/ domingo 7 de junio de 2020

Aquí Querétaro

Es un mundo cosmopolita, repleto de sonidos y colores, que casi siempre permanece invisible y mudo ante nosotros, pero que ahí está, permanentemente dispuesto para quien quiera verlo, oírlo y maravillarse con su presencia.

Estos largos días de encierro han permitido también descubrirlo, acaso no en su justa medida, pero lo suficiente como para detectarlo y disfrutarlo. Hoy, que la prisa no nos consume, que los minutos parecen pasar más lentos y que el silencio domina un poco más nuestro entorno, aparece más notorio y desenfadado.

No dejo de preguntarme cómo esta infinidad de especies de pájaros pueden sobrevivir, con esa aparente tranquilidad que los domina, en plena ciudad, entre el ruido de los autos y el humo de los motores. Pájaros que cantan, que gritan sus sueños o sus tareas cotidianas a la par de la efervescencia en la que los seres humanos manejamos nuestra vida.

Pájaros que trinan de día, y también de noche; que procrean amorosamente, que miran tornando la cabeza a la distancia; que se atreven a robar un pedazo de comida ante el descuido de su dueño. Pájaros de innumerables características: de gorriones a colibríes, de cuervos a torcazas.

En mi niñez me parecía que todos los pájaros eran iguales, o casi todos. Negros y grises, de pequeño tamaño, que se juntaban por la tarde para, en parvada, regresar a casa. Mi padre los llamaba “agraristas”, y creo que el nombre de estos gorriones les llegaba por su afición al campo y sus semillas.

Pero no sólo son los agraristas los que comparten el espacio, los árboles y los contornos de los alrededores de mi casa. Una, entrañable ya, pareja de gorriones ha decidido establecer su nido en uno de los árboles de mi pequeño jardín. Él elegante, de pecho y cabeza rojas, que contrastan con el negro de sus alas y su cola; ella delicada, más pequeña, de diversas tonalidades de gris.

Los pericos del vecino Campestre pasan también por aquí, con su peculiar escándalo, como si no pudieran acallar el pico mientras vuelan o se posan en la copa de algún árbol; siempre en grupos, siempre dicharacheros, escandalosos y verdes.

Los muchos cuervos, a quienes llamábamos urracas, también visitan mi casa cotidianamente, casi siempre en busca de alguna migaja de pan, o, sobre todo, por las croquetas del alimento de Bruno, nuestro perro, que en sus últimos meses ya no hacía el intento de impedir el cotidiano hurto. Poseen una inteligencia sorprendente y son capaces de estructurar planes para alcanzar sus metas, como si de un humano se tratara.

Las torcazas, siempre en parejas, siempre silenciosas y observantes, acabaron por emigrar. Por un buen tiempo permanecieron haciendo largas guardias sobre la puerta de nuestra entrada, pero asumo que mejores y más plácidos ambientes acabaron por llevárselas. Y los colibríes vienen siempre a revolotear un rato entre los árboles y las plantas.

Muchos de sus sonidos, de sus cantos, he acabado por ubicar. Los groseros de los pericos, los escandalosos de los cuervos, los delicados de los gorriones… Pero aún intento descubrir a algunos que, por su tonalidad y sus circunstancias, particularmente me llaman la atención.

Uno es de unos pajarillos que se apostan en algún árbol de los alrededores cuando todavía es de noche. Cantan a plenitud, como si en ello les fuera la vida, de madrugada, como dicen que cantaban los gallos de otrora. En la oscuridad de la noche, horas antes de que amanezca, es imposible ubicarlos y desentrañar sus formas. Otro es un pájaro de cantar bellísimo, aunque repetitivo; escoge los árboles más altos y frondosos para esconderse, y desde ahí, lanza su canto, insistente, incansable, cuando el sol está a punto de esconderse, y no ceja en su empeño hasta bien entrada la noche. También canta de mañana desde otro alto árbol, como si las desveladas de su concierto no hicieran mella alguna en su físico y su ánimo.

Un mundo aparte, en fin, intenso e impresionante, que solemos ignorar en condiciones normales. Me pregunto si la nueva normalidad, cuando ésta llegue, nos permitirá seguir escudriñando en sus rincones, o volverá a esconderse detrás de la vorágine de la cotidianidad. Me pregunto si ese mundo volverá a ser invisible y mudo, a pesar de su belleza.

Es un mundo cosmopolita, repleto de sonidos y colores, que casi siempre permanece invisible y mudo ante nosotros, pero que ahí está, permanentemente dispuesto para quien quiera verlo, oírlo y maravillarse con su presencia.

Estos largos días de encierro han permitido también descubrirlo, acaso no en su justa medida, pero lo suficiente como para detectarlo y disfrutarlo. Hoy, que la prisa no nos consume, que los minutos parecen pasar más lentos y que el silencio domina un poco más nuestro entorno, aparece más notorio y desenfadado.

No dejo de preguntarme cómo esta infinidad de especies de pájaros pueden sobrevivir, con esa aparente tranquilidad que los domina, en plena ciudad, entre el ruido de los autos y el humo de los motores. Pájaros que cantan, que gritan sus sueños o sus tareas cotidianas a la par de la efervescencia en la que los seres humanos manejamos nuestra vida.

Pájaros que trinan de día, y también de noche; que procrean amorosamente, que miran tornando la cabeza a la distancia; que se atreven a robar un pedazo de comida ante el descuido de su dueño. Pájaros de innumerables características: de gorriones a colibríes, de cuervos a torcazas.

En mi niñez me parecía que todos los pájaros eran iguales, o casi todos. Negros y grises, de pequeño tamaño, que se juntaban por la tarde para, en parvada, regresar a casa. Mi padre los llamaba “agraristas”, y creo que el nombre de estos gorriones les llegaba por su afición al campo y sus semillas.

Pero no sólo son los agraristas los que comparten el espacio, los árboles y los contornos de los alrededores de mi casa. Una, entrañable ya, pareja de gorriones ha decidido establecer su nido en uno de los árboles de mi pequeño jardín. Él elegante, de pecho y cabeza rojas, que contrastan con el negro de sus alas y su cola; ella delicada, más pequeña, de diversas tonalidades de gris.

Los pericos del vecino Campestre pasan también por aquí, con su peculiar escándalo, como si no pudieran acallar el pico mientras vuelan o se posan en la copa de algún árbol; siempre en grupos, siempre dicharacheros, escandalosos y verdes.

Los muchos cuervos, a quienes llamábamos urracas, también visitan mi casa cotidianamente, casi siempre en busca de alguna migaja de pan, o, sobre todo, por las croquetas del alimento de Bruno, nuestro perro, que en sus últimos meses ya no hacía el intento de impedir el cotidiano hurto. Poseen una inteligencia sorprendente y son capaces de estructurar planes para alcanzar sus metas, como si de un humano se tratara.

Las torcazas, siempre en parejas, siempre silenciosas y observantes, acabaron por emigrar. Por un buen tiempo permanecieron haciendo largas guardias sobre la puerta de nuestra entrada, pero asumo que mejores y más plácidos ambientes acabaron por llevárselas. Y los colibríes vienen siempre a revolotear un rato entre los árboles y las plantas.

Muchos de sus sonidos, de sus cantos, he acabado por ubicar. Los groseros de los pericos, los escandalosos de los cuervos, los delicados de los gorriones… Pero aún intento descubrir a algunos que, por su tonalidad y sus circunstancias, particularmente me llaman la atención.

Uno es de unos pajarillos que se apostan en algún árbol de los alrededores cuando todavía es de noche. Cantan a plenitud, como si en ello les fuera la vida, de madrugada, como dicen que cantaban los gallos de otrora. En la oscuridad de la noche, horas antes de que amanezca, es imposible ubicarlos y desentrañar sus formas. Otro es un pájaro de cantar bellísimo, aunque repetitivo; escoge los árboles más altos y frondosos para esconderse, y desde ahí, lanza su canto, insistente, incansable, cuando el sol está a punto de esconderse, y no ceja en su empeño hasta bien entrada la noche. También canta de mañana desde otro alto árbol, como si las desveladas de su concierto no hicieran mella alguna en su físico y su ánimo.

Un mundo aparte, en fin, intenso e impresionante, que solemos ignorar en condiciones normales. Me pregunto si la nueva normalidad, cuando ésta llegue, nos permitirá seguir escudriñando en sus rincones, o volverá a esconderse detrás de la vorágine de la cotidianidad. Me pregunto si ese mundo volverá a ser invisible y mudo, a pesar de su belleza.