/ domingo 17 de diciembre de 2017

Aquí Querétaro

Les llamaban tamarindos por el color de su saco y del quepí que les cubría la cabeza. Eran tan pocos como pequeña la ciudad, y se apostaban en las esquinas, como lo más constante de su trabajo, a dirigir el paso de los coches que circulaban por las calles de Querétaro.

Creo que yo los identificaba a todos, pero un par de ellos se quedaron para siempre en mi memoria. De uno nunca supe el nombre. Era enjuto de carnes, de muy poca alzada, de piel muy morena y marcada a fuerza de sol. Era un hombre mayor, o al menos así a mí me lo parecía, y se apostaba, como digo, en la esquina que le hubiese tocado en turno a tocar su silbato inconfundible y a organizar el tráfico con leves movimientos de muñeca.

El otro era Pulgarcito, un hombre robusto y alto, que alcanzaba, supongo que a base de formación o carrera, a tripular una de las también poquísimas motocicletas con las que contaba, por entonces, el Departamento de Tránsito.

Mi padre era asiduo cliente de los dos, y de otros tantos que por la ciudad se apostaban, algunos a la caza de aquellos automovilistas que se saltaban la luz roja de los igualmente escasos semáforos citadinos (en Zaragoza y Ezequiel Montes había uno). También lo era, por cierto, de las oficinas de Tránsito, donde el mostrador, las secretarias con torta tras los escritorios y los muchos personajes que ahí parecían habitar sin ser trabajadores del lugar, eran todos caras conocidas.

En aquella época era común entre los uniformados de color café la práctica de “la mordida”, que no era otra cosa que una pequeña dádiva “para el refresco”, con la que los sufridos servidores públicos simplemente hacían como que no veían alguna mínima infracción, o se mantenían con una buena disposición para cuando hiciera falta. Mi padre, que como le digo era cliente de estos personajes, tenía que recurrir con habitualidad a las buenas artes de las costumbres mexicanas para que le permitieran aparcar su camionetita frente a los negocios, o las casas, donde diariamente hacía entregas del huevo que producía la granja avícola instalada en el Molino El Fénix.

Así que aquella frase de “para el refresco”, o aquellas esperas frente al mostrador de las oficinas de Tránsito, donde generalmente también el director era conocido de mi progenitor, se hicieron comunes en mi vida de niño y de adolescente. Eran tiempos en que la vida era mucho más fácil y podía haber un diálogo para resolver entuertos de escasa significancia.

Del primero de los “tamarindos” del que guardo recuerdos, el del cuerpo enjuto y sonrisa escasa, tengo grabada en la memoria un “Día del Policía”. Él sobre su tradicional banquito de madera en el centro mismo de una intersección de calles, en los alrededores del templo de Teresitas, tornando el cuerpo de vez en vez para quedar de frente a una nueva cola de vehículos que empezaban, con su movimiento de muñeca, a andar, y en el piso, alrededor del banquito de madera, una buena cantidad de regalos, que salían de las ventanillas de los coches que pasaban, a manera de festejo, y acaso, de sabia previsión.

Del otro, de Pulgarcito, guardo una de las pesadillas más angustiantes que he sufrido en mis sueños de adolescente: Yo en mi bicicleta sin luces, tratando de circular de noche por la popular Calzada, que no era otra que Ezequiel Montes, y él persiguiéndome, en su motocicleta primero y a pie después, incluso hasta los selváticos márgenes del río, ahí donde las aguas se tornaban rojas de la sangre que expulsaba el rastro cotidianamente. Aquel terror provenía de la prohibición de andar en bicicleta de noche sin luces (cosa que hoy parece no tener problema alguno), de la legendaria rudeza de actuar de Pulgarcito, y de ese temor a recibir el castigo que, decían, merecía quien cometiera tamaña infracción al reglamento correspondiente: la confiscación de mi caballo de acero rodada 26.

Hace unos días se celebró el Día del Policía. Hubo reconocimientos a los servidores, hoy vestidos de azul o de negro, que pueden arriesgar la vida en su tarea, y también comentarios jocosos sobre aquellos emparedados que les ofrecieron hace algunos años en su festejo, pero yo, irremediablemente, me acordé de el aquel policía sobre su banquito dirigiendo el tráfico, y la gruesa figura de Pulgarcito persiguiéndome entre las sombras de una noche sin luna.

Les llamaban tamarindos por el color de su saco y del quepí que les cubría la cabeza. Eran tan pocos como pequeña la ciudad, y se apostaban en las esquinas, como lo más constante de su trabajo, a dirigir el paso de los coches que circulaban por las calles de Querétaro.

Creo que yo los identificaba a todos, pero un par de ellos se quedaron para siempre en mi memoria. De uno nunca supe el nombre. Era enjuto de carnes, de muy poca alzada, de piel muy morena y marcada a fuerza de sol. Era un hombre mayor, o al menos así a mí me lo parecía, y se apostaba, como digo, en la esquina que le hubiese tocado en turno a tocar su silbato inconfundible y a organizar el tráfico con leves movimientos de muñeca.

El otro era Pulgarcito, un hombre robusto y alto, que alcanzaba, supongo que a base de formación o carrera, a tripular una de las también poquísimas motocicletas con las que contaba, por entonces, el Departamento de Tránsito.

Mi padre era asiduo cliente de los dos, y de otros tantos que por la ciudad se apostaban, algunos a la caza de aquellos automovilistas que se saltaban la luz roja de los igualmente escasos semáforos citadinos (en Zaragoza y Ezequiel Montes había uno). También lo era, por cierto, de las oficinas de Tránsito, donde el mostrador, las secretarias con torta tras los escritorios y los muchos personajes que ahí parecían habitar sin ser trabajadores del lugar, eran todos caras conocidas.

En aquella época era común entre los uniformados de color café la práctica de “la mordida”, que no era otra cosa que una pequeña dádiva “para el refresco”, con la que los sufridos servidores públicos simplemente hacían como que no veían alguna mínima infracción, o se mantenían con una buena disposición para cuando hiciera falta. Mi padre, que como le digo era cliente de estos personajes, tenía que recurrir con habitualidad a las buenas artes de las costumbres mexicanas para que le permitieran aparcar su camionetita frente a los negocios, o las casas, donde diariamente hacía entregas del huevo que producía la granja avícola instalada en el Molino El Fénix.

Así que aquella frase de “para el refresco”, o aquellas esperas frente al mostrador de las oficinas de Tránsito, donde generalmente también el director era conocido de mi progenitor, se hicieron comunes en mi vida de niño y de adolescente. Eran tiempos en que la vida era mucho más fácil y podía haber un diálogo para resolver entuertos de escasa significancia.

Del primero de los “tamarindos” del que guardo recuerdos, el del cuerpo enjuto y sonrisa escasa, tengo grabada en la memoria un “Día del Policía”. Él sobre su tradicional banquito de madera en el centro mismo de una intersección de calles, en los alrededores del templo de Teresitas, tornando el cuerpo de vez en vez para quedar de frente a una nueva cola de vehículos que empezaban, con su movimiento de muñeca, a andar, y en el piso, alrededor del banquito de madera, una buena cantidad de regalos, que salían de las ventanillas de los coches que pasaban, a manera de festejo, y acaso, de sabia previsión.

Del otro, de Pulgarcito, guardo una de las pesadillas más angustiantes que he sufrido en mis sueños de adolescente: Yo en mi bicicleta sin luces, tratando de circular de noche por la popular Calzada, que no era otra que Ezequiel Montes, y él persiguiéndome, en su motocicleta primero y a pie después, incluso hasta los selváticos márgenes del río, ahí donde las aguas se tornaban rojas de la sangre que expulsaba el rastro cotidianamente. Aquel terror provenía de la prohibición de andar en bicicleta de noche sin luces (cosa que hoy parece no tener problema alguno), de la legendaria rudeza de actuar de Pulgarcito, y de ese temor a recibir el castigo que, decían, merecía quien cometiera tamaña infracción al reglamento correspondiente: la confiscación de mi caballo de acero rodada 26.

Hace unos días se celebró el Día del Policía. Hubo reconocimientos a los servidores, hoy vestidos de azul o de negro, que pueden arriesgar la vida en su tarea, y también comentarios jocosos sobre aquellos emparedados que les ofrecieron hace algunos años en su festejo, pero yo, irremediablemente, me acordé de el aquel policía sobre su banquito dirigiendo el tráfico, y la gruesa figura de Pulgarcito persiguiéndome entre las sombras de una noche sin luna.