/ domingo 5 de septiembre de 2021

Aquí Querétaro

Desde el patio de la bella y vieja casona de Venustiano Carranza, donde se ubica el Corral de Comedias, escuché una voz femenina que provenía del comedor y que llegaba a mis oídos como si fuera una revelación. Venía tras el grito de “¡Silencio!” y el un poco más suave de “Acción”. Era una voz natural, sin poses ni desmesuras, pero capaz de conmover el alma. Fue mi primer acercamiento con aquella mujer de belleza legendaria y voz muchas veces alabada.

Corría el ecuador mismo de la década de los ochenta del pasado siglo cuando Rosita Quintana había llegado a Querétaro para interpretar a la madre de un joven que luchaba, en una ciudad de provincia en los cincuentas, por asumir su homosexualidad. La cinta era dirigida por Gonzalo Martínez y tenía en la artista argentina una garantía de peso para interpretar a aquella mujer dura, intransigente, autoritaria, capaz de encerrar a su hijo para siempre ante tal despropósito.

Para mí, que apenas me adentraba en el mundo del teatro, aquella interpretación, aquella voz salida del comedor de la casona queretana, fue una clase de naturalidad, de auténtica y transparente actuación.

Una década después, gracias a un espectáculo teatral dirigido por Roberto D’Amico, tuve la enorme fortuna de conocerla como un ser humano amable, cariñoso y modesto; tuve el privilegio de caminar con ella de mi brazo mientras admirábamos la bella Plaza de Armas queretana, y hasta de que, a capela y en la sobremesa, le cantara aquello de “muñequita linda, de cabellos de oro…” a mi hija María, por entonces una niña pequeña.

El pasado veintitrés de agosto, agotada su lucha contra el cáncer, Rosita Quintana dejó de existir a los noventa y seis años, dejando atrás una vida de satisfacciones, la mayor parte de ellas en México, en los escenarios, tras las cámaras de cine y televisión, o tras un micrófono. Dejó también a dos hijos y a varios nietos, además de una larguísima lista de admiradores que suspiraron por ella desde “La santa del barrio”, película en la que debutó, hasta “Susana, carne y demonio”, en la que la dirigió Luis Buñuel, o “El hombre de la mandolina”, filmada, precisamente, en el Corral de Comedias de Querétaro.

En el 2016, Rosita recibió el Ariel de Oro por su trayectoria, pero también tuvo reconocimientos internacionales por algunas de sus sesenta películas, lo mismo en España que en Rusia; grabó infinidad de canciones, tanto boleros como rancheras, huapangos y tangos, y apareció en casi una decena de telenovelas.

Un pasaje de su vida, quizá no tan conocido, fue el lamentable accidente en el que perdió la vida su único esposo, Sergio Kogan, quien era gerente para América Latina de la Columbia Pictures. Ella, que acompañaba a su esposo en el mismo vehículo accidentado, pasó varios días en coma y tuvo que interrumpir temporalmente una brillante carrera artística.

Parece que aún oigo interpretar –nunca tan bien dicho el término- los parlamentos de aquella mujer nacida en el barrio bonaerense de Saavedra desde el patio del Corral de Comedias; aún parece que escucho la voz de Rosita, íntima y cariñosa, cantando aquello de “muñequita linda, de cabellos de oro, de dientes de perlas, labios de rubí…”


ACOTACIÓN AL MARGEN

En 1992, la Real Academia de la Lengua Española reconoció, al fin, que la palabra México podía escribirse con “x” y no necesariamente con “j”, como se escribía en España. Se trataba de un reconocimiento no solo a la forma de escribir un nombre, sino también al símbolo de nacionalismo que la “x” representa.

Santiago Abascal, el líder del partido español de ultraderecha Vox, contestó a la crítica del Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, a través de Twitter, pero más allá del contenido del mensaje, llama la atención su remate: ¡Viva Méjico! (antes también utiliza “mejicanos”, en lugar de “mexicanos”).

Y no, no es un simple e inofensivo léxico; es mucho más grave que una elemental terminología. Hay mucho fondo en la expresión.

Leyendo el mensaje, con todo y subtexto, se puede dimensionar mejor la enorme pifia, el lamentable desliz, de un grupo de senadores panistas al firmar la llamada “Carta Madrid”.

Desde el patio de la bella y vieja casona de Venustiano Carranza, donde se ubica el Corral de Comedias, escuché una voz femenina que provenía del comedor y que llegaba a mis oídos como si fuera una revelación. Venía tras el grito de “¡Silencio!” y el un poco más suave de “Acción”. Era una voz natural, sin poses ni desmesuras, pero capaz de conmover el alma. Fue mi primer acercamiento con aquella mujer de belleza legendaria y voz muchas veces alabada.

Corría el ecuador mismo de la década de los ochenta del pasado siglo cuando Rosita Quintana había llegado a Querétaro para interpretar a la madre de un joven que luchaba, en una ciudad de provincia en los cincuentas, por asumir su homosexualidad. La cinta era dirigida por Gonzalo Martínez y tenía en la artista argentina una garantía de peso para interpretar a aquella mujer dura, intransigente, autoritaria, capaz de encerrar a su hijo para siempre ante tal despropósito.

Para mí, que apenas me adentraba en el mundo del teatro, aquella interpretación, aquella voz salida del comedor de la casona queretana, fue una clase de naturalidad, de auténtica y transparente actuación.

Una década después, gracias a un espectáculo teatral dirigido por Roberto D’Amico, tuve la enorme fortuna de conocerla como un ser humano amable, cariñoso y modesto; tuve el privilegio de caminar con ella de mi brazo mientras admirábamos la bella Plaza de Armas queretana, y hasta de que, a capela y en la sobremesa, le cantara aquello de “muñequita linda, de cabellos de oro…” a mi hija María, por entonces una niña pequeña.

El pasado veintitrés de agosto, agotada su lucha contra el cáncer, Rosita Quintana dejó de existir a los noventa y seis años, dejando atrás una vida de satisfacciones, la mayor parte de ellas en México, en los escenarios, tras las cámaras de cine y televisión, o tras un micrófono. Dejó también a dos hijos y a varios nietos, además de una larguísima lista de admiradores que suspiraron por ella desde “La santa del barrio”, película en la que debutó, hasta “Susana, carne y demonio”, en la que la dirigió Luis Buñuel, o “El hombre de la mandolina”, filmada, precisamente, en el Corral de Comedias de Querétaro.

En el 2016, Rosita recibió el Ariel de Oro por su trayectoria, pero también tuvo reconocimientos internacionales por algunas de sus sesenta películas, lo mismo en España que en Rusia; grabó infinidad de canciones, tanto boleros como rancheras, huapangos y tangos, y apareció en casi una decena de telenovelas.

Un pasaje de su vida, quizá no tan conocido, fue el lamentable accidente en el que perdió la vida su único esposo, Sergio Kogan, quien era gerente para América Latina de la Columbia Pictures. Ella, que acompañaba a su esposo en el mismo vehículo accidentado, pasó varios días en coma y tuvo que interrumpir temporalmente una brillante carrera artística.

Parece que aún oigo interpretar –nunca tan bien dicho el término- los parlamentos de aquella mujer nacida en el barrio bonaerense de Saavedra desde el patio del Corral de Comedias; aún parece que escucho la voz de Rosita, íntima y cariñosa, cantando aquello de “muñequita linda, de cabellos de oro, de dientes de perlas, labios de rubí…”


ACOTACIÓN AL MARGEN

En 1992, la Real Academia de la Lengua Española reconoció, al fin, que la palabra México podía escribirse con “x” y no necesariamente con “j”, como se escribía en España. Se trataba de un reconocimiento no solo a la forma de escribir un nombre, sino también al símbolo de nacionalismo que la “x” representa.

Santiago Abascal, el líder del partido español de ultraderecha Vox, contestó a la crítica del Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, a través de Twitter, pero más allá del contenido del mensaje, llama la atención su remate: ¡Viva Méjico! (antes también utiliza “mejicanos”, en lugar de “mexicanos”).

Y no, no es un simple e inofensivo léxico; es mucho más grave que una elemental terminología. Hay mucho fondo en la expresión.

Leyendo el mensaje, con todo y subtexto, se puede dimensionar mejor la enorme pifia, el lamentable desliz, de un grupo de senadores panistas al firmar la llamada “Carta Madrid”.