asistir a Querétaro, aquejado por una enfermedad que lo llevaría a la tumba poco más de dos años después-.

La amplia explanada -de poco más de cincuenta metros de diámetro-, circundada por una balaustrada de cantera, y la larga escalinata para llegar hasta ella, estaban igualmente atestadas de gente, lo mismo que las banquetas de aquellas calles queretanas que vieron pasar el descapotable negro del primer mandatario. En la base del monumento, con su pararrayos y su foquito rojo a la altura del hombro en piedra del prócer, una gran base donde se descubría aquella frase en letras doradas: “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.

En discreto segundo plano, atrás siempre del presidente, Luis Echeverría seguía a la comitiva, sin imaginar aún que, justamente cinco años más tarde, él también llegaría hasta la histórica colina, solo que ahora para colocar la primera piedra de lo que sería el Centro Universitario y con la responsabilidad de titular del Poder Ejecutivo Federal.

Ahí sigue la explanada y el monumento a Juárez, con sus 16 metros de altura. Ahí un centro universitario cada vez más construido, y ahí la capilla erigida para recordar el fusilamiento de Maximiliano y sus principales generales. Díaz Ordaz y los expresidentes han muerto, lo mismo que Manuel González de Cosío -sólo queda Echeverría en el ocaso de su vida-.

¿Quién sabe qué habrá sido de aquel descapotable negro, con la bandera tricolor sobre el cofre, que recorrió aquella mañana las bellas calles de la ciudad de Querétaro? El presidencialismo, con sus variantes modernas, parece permanecer incólume, y la ciudad de Querétaro es ya otra muy distinta.