“La naturaleza fue exacta, precisa e imponente”, rezaba la introducción de la nota principal de la edición de nuestro Diario de Querétaro ese viernes que siguió al once de julio de 1991. Un poco más abajo, en la misma edición, el que hoy esto escribe resumía en otra nota, con el romanticismo, o la cursilería si prefiere, que siempre me ha caracterizado, y emulando a las entonces muy socorridas notas rosas de sociales: “Ante millones de testigos, embelesados por el hermoso acto de amor, don Sol y doña Luna se unieron ante el creador”.
De ese día han pasado ya treinta y tres años y tres meses, y las notas periodísticas daban cuenta de aquel eclipse de sol que paralizó al país, que duró, según las crónicas, unos seis minutos y medio, y que nos obligó a todos a mirar, toda protección ocular obligada, a las alturas. El gobernador de entonces, el Lic. Enrique Burgos, lo hizo desde Amealco, y yo, libreta y bolígrafo en mano, desde el Jardín Zenea, que se oscureció casi totalmente después de que las muchas palomas buscaron cobijo nocturno en los resquicios de la fachada del Gran Hotel.
El fenómeno natural, efectivamente exacto, preciso e imponente, nos unió a todos, como también unió en la misma angustia a habitantes de la zona de Jurica, donde, como bien daba cuenta la misma edición del Diario, se había roto uno de los muros de un bordo cercano. La preocupación y el miedo obligaron a mantenerse alertas durante toda la noche lo mismo a los colonos del rico fraccionamiento que a los habitantes del ejido, cuyas coincidencias, hasta ese momento, sólo se habían concentrado en un nombre común: Jurica.
La mañana del pasado sábado volvimos, tras tres décadas, a vivir la experiencia, aunque en un menor porcentaje, y curiosamente, pese a las muchas y aceleradas formas de comunicación que nos agobian a ratos, no sentí la expectación popular, la curiosidad generalizada, de aquel 1991, cuando la población se preparó para presenciar un acontecimiento que marcaría a toda una generación.
Por entonces, según recuerdo, la preparación para ser testigo de aquel eclipse de sol fue larga y sostenida, y en las tiendas podían comprarse los lentes con armazón de cartón que harían posible la experiencia, lentes que también eran regalados, con la propaganda correspondiente, a los clientes de algún banco o de alguna tienda departamental. Todo mundo hablaba del eclipse como un acontecimiento imperdible, y para muchos, inentendible.
Hoy parece que nos maravillamos menos de los regalos que, de vez en vez, nos ofrece la naturaleza, y en Jurica, como en la canción de Serrat, “con la resaca a cuestas, volvió el pobre a su pobreza, el rico a su riqueza, y el señor cura a sus misas”, seguros todos de que los muros de los bordos cercanos están todos ya reforzados. Que don Sol y doña Luna se unan ante el creador es materia de una sección, la de sociales, que parece interesar sólo a los involucrados.
Mirando, como hace cerca de siete lustros, el tierno y siempre insuficiente abrazo de la luna al sol, me pregunto si la vida me dará la oportunidad de volver a ver tan indescriptible como sencillo acontecimiento, y si para entonces Jurica seguirá siendo lo que es hoy o las desigualdades de este país se habrán achicado a la sombra de un eclipse.