Aquel 19 de mayo de 1960, en el teatro Xola de la Ciudad de México, inició uno de los proyectos culturales más loables y ambiciosos en la historia del país: el programa de teatro del Instituto Mexicano del Seguro Social.
En realidad, la extraordinaria aventura había iniciado algunos años antes, en 1953, con la construcción del primer teatro de esa institución de salud, el Moisés Calleja, en el Paseo de la Reforma, y se había ido consolidando gracias a la llegada al poder, unos cinco años más tarde, de uno de los presidentes mexicanos que más apostó por el arte como camino a atender los enormes rezagos sociales: Adolfo López Mateos.
Entre otras cosas, el mandatario mexiquense dedicó el 26 por ciento del presupuesto de su gobierno a obras de beneficio social y tuvo el tino de nombrar al frente del IMSS a Benito Coquet Lagunes, abogado veracruzano y funcionario público en diversas instancias que había coincidido con López Mateos en la campaña presidencial de José Vasconcelos.
Coquet estableció una estrategia en dos vertientes. Por un lado, la construcción de infraestructura teatral, dotando al país de 26 foros cerrados y 42 al aire libre, lo que convirtió al hecho en la mayor infraestructura teatral de América Latina, y por el otro, desarrolló un programa cultural que conformó, entre otras cosas, una compañía escénica, una orquesta, un ballet folklórico y un coro, que recorrieron sin descanso la geografía nacional. Al frente del patronato que administró brillantemente toda la infraestructura teatral se distinguió el escenógrafo Julio Prieto Posadas.
Con “Marco Polo”, de Eugene O’Neil y bajo la dirección de Ignacio Retes, aquel 19 de mayo del 60, inició la aventura que incluyó a directores como José Solé, Salvador Novo, Juan Miguel de Mora, Xavier Rojas, Julio Bracho, y hasta el mítico maestro Seki Sano, y a actores como Pepe Gálvez o Ignacio López Tarso, por sólo mencionar a un par de ellos.
En el sexenio de López Mateos se estrenaron, para los teatros del IMSS, 38 puestas en escena, pero además de creó el llamado Teatro Campesino, a cargo de Miguel Sabido, en el estado de Morelos, la compañía de danza folclórica, encabezada por Guillermo Arriaga, el coro que dirigía Alberto Alba, y una orquesta cuya batuta fue sostenida por Blas Galindo.
Fueron aquellos, sin duda, los mejores tiempos para los teatros del IMSS, tiempos que vinieron a olvidarse con el cambio de sexenio y que, acaso, resucitaron un poco con el programa denominado “Teatro de la Nación”, que estructuró Margarita López Portillo durante la administración presidencial de su hermano, y más recientemente con la idea de concesionar los espacios a grupos teatrales independientes, con resultados diversos.
Hace algunas semanas y aprovechando la inauguración de la nueva sede de la Cineteca Nacional, la titular de la Secretaría de Cultura federal, Alejandra Frausto, y el Director General del IMSS, Zoé Robledo, anunciaron pomposamente que los teatros de esa institución albergarían proyecciones de cine, dándole así un carácter nacional a la Cineteca. Seguirán siendo teatros, dijeron, pero ahora ahí se impulsará decididamente al cine.
No sé porqué tengo un nudo en la garganta con el famoso anuncio. Y no tiene nada que ver con el cine, que es una disciplina que, personalmente, gozo, sino con esa sensación de que la nueva idea nace de una mera ocurrencia más que del raciocinio; que es más una estrategia populista que un proyecto sólido; que se concibe, más que desde el estudio, desde la ignorancia.
Este país necesita de varios Benitos Coquets y Julios Prietos, y si eso fuese mucho pedir, requiere al menos de funcionarios que revisen y abreven, con sensibilidad, de nuestra historia.