/ domingo 24 de mayo de 2020

Aquí Querétaro

Ayer salí a caminar por mi colonia, en ese afán que tenemos todos por mantener un mínimo de condición física en estos tiempos de confinamiento. De las veinte personas con la que me topé, solo dos llevaban colocado un tapabocas.

No sé si suceda en otras colonias de nuestra ciudad -tengo el presentimiento de que sí-, pero en la mía pareciera haber una creencia generalizada de que, a partir de sus límites, nos volvemos inmunes a cualquier virus que se atraviese, o que, por el siempre hecho de ser la nuestra, ese mismo virus no pasará el retén de la caseta de vigilancia de la entrada.

Anteayer, tuve que salir de ese reducto inmune, por razones estrictamente necesarias, con el tapabocas bien puesto, incluso dentro del auto. Afuera la cosa no es muy diferente. Mucha gente lleva tapabocas, sí, pero algunos otros no. Incluso advertí el paso de una patrulla de la policía municipal -una pick-up- con cuatro elementos al interior -el ejemplo debería darse con dos como máximo, como dictan las medidas anunciadas y publicadas, digo yo-, todos, eso sí, con un tapabocas sirviéndoles de inusual gargantilla.

Así como en mi colonia parece haber inmunidad, ésta, la inmunidad, afuera parece ser privilegio de la autoridad.

¿Por qué aún hoy, a estas alturas en las que las demoledoras consecuencias de la pandemia han sido evidentes en muchos países del mundo, nos negamos a reconocer su enorme peligrosidad? ¿Porque no son “suficientes” los muertos aún? ¿Porque no conocemos a algún infectado? ¿Porque todo nos parece exagerado?

Cuando leo en las redes sociales comentarios que sostienen la gran lección que esta pandemia ha representado para el ser humano, o la oportunidad que ha traído de reconsiderar la forma en la que hemos tratado a la naturaleza, no deja de dibujarse en mi rostro una sonrisa irónica. No, no creo que esto que hoy nos pasa sirva para esa mejora en el comportamiento del ser humano, a menos que las circunstancias continúen, o, peor aún, se agraven. Más tarde o más temprano, la avaricia, el egoísmo, la irracionalidad y la ignorancia volverán a sentar sus reales.

Díganlo si no estos tiempos de crisis, con la cresta de infecciones en agobiante crecida, y a un tiempo, con esos muchos ejemplos con los que nos topamos: Los que salen a la calle sin tapabocas a pasear al perro, a comprar en la esquina, a organizar pachangas; o los policías, que se pasan por el arco del triunfo las disposiciones establecidas ante la gravedad de las circunstancias.

Esto que hoy nos pasa debería ser un acicate para endurecer las restricciones a cualquier cosa que atente, o afecte al menos, la naturaleza. Debería también ser un motivo de análisis y posteriores rectificaciones de todos esos comportamientos a los que estamos acostumbrados. Debería. Acaso lo sea… Chin, otra vez esa sonrisita irónica en el rostro.

Ayer salí a caminar por mi colonia, en ese afán que tenemos todos por mantener un mínimo de condición física en estos tiempos de confinamiento. De las veinte personas con la que me topé, solo dos llevaban colocado un tapabocas.

No sé si suceda en otras colonias de nuestra ciudad -tengo el presentimiento de que sí-, pero en la mía pareciera haber una creencia generalizada de que, a partir de sus límites, nos volvemos inmunes a cualquier virus que se atraviese, o que, por el siempre hecho de ser la nuestra, ese mismo virus no pasará el retén de la caseta de vigilancia de la entrada.

Anteayer, tuve que salir de ese reducto inmune, por razones estrictamente necesarias, con el tapabocas bien puesto, incluso dentro del auto. Afuera la cosa no es muy diferente. Mucha gente lleva tapabocas, sí, pero algunos otros no. Incluso advertí el paso de una patrulla de la policía municipal -una pick-up- con cuatro elementos al interior -el ejemplo debería darse con dos como máximo, como dictan las medidas anunciadas y publicadas, digo yo-, todos, eso sí, con un tapabocas sirviéndoles de inusual gargantilla.

Así como en mi colonia parece haber inmunidad, ésta, la inmunidad, afuera parece ser privilegio de la autoridad.

¿Por qué aún hoy, a estas alturas en las que las demoledoras consecuencias de la pandemia han sido evidentes en muchos países del mundo, nos negamos a reconocer su enorme peligrosidad? ¿Porque no son “suficientes” los muertos aún? ¿Porque no conocemos a algún infectado? ¿Porque todo nos parece exagerado?

Cuando leo en las redes sociales comentarios que sostienen la gran lección que esta pandemia ha representado para el ser humano, o la oportunidad que ha traído de reconsiderar la forma en la que hemos tratado a la naturaleza, no deja de dibujarse en mi rostro una sonrisa irónica. No, no creo que esto que hoy nos pasa sirva para esa mejora en el comportamiento del ser humano, a menos que las circunstancias continúen, o, peor aún, se agraven. Más tarde o más temprano, la avaricia, el egoísmo, la irracionalidad y la ignorancia volverán a sentar sus reales.

Díganlo si no estos tiempos de crisis, con la cresta de infecciones en agobiante crecida, y a un tiempo, con esos muchos ejemplos con los que nos topamos: Los que salen a la calle sin tapabocas a pasear al perro, a comprar en la esquina, a organizar pachangas; o los policías, que se pasan por el arco del triunfo las disposiciones establecidas ante la gravedad de las circunstancias.

Esto que hoy nos pasa debería ser un acicate para endurecer las restricciones a cualquier cosa que atente, o afecte al menos, la naturaleza. Debería también ser un motivo de análisis y posteriores rectificaciones de todos esos comportamientos a los que estamos acostumbrados. Debería. Acaso lo sea… Chin, otra vez esa sonrisita irónica en el rostro.