/ domingo 11 de octubre de 2020

Aquí Querétaro

Cuando me enteré de la grave situación de salud por la que atravesaba Guillermo Smythe, y luego de su infortunada e inesperada muerte, apenas hace una semana, pudieron venir a mi mente muchos recuerdos de momentos compartidos, dentro y fuera de los escenarios, a lo largo de varias décadas. Pero sólo asistió a mi memoria uno, tan lejano como la distancia de cerca de cuatro décadas.

Aquella tarde me tomé con Guillermo un par de cañas en la bellísima plaza de Almagro, sentados en una de esas mesas de uno de los dos bares que, en aquellos tiempos, existían en esa población de La Mancha española. A unos pasos del Corral de Comedias, donde estrenaban sus obras Cervantes, Lope o Calderón, disfrutábamos del paisaje y paladeábamos la dicha de poder subir, algunas horas más tarde, a ese mítico escenario. Era una tarde de principios de septiembre de 1984.

En aquel ambiente inmejorable, mitigando el calor que todavía se sentía sobre Almagro, platicamos largamente de teatro y de la vida. Ahí Guillermo me abrió su corazón y me platicó lo que los escenarios habían significado para él, cómo incluso habían marcado la agenda de su vida personal, su intenso amor por Lupita, su esposa y compañera eterna de la escena, y hasta su manifiesta admiración por Ron Hubbard, y cómo la Cienciología, para mí hasta entonces desconocida, había transformado su existencia.

Esa fue una charla inolvidable, que apretó los lazos amistosos que teníamos, merced a compartir la escena de diversas obras teatrales, incluyendo El Burlador de Sevilla, que hasta aquella población manchega nos había llevado en compañía del grupo La Familia, que comandaba Paco Rabell. Una plática profunda, entrañable, que al menos en esos términos, los avatares de la vida nunca nos permitieron repetir.

Ambos tomamos caminos distintos, pero Guillermo nunca abandonó su apasionada vocación teatral, y junto con su esposa desarrolló un admirable trabajo de formación actoral, principalmente en el Instituto Mexicano del Seguro Social y en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, instituciones que les permitieron, entre otras cosas, la consolidación de La Gaviota, su grupo teatral.

Esa pasión lo llevó a recibir la distinción del Premio Estatal de Cultura, hace algunos años, y a la creación, en el patio de su propia casa, en la calle de Régules, de un teatro que, con el nombre de su agrupación, se mantiene con una envidiable y asombrosa programación para todos los públicos. El amor por el teatro, de él y de Lupita, su compañera de vida, fue heredado a su hijo Jorge, que ha tomado la batuta de ese legado impresionante.

Recordé pues aquella conversación con Guillermo en la hermosa plaza de Almagro al saberlo enfermo, y la volví a recordar, quizá con mayor emoción, al enterarme de que su hijo había asistido a las representaciones teatrales programadas el fin de semana de su fallecimiento. Jorge salió del hospital, donde acompañaba a su padre, para subirse al escenario, y salió también de la funeraria para acudir profesionalmente a la cita con el mejor de sus legados.

Creo que, si pudiésemos repetir aquella charla en Almagro, Guillermo le dedicaría un capítulo especial a ese comportamiento de su hijo. Creo que, quizá con lágrimas en los ojos, me confesaría que, junto con el amor de Lupita, esa sería la mayor, la más amplia, de sus satisfacciones.

Cuando me enteré de la grave situación de salud por la que atravesaba Guillermo Smythe, y luego de su infortunada e inesperada muerte, apenas hace una semana, pudieron venir a mi mente muchos recuerdos de momentos compartidos, dentro y fuera de los escenarios, a lo largo de varias décadas. Pero sólo asistió a mi memoria uno, tan lejano como la distancia de cerca de cuatro décadas.

Aquella tarde me tomé con Guillermo un par de cañas en la bellísima plaza de Almagro, sentados en una de esas mesas de uno de los dos bares que, en aquellos tiempos, existían en esa población de La Mancha española. A unos pasos del Corral de Comedias, donde estrenaban sus obras Cervantes, Lope o Calderón, disfrutábamos del paisaje y paladeábamos la dicha de poder subir, algunas horas más tarde, a ese mítico escenario. Era una tarde de principios de septiembre de 1984.

En aquel ambiente inmejorable, mitigando el calor que todavía se sentía sobre Almagro, platicamos largamente de teatro y de la vida. Ahí Guillermo me abrió su corazón y me platicó lo que los escenarios habían significado para él, cómo incluso habían marcado la agenda de su vida personal, su intenso amor por Lupita, su esposa y compañera eterna de la escena, y hasta su manifiesta admiración por Ron Hubbard, y cómo la Cienciología, para mí hasta entonces desconocida, había transformado su existencia.

Esa fue una charla inolvidable, que apretó los lazos amistosos que teníamos, merced a compartir la escena de diversas obras teatrales, incluyendo El Burlador de Sevilla, que hasta aquella población manchega nos había llevado en compañía del grupo La Familia, que comandaba Paco Rabell. Una plática profunda, entrañable, que al menos en esos términos, los avatares de la vida nunca nos permitieron repetir.

Ambos tomamos caminos distintos, pero Guillermo nunca abandonó su apasionada vocación teatral, y junto con su esposa desarrolló un admirable trabajo de formación actoral, principalmente en el Instituto Mexicano del Seguro Social y en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, instituciones que les permitieron, entre otras cosas, la consolidación de La Gaviota, su grupo teatral.

Esa pasión lo llevó a recibir la distinción del Premio Estatal de Cultura, hace algunos años, y a la creación, en el patio de su propia casa, en la calle de Régules, de un teatro que, con el nombre de su agrupación, se mantiene con una envidiable y asombrosa programación para todos los públicos. El amor por el teatro, de él y de Lupita, su compañera de vida, fue heredado a su hijo Jorge, que ha tomado la batuta de ese legado impresionante.

Recordé pues aquella conversación con Guillermo en la hermosa plaza de Almagro al saberlo enfermo, y la volví a recordar, quizá con mayor emoción, al enterarme de que su hijo había asistido a las representaciones teatrales programadas el fin de semana de su fallecimiento. Jorge salió del hospital, donde acompañaba a su padre, para subirse al escenario, y salió también de la funeraria para acudir profesionalmente a la cita con el mejor de sus legados.

Creo que, si pudiésemos repetir aquella charla en Almagro, Guillermo le dedicaría un capítulo especial a ese comportamiento de su hijo. Creo que, quizá con lágrimas en los ojos, me confesaría que, junto con el amor de Lupita, esa sería la mayor, la más amplia, de sus satisfacciones.