/ domingo 16 de agosto de 2020

Aquí Querétaro

Antes de entrar al magnífico edificio, pasábamos frente a aquel ciego entrañable que se apostaba siempre en la acera de la calle Allende a pedir limosna, y a quien mi madre, de vez en vez, le daba alguna moneda. Luego, ya dentro, subíamos por aquella amplísima escalera de cantera que tanto significaría para mí en los años futuros. A su conclusión, del lado derecho, estaban las oficinas de Correos.

Por entonces, en aquellos años de niñez, el bellísimo claustro barroco de lo que fuera el convento de San Agustín, me pasaba desapercibido, y los extraños personajes y figuras diversas que, rescatadas de la piedra, adornaban el amplio patio, parecían ocultos a mis ojos. Para mí sólo tenía importancia aquella larguísima oficina de correros y lo que significaba.

Porque para mí, aquella visita cotidiana era parte de una divertida monotonía que disfrutaba desde mi visión de niño. Pegar las estampillas, previamente solicitadas en un mostrador, a ese sobre con colorcitos en los extremos y la leyenda “air mail”, me llenaba de sabor la lengua, pero lo más importante era colocar el sobre, ya bien fijas las estampillas, en aquel orificio, que, como boca de un animal mitológico, parecía tragarlo sin reparos y llevarlo hasta las entrañas del enorme buzón dorado que protagonizaba la sala.

Sí, para mí era una especie de juego, de aventura infantil, ser el colocador de aquellas cartas que habían sido escritas previamente, con bella letra aprendida en una escuela rural muchos años atrás, por mi madre. Siempre con tinta azul; siempre con el preámbulo de la fecha y el calificativo amoroso para quien iba dirigida. Siempre, acaso, con una vedada nostalgia que yo, por entonces, hubiese sido incapaz de desentrañar.

Pero para mi madre, ahora lo comprendo, aquella cotidiana visita a las oficinas de correos era mucho más. Era una especie de asidero a un pasado cada vez más lejano, que, a pesar de todo, se negaba a morir; una conexión con ese mundo, al otro lado del Atlántico, que parecía cada vez más irreal, al cabo de naves ya encalladas, o quemándose a fuerza de tiempo y del calor de estas tierras tropicales.

Muchas veces miré aquellas letras, escritas sobre un papel cebolla. Había nombres que me causaban cierta curiosidad, hechos que no comprendía, sucesos a ambos lados del mar que me eran bastante incomprensibles. Y al final, con la misma letra, que parecía haber sido moldeada por la niña que arrancaba horas a las tareas del campo y del establo para sentarse en aquella escuela de pueblo, como rúbrica, aquel nombre sencillo, pero contundente: María.

Después de darle de comer al dorado y robusto buzón, yo bajaba de dos en dos, a saltos juguetones, aquellos escalones de la bella escalera, quizá imaginando historias infantiles, pero ella, mi madre, seguramente lo hacía conteniendo las lágrimas mientras esgrimía una sonrisa, añorando aquellos verdes campos del entorno de su pueblo, deseando internamente regresar algún día a la casa familiar y mirar de nuevo, como si la emigración no hubiese existido, el rostro de aquellas dos hermanas, que se iban desdibujando, a fuerza de distancia, en su memoria; que se alimentaban de oscuras fotografías y que eran ya lo único que le quedaba de su origen.

Afuera, estaba aún, como siempre, el ciego de la calle Allende, al que yo miraba con curiosidad. No sé si por entonces mi madre albergaba aún la esperanza de volver, pero creo que ella miraba a aquel ciego con la comprensión de quien se sabe ciega de un paisaje, el que la vio nacer, que nunca volvería a ver.

Antes de entrar al magnífico edificio, pasábamos frente a aquel ciego entrañable que se apostaba siempre en la acera de la calle Allende a pedir limosna, y a quien mi madre, de vez en vez, le daba alguna moneda. Luego, ya dentro, subíamos por aquella amplísima escalera de cantera que tanto significaría para mí en los años futuros. A su conclusión, del lado derecho, estaban las oficinas de Correos.

Por entonces, en aquellos años de niñez, el bellísimo claustro barroco de lo que fuera el convento de San Agustín, me pasaba desapercibido, y los extraños personajes y figuras diversas que, rescatadas de la piedra, adornaban el amplio patio, parecían ocultos a mis ojos. Para mí sólo tenía importancia aquella larguísima oficina de correros y lo que significaba.

Porque para mí, aquella visita cotidiana era parte de una divertida monotonía que disfrutaba desde mi visión de niño. Pegar las estampillas, previamente solicitadas en un mostrador, a ese sobre con colorcitos en los extremos y la leyenda “air mail”, me llenaba de sabor la lengua, pero lo más importante era colocar el sobre, ya bien fijas las estampillas, en aquel orificio, que, como boca de un animal mitológico, parecía tragarlo sin reparos y llevarlo hasta las entrañas del enorme buzón dorado que protagonizaba la sala.

Sí, para mí era una especie de juego, de aventura infantil, ser el colocador de aquellas cartas que habían sido escritas previamente, con bella letra aprendida en una escuela rural muchos años atrás, por mi madre. Siempre con tinta azul; siempre con el preámbulo de la fecha y el calificativo amoroso para quien iba dirigida. Siempre, acaso, con una vedada nostalgia que yo, por entonces, hubiese sido incapaz de desentrañar.

Pero para mi madre, ahora lo comprendo, aquella cotidiana visita a las oficinas de correos era mucho más. Era una especie de asidero a un pasado cada vez más lejano, que, a pesar de todo, se negaba a morir; una conexión con ese mundo, al otro lado del Atlántico, que parecía cada vez más irreal, al cabo de naves ya encalladas, o quemándose a fuerza de tiempo y del calor de estas tierras tropicales.

Muchas veces miré aquellas letras, escritas sobre un papel cebolla. Había nombres que me causaban cierta curiosidad, hechos que no comprendía, sucesos a ambos lados del mar que me eran bastante incomprensibles. Y al final, con la misma letra, que parecía haber sido moldeada por la niña que arrancaba horas a las tareas del campo y del establo para sentarse en aquella escuela de pueblo, como rúbrica, aquel nombre sencillo, pero contundente: María.

Después de darle de comer al dorado y robusto buzón, yo bajaba de dos en dos, a saltos juguetones, aquellos escalones de la bella escalera, quizá imaginando historias infantiles, pero ella, mi madre, seguramente lo hacía conteniendo las lágrimas mientras esgrimía una sonrisa, añorando aquellos verdes campos del entorno de su pueblo, deseando internamente regresar algún día a la casa familiar y mirar de nuevo, como si la emigración no hubiese existido, el rostro de aquellas dos hermanas, que se iban desdibujando, a fuerza de distancia, en su memoria; que se alimentaban de oscuras fotografías y que eran ya lo único que le quedaba de su origen.

Afuera, estaba aún, como siempre, el ciego de la calle Allende, al que yo miraba con curiosidad. No sé si por entonces mi madre albergaba aún la esperanza de volver, pero creo que ella miraba a aquel ciego con la comprensión de quien se sabe ciega de un paisaje, el que la vio nacer, que nunca volvería a ver.