/ domingo 3 de julio de 2022

Aquí Querétaro

Es de sobra conocido que en Querétaro las estatuas caminan, que gustan de la trashumancia, que disfrutan el cambiar de aires y paisajes, y que no suelen encariñarse con un entorno.

Para comprobarlo, basta tan solo citar algunos ejemplos clásicos: don Venustiano Carranza, que de la Plaza de la Constitución se cambió a diversos espacios y hoy pernocta a la vera de los juzgados; don Mariano Escobedo que prefirió los arbolados parajes del Cerro de las Campanas a los asfaltados de Zaragoza y Tecnológico; Cristóbal Colón, que un día decidió darle una vuelta a la Alameda; o la de los toritos, a los que, más a fuerza que de ganas y al más puro estilo de la prepotencia del poder, los llevaron completitos y sin rechistar hasta la salida a Huimilpan.

Pero quizá la tradición peregrina de las estatuas queretanas venga desde el siglo XIX, cuando a la escultura de don Juan Antonio de Urrutia y Arana, la hicieron moverse a la fuerza, de un cañonazo puro, durante el sitio de 1867. El desahucio forzado fue tan violento que cayó desde las alturas y no pudo sobrevivir.

Tres décadas tendrían que pasar para que los queretanos decidieran que el Marqués de la Villa del Villar del Águila tenía que ocupar la posición que le correspondía en la llamada “Plaza de Arriba” de la ciudad, y encargaron al hábil escultor Diego Almaraz y Guillén la imagen en piedra del benefactor. Así, la mañana del 16 de septiembre de 1892, mediante una ceremonia en la que tomó la palabra el Lic. Manuel Vera y que presidió el entonces gobernador queretano, la escultura fue develada y ahí se mantiene hasta nuestros días, a pesar de que ahora tenga que apechugar con el nombre popular de la fuente “de los perritos”.

Ese mismo año, una escultura del mismo personaje, ésta en madera bronceada, fue colocada al amparo del arco superior de las escaleras de lo que hoy es Palacio de Gobierno, pero poco tiempo después fue trasladada, y colocada en nicho, en la alberca de La Cañada, donde nace el acueducto queretano; en su lugar fue dispuesto un busto en cantera de doña Josefa Ortiz de Domínguez.

Un lustro más tarde, la alegoría a “La Fama”, instalada en el centro mismo de la Alameda, fue trocada por la figura en bronce de don Miguel Hidalgo y Costilla, elaborado en las instalaciones capitalinas de la Fundación Artística Mexicana. Desde entonces ese céntrico pulmón natural fue llamado Alameda Hidalgo, a pesar de que ahora muchos insistan en mencionarla como “alameda central”.

Como digo, las esculturas queretanas gustan de caminar, de cambiar de aires y vecinos, y de mantener eternamente presta la imaginación inútil de los algunos gobernantes.


Es de sobra conocido que en Querétaro las estatuas caminan, que gustan de la trashumancia, que disfrutan el cambiar de aires y paisajes, y que no suelen encariñarse con un entorno.

Para comprobarlo, basta tan solo citar algunos ejemplos clásicos: don Venustiano Carranza, que de la Plaza de la Constitución se cambió a diversos espacios y hoy pernocta a la vera de los juzgados; don Mariano Escobedo que prefirió los arbolados parajes del Cerro de las Campanas a los asfaltados de Zaragoza y Tecnológico; Cristóbal Colón, que un día decidió darle una vuelta a la Alameda; o la de los toritos, a los que, más a fuerza que de ganas y al más puro estilo de la prepotencia del poder, los llevaron completitos y sin rechistar hasta la salida a Huimilpan.

Pero quizá la tradición peregrina de las estatuas queretanas venga desde el siglo XIX, cuando a la escultura de don Juan Antonio de Urrutia y Arana, la hicieron moverse a la fuerza, de un cañonazo puro, durante el sitio de 1867. El desahucio forzado fue tan violento que cayó desde las alturas y no pudo sobrevivir.

Tres décadas tendrían que pasar para que los queretanos decidieran que el Marqués de la Villa del Villar del Águila tenía que ocupar la posición que le correspondía en la llamada “Plaza de Arriba” de la ciudad, y encargaron al hábil escultor Diego Almaraz y Guillén la imagen en piedra del benefactor. Así, la mañana del 16 de septiembre de 1892, mediante una ceremonia en la que tomó la palabra el Lic. Manuel Vera y que presidió el entonces gobernador queretano, la escultura fue develada y ahí se mantiene hasta nuestros días, a pesar de que ahora tenga que apechugar con el nombre popular de la fuente “de los perritos”.

Ese mismo año, una escultura del mismo personaje, ésta en madera bronceada, fue colocada al amparo del arco superior de las escaleras de lo que hoy es Palacio de Gobierno, pero poco tiempo después fue trasladada, y colocada en nicho, en la alberca de La Cañada, donde nace el acueducto queretano; en su lugar fue dispuesto un busto en cantera de doña Josefa Ortiz de Domínguez.

Un lustro más tarde, la alegoría a “La Fama”, instalada en el centro mismo de la Alameda, fue trocada por la figura en bronce de don Miguel Hidalgo y Costilla, elaborado en las instalaciones capitalinas de la Fundación Artística Mexicana. Desde entonces ese céntrico pulmón natural fue llamado Alameda Hidalgo, a pesar de que ahora muchos insistan en mencionarla como “alameda central”.

Como digo, las esculturas queretanas gustan de caminar, de cambiar de aires y vecinos, y de mantener eternamente presta la imaginación inútil de los algunos gobernantes.