/ domingo 24 de octubre de 2021

Aquí Querétaro

Nada queda de aquella vaca pinta que parecía sonreírme a la entrada de uno de los varios galerones que podían descubrirse en la agreste superficie del cerro histórico; muy poco de aquella emoción de asistir, con ansias adolescentes, a las competencias donde los caballos saltaban aquí y allá.

Nada del estand redondeado donde los amigos de mi padre consumían aquellas tardes de diciembre, y nada de las muchas pacas de paja que, desmenuzadas, servían de cama a un ganado que rumeaba eternamente.

Las muchas tardes que servían para perder el tiempo, o ganarlo en emociones pequeñitas y eternas, se quedaron, a la distancia, en algún rincón de la memoria para aparecer de ve en vez, entre las blancas nubes de la nostalgia. Un rincón que se hace menos rincón cuando el periódico anuncia que, por segunda ocasión consecutiva, la tradicional feria ganadera de Querétaro será suspendida.

Viví la feria, por primera vez en el Cerro de las Campanas, donde hoy edificios con aulas de la Universidad se levantan, dándonos pruebas del paso del tiempo. Luego la viví con intensidad en esas nuevas instalaciones construidas para ella, “hasta allá”, donde la ciudad perdía su nombre y el Cimatario parecía más grande e imponente.

Entre vacas, borregos y cabras, bebí, cada diciembre, esa grata sensación de que la vida era eterna, esas emociones de lo nuevo, a pesar de la viejo, de lo desconocido, como si no fuera tan conocido. Entre puestos de los más diversos productos, al amparo de los gritos de los merolicos con micrófono pegado a la boca, se quedó mi infancia y mi primera juventud; mi inocencia y unas ilusiones que se fugaron entre los olanes del tiempo.

Y aunque por varios años no fui a la famosa y tradicional feria ganadera, el anuncio de la suspensión, gracias al embate del terrible bicho que ha puesto en pausa la vida de todos, no deja de causarme pesar, ni, desde luego, de motivarme el regreso de esos recursos escondidos en el misterioso rincón de los aparentes olvidos.

La vaca pinta que me sonreía de niño ya no está, como tampoco está ese niño que veía los colores distintos cuando llegaba diciembre.

Nada queda de aquella vaca pinta que parecía sonreírme a la entrada de uno de los varios galerones que podían descubrirse en la agreste superficie del cerro histórico; muy poco de aquella emoción de asistir, con ansias adolescentes, a las competencias donde los caballos saltaban aquí y allá.

Nada del estand redondeado donde los amigos de mi padre consumían aquellas tardes de diciembre, y nada de las muchas pacas de paja que, desmenuzadas, servían de cama a un ganado que rumeaba eternamente.

Las muchas tardes que servían para perder el tiempo, o ganarlo en emociones pequeñitas y eternas, se quedaron, a la distancia, en algún rincón de la memoria para aparecer de ve en vez, entre las blancas nubes de la nostalgia. Un rincón que se hace menos rincón cuando el periódico anuncia que, por segunda ocasión consecutiva, la tradicional feria ganadera de Querétaro será suspendida.

Viví la feria, por primera vez en el Cerro de las Campanas, donde hoy edificios con aulas de la Universidad se levantan, dándonos pruebas del paso del tiempo. Luego la viví con intensidad en esas nuevas instalaciones construidas para ella, “hasta allá”, donde la ciudad perdía su nombre y el Cimatario parecía más grande e imponente.

Entre vacas, borregos y cabras, bebí, cada diciembre, esa grata sensación de que la vida era eterna, esas emociones de lo nuevo, a pesar de la viejo, de lo desconocido, como si no fuera tan conocido. Entre puestos de los más diversos productos, al amparo de los gritos de los merolicos con micrófono pegado a la boca, se quedó mi infancia y mi primera juventud; mi inocencia y unas ilusiones que se fugaron entre los olanes del tiempo.

Y aunque por varios años no fui a la famosa y tradicional feria ganadera, el anuncio de la suspensión, gracias al embate del terrible bicho que ha puesto en pausa la vida de todos, no deja de causarme pesar, ni, desde luego, de motivarme el regreso de esos recursos escondidos en el misterioso rincón de los aparentes olvidos.

La vaca pinta que me sonreía de niño ya no está, como tampoco está ese niño que veía los colores distintos cuando llegaba diciembre.