/ domingo 9 de agosto de 2020

Aquí Querétaro

Cuando había necesidad de un pantalón, muy de vez en vez, mi madre sabía a dónde acudir y me llevaba, cualquier sábado de plaza -o de mercado, si así prefiere-, hasta “La Infantil”, que era una socorrida tienda de ropa, instalada en la mismísima Calle Real queretana, o sea, la de Madero.

A unos pasos de la bella Casa de Marquesa, camino a la famosa “Ciudad de México”, estaba “La Infantil”, uno de aquellos espacios comerciales que, como la papelería “La Pluma de Oro” -ésta en la calle de Juárez-, acabaron por desaparecer.

Por entonces, cuando los años sesenta protagonizaban la vida, aquellas grandes casonas de la calle más importante de la ciudad no eran los cascarones en que acabaron tantas, sino espacios con el encanto de otros tiempos, y los establecimientos en que se habían convertido sus salones bajos, espacios con cierto encanto y características propias.

Ahí, en esa misma cuadra, podían también descubrirse la mercería de Franco Muñoz, la papelería del “Sagrado Corazón”, y el modernísimo Pasaje de La LLata, y en la siguiente, frente a Santa Clara, la perfumería “Jacarandas” y varias casas habitación, una de las cuales, de una tía de mis amigos los Rivera, contaba con un interesante balcón desde donde podíamos ver los desfiles escolares.

En la “Ciudad de México”, en la esquina con Juárez, la novedad y atracción principal era su elevador, primero y único en la ciudad, y justo a la vuelta, frente al Jardín Obregón, el popular estanquillo de don Pifas, que sobrevivió por décadas, hasta que la pandemia actual acabó por ganarle la batalla.

Pero “La Infantil” era especial, al menos para mí, porque representaba siempre un estreno de ropa. Ingresar a sus instalaciones significaba un día de fiesta solo comparable a subir en aquel elevador de la “Ciudad de México”, aunque esta última experiencia era aún más escasa, pues, por razones ajenas a mi conocimiento infantil, mi madre solía encontrar todo en el mostrador de la planta baja.

Era el centro de una ciudad que se ha consumido con el tiempo, pero que queda, incólume, en la memoria.

Cuando había necesidad de un pantalón, muy de vez en vez, mi madre sabía a dónde acudir y me llevaba, cualquier sábado de plaza -o de mercado, si así prefiere-, hasta “La Infantil”, que era una socorrida tienda de ropa, instalada en la mismísima Calle Real queretana, o sea, la de Madero.

A unos pasos de la bella Casa de Marquesa, camino a la famosa “Ciudad de México”, estaba “La Infantil”, uno de aquellos espacios comerciales que, como la papelería “La Pluma de Oro” -ésta en la calle de Juárez-, acabaron por desaparecer.

Por entonces, cuando los años sesenta protagonizaban la vida, aquellas grandes casonas de la calle más importante de la ciudad no eran los cascarones en que acabaron tantas, sino espacios con el encanto de otros tiempos, y los establecimientos en que se habían convertido sus salones bajos, espacios con cierto encanto y características propias.

Ahí, en esa misma cuadra, podían también descubrirse la mercería de Franco Muñoz, la papelería del “Sagrado Corazón”, y el modernísimo Pasaje de La LLata, y en la siguiente, frente a Santa Clara, la perfumería “Jacarandas” y varias casas habitación, una de las cuales, de una tía de mis amigos los Rivera, contaba con un interesante balcón desde donde podíamos ver los desfiles escolares.

En la “Ciudad de México”, en la esquina con Juárez, la novedad y atracción principal era su elevador, primero y único en la ciudad, y justo a la vuelta, frente al Jardín Obregón, el popular estanquillo de don Pifas, que sobrevivió por décadas, hasta que la pandemia actual acabó por ganarle la batalla.

Pero “La Infantil” era especial, al menos para mí, porque representaba siempre un estreno de ropa. Ingresar a sus instalaciones significaba un día de fiesta solo comparable a subir en aquel elevador de la “Ciudad de México”, aunque esta última experiencia era aún más escasa, pues, por razones ajenas a mi conocimiento infantil, mi madre solía encontrar todo en el mostrador de la planta baja.

Era el centro de una ciudad que se ha consumido con el tiempo, pero que queda, incólume, en la memoria.