/ domingo 21 de noviembre de 2021

Aquí Querétaro

Escenario de algunos de los acontecimientos históricos y artísticos más importantes de este país, el hoy llamado Teatro de la República representa un patrimonio invaluable de la Nación, pero también y sobre todo, un patrimonio queretano por excelencia.

Ahí, sobre su escenario, no sólo se promulgó la espulgada Constitución que hoy, todavía, no rige, sino que se dieron hechos de muy variada naturaleza, desde el juicio al Archiduque Maximiliano de Habsburgo y sus generales Tomás Mejía y Miguel Miramón, que acabó finalmente con sus vidas, hasta peleas de box, pasando por las presentaciones inolvidables de Ángela Peralta o la fundación del Partido Nacional Revolucionario, el actual PRI; sus muros vieron operar al famoso Chucho el Roto, oyeron el discurso del Subcomandante Marcos, por primera vez en el país las notas del Himno Nacional, o las innumerables alocuciones de los más destacados políticos de un siglo.

Pero también, el viejo inmueble, construido por iniciativa del entonces gobernador estatal, don Sabás Antonio Domínguez y llamado en un inicio Agustín de Iturbide, ha sido, sobre todo, un espacio de convivencia para varias generaciones de integrantes de la sociedad queretana, que fueron viviendo ahí los más variados acontecimientos de su cotidianidad, a través del teatro, del canto, de las serenatas y bohemias, de los actos de beneficencia, de la congregación, en fin, de quienes lo sentían propio, cercano y amable.

El histórico teatro, nombrado alguna vez, y por brevísimo tiempo, Venustiano Carranza, tardó en construirse un lustro y fue inaugurado, allá por 1850, con una comedia ligera de sugestivo título: “Con dinero baila el perro”, demostrando con ello que el recinto fue edificado para regocijo de los queretanos y no para altar patrio; para depositario de muestra artísticas y no para convertirse en exclusivo espacio político. Hace algunos ayeres, durante la administración de Mariano Palacios, se pretendió regresarle su esencia artística, pero la loable iniciativa acabó sucumbiendo, con el tiempo, ante el invencible peso de solemnidad que los poderosos suelen darle a la historia.

Pocos años atrás se desató el escándalo cuando la Fundación Josefa Vergara, propietaria desde siempre del inmueble, informó públicamente su intención de venderlo. La sociedad mexicana, desconocedora de que el teatro siempre fue propiedad de esa institución de beneficencia pública y que, aunque prácticamente con ánimo de dueño, tan sólo era administrado por el gobierno estatal, pasó de la sorpresa al espanto y no faltaron los memes que colocaran un Oxxo en los bajos del edificio decimonónico.

Finalmente, el inmueble fue adquirido por el Senado de la República, en un movimiento comercial que pretendía evitar lo que era, desde mi punto de vista, impensable y totalmente improbable: que el histórico recinto pasara a manos de particulares.

Con el paso del tiempo, los queretanos nos hemos dado cuenta que esa transacción no fue ventajosa para todos. Lo ha sido, sin duda, para la Fundación Vergara, que con los recursos obtenidos ha podido desarrollar proyectos de beneficio público, y para la propia cámara alta, que cuenta ahora con un envidiable espacio para prestar o no, siempre a su criterio institucional y solemne, a quien lo solicita, incluyendo, claro está, a los queretanos.

“No había otra opción”, dirán algunos; “mejor con el Senado que con cualquier otro comprador”, asentarán otros; “que solo se utilice para la ceremonia conmemorativa del cinco de febrero y para los informes”, considerarán los más afines a la institucionalidad nacional. Lo cierto es que parece que los queretanos perdimos nuestro teatro.

No deja de ser irónico que el Teatro de la República, que en su momento fue construido con una inversión de ciento veinte mil pesos, haya acabado haciendo honor al título de la primera obra teatral que ahí se escenificó, como antecedente, también sarcástico, de las muchas representaciones que, cada fecha política, tendremos que padecer.

Escenario de algunos de los acontecimientos históricos y artísticos más importantes de este país, el hoy llamado Teatro de la República representa un patrimonio invaluable de la Nación, pero también y sobre todo, un patrimonio queretano por excelencia.

Ahí, sobre su escenario, no sólo se promulgó la espulgada Constitución que hoy, todavía, no rige, sino que se dieron hechos de muy variada naturaleza, desde el juicio al Archiduque Maximiliano de Habsburgo y sus generales Tomás Mejía y Miguel Miramón, que acabó finalmente con sus vidas, hasta peleas de box, pasando por las presentaciones inolvidables de Ángela Peralta o la fundación del Partido Nacional Revolucionario, el actual PRI; sus muros vieron operar al famoso Chucho el Roto, oyeron el discurso del Subcomandante Marcos, por primera vez en el país las notas del Himno Nacional, o las innumerables alocuciones de los más destacados políticos de un siglo.

Pero también, el viejo inmueble, construido por iniciativa del entonces gobernador estatal, don Sabás Antonio Domínguez y llamado en un inicio Agustín de Iturbide, ha sido, sobre todo, un espacio de convivencia para varias generaciones de integrantes de la sociedad queretana, que fueron viviendo ahí los más variados acontecimientos de su cotidianidad, a través del teatro, del canto, de las serenatas y bohemias, de los actos de beneficencia, de la congregación, en fin, de quienes lo sentían propio, cercano y amable.

El histórico teatro, nombrado alguna vez, y por brevísimo tiempo, Venustiano Carranza, tardó en construirse un lustro y fue inaugurado, allá por 1850, con una comedia ligera de sugestivo título: “Con dinero baila el perro”, demostrando con ello que el recinto fue edificado para regocijo de los queretanos y no para altar patrio; para depositario de muestra artísticas y no para convertirse en exclusivo espacio político. Hace algunos ayeres, durante la administración de Mariano Palacios, se pretendió regresarle su esencia artística, pero la loable iniciativa acabó sucumbiendo, con el tiempo, ante el invencible peso de solemnidad que los poderosos suelen darle a la historia.

Pocos años atrás se desató el escándalo cuando la Fundación Josefa Vergara, propietaria desde siempre del inmueble, informó públicamente su intención de venderlo. La sociedad mexicana, desconocedora de que el teatro siempre fue propiedad de esa institución de beneficencia pública y que, aunque prácticamente con ánimo de dueño, tan sólo era administrado por el gobierno estatal, pasó de la sorpresa al espanto y no faltaron los memes que colocaran un Oxxo en los bajos del edificio decimonónico.

Finalmente, el inmueble fue adquirido por el Senado de la República, en un movimiento comercial que pretendía evitar lo que era, desde mi punto de vista, impensable y totalmente improbable: que el histórico recinto pasara a manos de particulares.

Con el paso del tiempo, los queretanos nos hemos dado cuenta que esa transacción no fue ventajosa para todos. Lo ha sido, sin duda, para la Fundación Vergara, que con los recursos obtenidos ha podido desarrollar proyectos de beneficio público, y para la propia cámara alta, que cuenta ahora con un envidiable espacio para prestar o no, siempre a su criterio institucional y solemne, a quien lo solicita, incluyendo, claro está, a los queretanos.

“No había otra opción”, dirán algunos; “mejor con el Senado que con cualquier otro comprador”, asentarán otros; “que solo se utilice para la ceremonia conmemorativa del cinco de febrero y para los informes”, considerarán los más afines a la institucionalidad nacional. Lo cierto es que parece que los queretanos perdimos nuestro teatro.

No deja de ser irónico que el Teatro de la República, que en su momento fue construido con una inversión de ciento veinte mil pesos, haya acabado haciendo honor al título de la primera obra teatral que ahí se escenificó, como antecedente, también sarcástico, de las muchas representaciones que, cada fecha política, tendremos que padecer.