/ domingo 29 de mayo de 2022

Aquí Querétaro

Conocí a Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, conocido en el mundo del teatro como LEGOM, una mañana de febrero de 1998, en los pasillos del Palacio de Gobierno de Querétaro; tenía colocada una cinta de “masking tape” cubriéndole la boca, y sostenía, con las dos manos, una cartulina azul donde podía leerse: “Nacho, primero nombras al maestro de piano de tus hijos y ahora a un payaso”.

Nacho no era otro que el entonces flamante gobernador de Querétaro, hoy diputado federal, Ignacio Loyola Vera; el maestro de piano era el profesor Prudencio Bilbao, quien había estado en el cargo de titular del desaparecido Consejo Estatal para la Cultura y las Artes apenas unos cuatro meses, y el payaso era yo, que en ese momento tomaba protesta de dicha responsabilidad.

¿Quién iba a decirme que, con el paso del tiempo, podría entablar con ese joven poeta y narrador, llegado de Guadalajara no hacía mucho tiempo, una entrañable amistad? ¿Quién iba a decir que también lograría llevar una buena, incluso afectuosa, relación con el resto de los manifestantes (cuatro en total) que adornaban los pasillos de la que fuera casa del Corregidor Domínguez y de doña Josefa, incluyendo a José Luis Álvarez, conocido como “el Tocho”, quien tuvo que abortar la manifestación silenciosa ante la inminente salida de la escuela de alguno de sus hijos?

A las pocas semanas organizamos un foro incluyente con los artistas queretanos, administrado por especialidades, y le pedí a aquel aguerrido creador literario que me apoyara como secretario de actas de aquellos encuentros en el Museo de la Ciudad, donde escuchamos de todo. Desde ahí empezamos a comprender, ambos, que ni el jalisciense era un intransigente reventador, ni el nuevo funcionario un burócrata insensible.

Cuando desde aquel Coneculta queretano decidimos lanzar la primera convocatoria del premio “Manuel Herrera” de dramaturgia, Luis Enrique, agobiado por esa necesidad económica que conlleva ser creador artístico en este país, decidió que iba a participar, escribiendo por primera vez teatro, no sin antes espetar, con su característico lenguaje de confrontación: “¿Quién chingaos es ese Manuel Herrera?”

LEGOM no ganó aquel primer concurso de dramaturgia queretano (el primer resultado fue tan sorpresivo que algunos jurados querían recapitular sobre su decisión al momento de abrir la plica), pero después ganó tres consecutivos, al grado de que los organizadores tuvimos que plantear la necesidad de adicionar una cláusula a la convocatoria que impidiera la participación después de haber sido ya ganadores. “La voy a meter con el nombre de mi taxista y también voy a ganar”, me amenazó un día Luis Enrique.

De aquel primer triunfo, sustentado en los votos de Luz Emilia Aguilar Zínzer y Rodolfo Obregón en una larguísima charla y comida caracterizada por la reticencia del fallecido Tomás Urtusástegui, quien se negaba a reconocer las virtudes de esa nueva forma de escribir teatro que entusiasmaba a los primeros, vino una frenética carrera de creación, ganando concursos (y renunciando a alguno, pues había participado en dos con la misma obra y casi al mismo tiempo), y siendo celebrado por una comunidad teatral que reconocía el nacimiento de una nueva etapa de la dramaturgia nacional; una intensa carrera en la que Luis Enrique parecía vomitar textos, que escribía en una sola noche, casi de jalón, y en donde la crueldad de la vida se resumía sin concesiones y sin mesura.

Otro día, y en contubernio con Edgar Chías (“pinche chino”, le solía llamar Luis Enrique), creó un encuentro de jóvenes dramaturgos que se convirtió en centro de atención de la comunidad teatral del país y hasta donde llegaron, siempre a Querétaro, personalidades de todo el mundo hispano. Con el tiempo, y siempre fiel a su particular congruencia y solidaridad (tan aparentemente alejadas de ese personaje hiriente del que siempre echó mano) dejó la estafeta del encuentro, ahora llamado festival, en manos de nuevas generaciones de dramaturgos.

Aquejado por una terrible insuficiencia renal crónica, que lo obligó a sufrir diálisis a razón de tres veces por semana y durante diecisiete años, emigró de Querétaro, donde no pudimos lograr una atención constante y gratuita, y fue contratado, como dramaturgo residente, por la Universidad Veracruzana, gracias a la intervención y el apoyo de personajes como Boris Schoemann y Luis Mario Moncada. Nunca, por razones que no tengo claras, fue objeto de un trasplante, pero, haciendo alusión a sus parejas a lo largo de los años, solía decir en personaje LEGOM: “Yo no busco novia, busco un riñón”.

Dos momentos en la historia de mi relación con LEGOM, no exenta también de episodios malos, marcaron para siempre mi alma. Los dos, por cierto, hablan con transparencia del verdadero ser humano que era Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio. Los dos se dieron en mi oficina, a la que no necesitaba tocar la puerta, porque empujaba la ventana que daba a la calle y desde ahí podía arreglar cualquier entuerto. La primera cuando llegó con un texto dramático y me dijo que lo había escrito para mí y para Franco Vega (“que es el mejor actor de Querétaro”, decía); la obra se llamaba “Edy y Rudy”. Y la segunda, cuando me entregó en mano el reconocimiento del “Fringe First Award”, del Festival de Edimburgo, donde triunfó con su “Las chicas del tres y medio floppies” (“tú mereces conservarla”, me dijo, luego de quejarse porque “estos cabrones querían engañarme dándome una copia”).

Ante su inminente partida, le envié a su celular, como sabía lo estaban haciendo sus cercanos, un mensaje de despedida. No tuve agallas para despedirme, sin embargo; le dejé mi esperanza de volvernos a ver por este Querétaro que tanto representó en su vida. Una esperanza tan tenue, tan frágil, como su salud.

Conocí a Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, conocido en el mundo del teatro como LEGOM, una mañana de febrero de 1998, en los pasillos del Palacio de Gobierno de Querétaro; tenía colocada una cinta de “masking tape” cubriéndole la boca, y sostenía, con las dos manos, una cartulina azul donde podía leerse: “Nacho, primero nombras al maestro de piano de tus hijos y ahora a un payaso”.

Nacho no era otro que el entonces flamante gobernador de Querétaro, hoy diputado federal, Ignacio Loyola Vera; el maestro de piano era el profesor Prudencio Bilbao, quien había estado en el cargo de titular del desaparecido Consejo Estatal para la Cultura y las Artes apenas unos cuatro meses, y el payaso era yo, que en ese momento tomaba protesta de dicha responsabilidad.

¿Quién iba a decirme que, con el paso del tiempo, podría entablar con ese joven poeta y narrador, llegado de Guadalajara no hacía mucho tiempo, una entrañable amistad? ¿Quién iba a decir que también lograría llevar una buena, incluso afectuosa, relación con el resto de los manifestantes (cuatro en total) que adornaban los pasillos de la que fuera casa del Corregidor Domínguez y de doña Josefa, incluyendo a José Luis Álvarez, conocido como “el Tocho”, quien tuvo que abortar la manifestación silenciosa ante la inminente salida de la escuela de alguno de sus hijos?

A las pocas semanas organizamos un foro incluyente con los artistas queretanos, administrado por especialidades, y le pedí a aquel aguerrido creador literario que me apoyara como secretario de actas de aquellos encuentros en el Museo de la Ciudad, donde escuchamos de todo. Desde ahí empezamos a comprender, ambos, que ni el jalisciense era un intransigente reventador, ni el nuevo funcionario un burócrata insensible.

Cuando desde aquel Coneculta queretano decidimos lanzar la primera convocatoria del premio “Manuel Herrera” de dramaturgia, Luis Enrique, agobiado por esa necesidad económica que conlleva ser creador artístico en este país, decidió que iba a participar, escribiendo por primera vez teatro, no sin antes espetar, con su característico lenguaje de confrontación: “¿Quién chingaos es ese Manuel Herrera?”

LEGOM no ganó aquel primer concurso de dramaturgia queretano (el primer resultado fue tan sorpresivo que algunos jurados querían recapitular sobre su decisión al momento de abrir la plica), pero después ganó tres consecutivos, al grado de que los organizadores tuvimos que plantear la necesidad de adicionar una cláusula a la convocatoria que impidiera la participación después de haber sido ya ganadores. “La voy a meter con el nombre de mi taxista y también voy a ganar”, me amenazó un día Luis Enrique.

De aquel primer triunfo, sustentado en los votos de Luz Emilia Aguilar Zínzer y Rodolfo Obregón en una larguísima charla y comida caracterizada por la reticencia del fallecido Tomás Urtusástegui, quien se negaba a reconocer las virtudes de esa nueva forma de escribir teatro que entusiasmaba a los primeros, vino una frenética carrera de creación, ganando concursos (y renunciando a alguno, pues había participado en dos con la misma obra y casi al mismo tiempo), y siendo celebrado por una comunidad teatral que reconocía el nacimiento de una nueva etapa de la dramaturgia nacional; una intensa carrera en la que Luis Enrique parecía vomitar textos, que escribía en una sola noche, casi de jalón, y en donde la crueldad de la vida se resumía sin concesiones y sin mesura.

Otro día, y en contubernio con Edgar Chías (“pinche chino”, le solía llamar Luis Enrique), creó un encuentro de jóvenes dramaturgos que se convirtió en centro de atención de la comunidad teatral del país y hasta donde llegaron, siempre a Querétaro, personalidades de todo el mundo hispano. Con el tiempo, y siempre fiel a su particular congruencia y solidaridad (tan aparentemente alejadas de ese personaje hiriente del que siempre echó mano) dejó la estafeta del encuentro, ahora llamado festival, en manos de nuevas generaciones de dramaturgos.

Aquejado por una terrible insuficiencia renal crónica, que lo obligó a sufrir diálisis a razón de tres veces por semana y durante diecisiete años, emigró de Querétaro, donde no pudimos lograr una atención constante y gratuita, y fue contratado, como dramaturgo residente, por la Universidad Veracruzana, gracias a la intervención y el apoyo de personajes como Boris Schoemann y Luis Mario Moncada. Nunca, por razones que no tengo claras, fue objeto de un trasplante, pero, haciendo alusión a sus parejas a lo largo de los años, solía decir en personaje LEGOM: “Yo no busco novia, busco un riñón”.

Dos momentos en la historia de mi relación con LEGOM, no exenta también de episodios malos, marcaron para siempre mi alma. Los dos, por cierto, hablan con transparencia del verdadero ser humano que era Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio. Los dos se dieron en mi oficina, a la que no necesitaba tocar la puerta, porque empujaba la ventana que daba a la calle y desde ahí podía arreglar cualquier entuerto. La primera cuando llegó con un texto dramático y me dijo que lo había escrito para mí y para Franco Vega (“que es el mejor actor de Querétaro”, decía); la obra se llamaba “Edy y Rudy”. Y la segunda, cuando me entregó en mano el reconocimiento del “Fringe First Award”, del Festival de Edimburgo, donde triunfó con su “Las chicas del tres y medio floppies” (“tú mereces conservarla”, me dijo, luego de quejarse porque “estos cabrones querían engañarme dándome una copia”).

Ante su inminente partida, le envié a su celular, como sabía lo estaban haciendo sus cercanos, un mensaje de despedida. No tuve agallas para despedirme, sin embargo; le dejé mi esperanza de volvernos a ver por este Querétaro que tanto representó en su vida. Una esperanza tan tenue, tan frágil, como su salud.