/ domingo 8 de noviembre de 2020

Aquí Querétaro

A doscientos ochenta y cinco años de que, finalmente y tras una empresa de ingeniería digna de reconocimiento, el tan ansiado como vital líquido llegó a la caja de agua de La Cruz, nuestro Acueducto, imponente y bellísimo, sigue esperando una protección acorde a su legado y a la trascendencia que tiene para la ciudad.

Los queretanos, no conformes con endilgarle una historia de amor extraña, con una monja capuchina, a quien financió su construcción, don Juan Antonio de Urrutia y Arana, nos hemos empeñado, a lo largo de las décadas, en ponerlo en riesgo constante. Como el hombre magnánimo de día que, por la noche, arremete a golpes contra la esposa, presumimos nuestro emblemático monumento histórico, pero le ponemos todos los ingredientes para que un día cualquiera, o noche probablemente, algún borracho a exceso de velocidad cause un deterioro del que nos arrepentiremos por siempre.

Aparentemente inamovibles, los 74 arcos que componen nuestro precioso Acueducto en su parte más visible y monumental, uno de los cuales ya lo abrimos después para dar paso a los vehículos, resienten a diario las vibraciones producidas por los muchos y constantes vehículos automotores que circulan en la zona, a lo largo de la arcada, y también atravesándola; cada vez con mayor intensidad, cada día con mayor desempacho.

Y no hablamos, desde luego, de esos cinco kilómetros de acueducto, desde sus inicios en el famoso socavón de La Cañada, que a través de los años ha sido destruido en partes, vandalizado en otras y hasta invadido en algunas, sino de esos casi mil trescientos metros que presumimos a los visitantes, pero que olvidamos a diario, mientras no aparezca algún suicida o lo pintarrajeen durante alguna marcha de protesta.

Desde sus inicios más visibles, a la altura de la salida a Hércules, la estructura del Acueducto, que invade uno de los carriles de circulación de la llamada Calzada de los Arcos sin señalamiento alguno, hasta la avenida 20 de Noviembre, o Circunvalación, donde vehículos de todo tipo la cruzan, pasado por los retornos para hacer más cómoda la circulación vehicular, insistimos en ponerle riesgos y amenazas.

A doscientos ochenta y cinco años de su estreno bueno sería que le pusiéramos algo de atención a nuestro monumento más representativo, pero pareciera que, a la par que alardeamos de su existencia, cerramos egoístamente los ojos ante su deterioro, cuando de comodidad y pragmatismo se trata.

Esa magnífica construcción de roca volcánica, cantera y mampostería es un ejemplo de ingeniería para el mundo, pero tarde o temprano, a tanta vibración provocada en su entorno, acabará por fatigarse. De no impedirlo somos nosotros, los queretanos, los responsables.

Es hora de disminuir significativamente la circulación vehicular, de prohibir el paso de automotores pesados, de cambiar las rutas de transporte que por ahí pasan, de suspender los retornos, y de colocar protecciones adecuadas e imaginativas donde resulte imposible evitar el tránsito. Es tiempo de volver los ojos a nuestros arcos, más allá de la tradicional fotografía de rigor.

A doscientos ochenta y cinco años de que, finalmente y tras una empresa de ingeniería digna de reconocimiento, el tan ansiado como vital líquido llegó a la caja de agua de La Cruz, nuestro Acueducto, imponente y bellísimo, sigue esperando una protección acorde a su legado y a la trascendencia que tiene para la ciudad.

Los queretanos, no conformes con endilgarle una historia de amor extraña, con una monja capuchina, a quien financió su construcción, don Juan Antonio de Urrutia y Arana, nos hemos empeñado, a lo largo de las décadas, en ponerlo en riesgo constante. Como el hombre magnánimo de día que, por la noche, arremete a golpes contra la esposa, presumimos nuestro emblemático monumento histórico, pero le ponemos todos los ingredientes para que un día cualquiera, o noche probablemente, algún borracho a exceso de velocidad cause un deterioro del que nos arrepentiremos por siempre.

Aparentemente inamovibles, los 74 arcos que componen nuestro precioso Acueducto en su parte más visible y monumental, uno de los cuales ya lo abrimos después para dar paso a los vehículos, resienten a diario las vibraciones producidas por los muchos y constantes vehículos automotores que circulan en la zona, a lo largo de la arcada, y también atravesándola; cada vez con mayor intensidad, cada día con mayor desempacho.

Y no hablamos, desde luego, de esos cinco kilómetros de acueducto, desde sus inicios en el famoso socavón de La Cañada, que a través de los años ha sido destruido en partes, vandalizado en otras y hasta invadido en algunas, sino de esos casi mil trescientos metros que presumimos a los visitantes, pero que olvidamos a diario, mientras no aparezca algún suicida o lo pintarrajeen durante alguna marcha de protesta.

Desde sus inicios más visibles, a la altura de la salida a Hércules, la estructura del Acueducto, que invade uno de los carriles de circulación de la llamada Calzada de los Arcos sin señalamiento alguno, hasta la avenida 20 de Noviembre, o Circunvalación, donde vehículos de todo tipo la cruzan, pasado por los retornos para hacer más cómoda la circulación vehicular, insistimos en ponerle riesgos y amenazas.

A doscientos ochenta y cinco años de su estreno bueno sería que le pusiéramos algo de atención a nuestro monumento más representativo, pero pareciera que, a la par que alardeamos de su existencia, cerramos egoístamente los ojos ante su deterioro, cuando de comodidad y pragmatismo se trata.

Esa magnífica construcción de roca volcánica, cantera y mampostería es un ejemplo de ingeniería para el mundo, pero tarde o temprano, a tanta vibración provocada en su entorno, acabará por fatigarse. De no impedirlo somos nosotros, los queretanos, los responsables.

Es hora de disminuir significativamente la circulación vehicular, de prohibir el paso de automotores pesados, de cambiar las rutas de transporte que por ahí pasan, de suspender los retornos, y de colocar protecciones adecuadas e imaginativas donde resulte imposible evitar el tránsito. Es tiempo de volver los ojos a nuestros arcos, más allá de la tradicional fotografía de rigor.