/ domingo 12 de septiembre de 2021

Aquí Querétaro


Para los queretanos de mi generación, los que crecimos con aquellas tardes y jóvenes noches en el Jardín Obregón, los que disfrutábamos de los preparados de La Mariposa Nueva y veíamos con cierto disgusto la llegada de la hora en la que soltarían al león; los que asistíamos a las funciones del desaparecido Cine Plaza, o comprábamos algo en el estanquillo de Don Pifas, fue difícil aceptar el cambio de nombre de aquel espacio que representaba tanto para nosotros.

De pronto, de la noche a la mañana, aquel jardín frente a San Francisco y al Gran Hotel, el de los grandes árboles, la fuente con la diosa Hebe, y las bancas de concreto; la del viejo kiosco y los vendedores de globos y de paletas heladas, cambió su nombre por el de Zenea, pero a nosotros se nos quedó marcado para siempre el de Obregón.

La historia, claro está, venía de muy atrás, cuando don Benito Santos Zenea, en el siglo XIX, decidió crear ese espacio para el disfrute de los queretanos de su época. Dicen que don Benito, muerto intempestivamente algunos años más tarde, había llegado a la gubernatura para encontrarse con las arcas públicas vacías e infinidad de problemas financieros; no tuvo más remedio entonces que vender propiedades gubernamentales con la aprobación previa del congreso local.

Don Benito había asumido la titularidad del Ejecutivo, de manera interina, el 17 de abril de 1873, apenas seis años después de la caída, precisamente en esta ciudad, del Segundo Imperio. Lo había hecho sin recursos económicos, pero con un montón de deseos de hacer un buen trabajo, así que se puso a realizar obras significativas para los queretanos, entre otras, la construcción de un nuevo palacio de gobierno, en lo que otrora fueran las capillas derribadas en tiempos de la Reforma, y frente a él, la creación de un amplio y bello jardín público.

Él mismo, según trascendió, trabajó activamente en aquel proyecto, plantando los fresnos que acabarían adornándolo y convenciendo al industrial Carlos Rubio de donar la fuente con la escultura de la diosa Hebe que luciría, desde entonces, en el centro.

Tras la muerte de Zenea, su proyecto de nuevo palacio gubernamental no pudo concretarse y las autoridades estatales terminaron vendiendo el predio a un español de apellido Bueno que acabaría por construir lo que hoy conocemos como el edificio del Gran Hotel. El jardín, sin embargo, se mantuvo desde entonces como el centro neurálgico de Querétaro, se le nombro con el apellido de su creador y sirvió de referencia, lo mismo para instalar ahí una estación de los tranvías, que para servir de escenario a las tradicionales serenatas domingueras, o instalar las primeras bombillas de iluminación, primero de gas y luego eléctricas, de la ciudad.

Ya en el siglo XX, el gobernador Abraham Araujo, que estuvo en el poder apenas cerca de dos años, trató de salvar su deteriorada carrera política con un tradicional y lambiscón acto de cambio de nombre, poniéndole Álvaro Obregón a ese esencial espacio citadino queretano. Y así lo conocimos los queretanos de mi generación.

Pero, reflexionando sobre su historia, por más que nos lleve la nostalgia a aquel Jardín Obregón de nuestra niñez y primera juventud, hay que reconocer que el lugar merece mucho más ser nombrado Jardín Benito Santos Zenea. O Zenea a secas, como todos lo conocemos ahora.

ACOTACIÓN AL MARGEN

Veinte años ya de aquella tragedia inconmensurable.

La recuerdo especialmente porque yo estaba al aire en el noticiero de T.V.Q. Algo había pasado en las Torres Gemelas de Nueva York. ¿Una avioneta se había estrellado involuntariamente? La verdad nos caería de peso, poco a poco, pero sin dilación. Aquello marcaría la historia contemporánea de la humanidad.

Veinte años ya.


Para los queretanos de mi generación, los que crecimos con aquellas tardes y jóvenes noches en el Jardín Obregón, los que disfrutábamos de los preparados de La Mariposa Nueva y veíamos con cierto disgusto la llegada de la hora en la que soltarían al león; los que asistíamos a las funciones del desaparecido Cine Plaza, o comprábamos algo en el estanquillo de Don Pifas, fue difícil aceptar el cambio de nombre de aquel espacio que representaba tanto para nosotros.

De pronto, de la noche a la mañana, aquel jardín frente a San Francisco y al Gran Hotel, el de los grandes árboles, la fuente con la diosa Hebe, y las bancas de concreto; la del viejo kiosco y los vendedores de globos y de paletas heladas, cambió su nombre por el de Zenea, pero a nosotros se nos quedó marcado para siempre el de Obregón.

La historia, claro está, venía de muy atrás, cuando don Benito Santos Zenea, en el siglo XIX, decidió crear ese espacio para el disfrute de los queretanos de su época. Dicen que don Benito, muerto intempestivamente algunos años más tarde, había llegado a la gubernatura para encontrarse con las arcas públicas vacías e infinidad de problemas financieros; no tuvo más remedio entonces que vender propiedades gubernamentales con la aprobación previa del congreso local.

Don Benito había asumido la titularidad del Ejecutivo, de manera interina, el 17 de abril de 1873, apenas seis años después de la caída, precisamente en esta ciudad, del Segundo Imperio. Lo había hecho sin recursos económicos, pero con un montón de deseos de hacer un buen trabajo, así que se puso a realizar obras significativas para los queretanos, entre otras, la construcción de un nuevo palacio de gobierno, en lo que otrora fueran las capillas derribadas en tiempos de la Reforma, y frente a él, la creación de un amplio y bello jardín público.

Él mismo, según trascendió, trabajó activamente en aquel proyecto, plantando los fresnos que acabarían adornándolo y convenciendo al industrial Carlos Rubio de donar la fuente con la escultura de la diosa Hebe que luciría, desde entonces, en el centro.

Tras la muerte de Zenea, su proyecto de nuevo palacio gubernamental no pudo concretarse y las autoridades estatales terminaron vendiendo el predio a un español de apellido Bueno que acabaría por construir lo que hoy conocemos como el edificio del Gran Hotel. El jardín, sin embargo, se mantuvo desde entonces como el centro neurálgico de Querétaro, se le nombro con el apellido de su creador y sirvió de referencia, lo mismo para instalar ahí una estación de los tranvías, que para servir de escenario a las tradicionales serenatas domingueras, o instalar las primeras bombillas de iluminación, primero de gas y luego eléctricas, de la ciudad.

Ya en el siglo XX, el gobernador Abraham Araujo, que estuvo en el poder apenas cerca de dos años, trató de salvar su deteriorada carrera política con un tradicional y lambiscón acto de cambio de nombre, poniéndole Álvaro Obregón a ese esencial espacio citadino queretano. Y así lo conocimos los queretanos de mi generación.

Pero, reflexionando sobre su historia, por más que nos lleve la nostalgia a aquel Jardín Obregón de nuestra niñez y primera juventud, hay que reconocer que el lugar merece mucho más ser nombrado Jardín Benito Santos Zenea. O Zenea a secas, como todos lo conocemos ahora.

ACOTACIÓN AL MARGEN

Veinte años ya de aquella tragedia inconmensurable.

La recuerdo especialmente porque yo estaba al aire en el noticiero de T.V.Q. Algo había pasado en las Torres Gemelas de Nueva York. ¿Una avioneta se había estrellado involuntariamente? La verdad nos caería de peso, poco a poco, pero sin dilación. Aquello marcaría la historia contemporánea de la humanidad.

Veinte años ya.