Cuando nació, el 22 de marzo de 1781, en una humilde vivienda del poniente de Querétaro, aquel niño estaba predestinado, no sólo para convertirse en un héroe, sino también y sobre todo, en el protagonista de una vida marcada por la tragedia y el olvido. José María Ignacio Juan Nepomuceno Aparicio Epigmenio sería conocido, simplemente, como Epigmenio González.
A los cuatro años, con su hermano Emeterio de sólo un año, vió morir a su padre, y pocos meses después, a su madre, asumiendo, simple y tristemente, el rol de huérfano. Apenas doce años después, a los dieciséis, perdió a su abuelo Manuel, un albañil que se había hecho cargo de los dos hermanos cuando sus padres murieron. Y curiosamente fue ese doblez de la vida el que pareció, sólo pareció, cambiarle la existencia, cuando lo arropó (los arropó) una mujer de posibilidades económicas y dueña de una tienda de “indios”: Doña Carmen Covarrubias.
A la muerte de la noble mujer, Epigmenio heredó “La Concepción”, que tal era el nombre de aquella tienda en la que se encontraba de todo, ubicada justo frente a la Plaza de Abajo y a unos pasos de los varios templos que acompañaban a la construcción del Convento Grande de San Francisco.
Pese a su ya buena posición económica, casó con una india: doña Anastasia Juárez, y el nuevo hogar abrigó, otra vez, un espacio para la tragedia: Murió el único hijo de la pareja apenas nacer, y la cólera acabó después con la vida de ella, apenas un año antes de que la conspiración fuere descubierta.
Ahí en la tienda, que era también su casa, Epigmenio, y su hermano Emeterio, guardaban con discreción armamento que se utilizaría en la revuelta, pero cuando los planes fueron descubiertos, los apresaron el catorce de septiembre de aquel 1810. A la cárcel llevaron también a quienes ahí se alojaban por la característica bonhomía de los hermanos, incluyendo a un par de niños huérfanos que habían adoptado.
Emeterio murió en prisión apenas dos años después, y a Epigmenio le fue conmutada la pena de muerte por la prisión y el exilio en la lejana Filipinas, en donde permaneció entre rejas por veintisiete años.
Cuando finalmente fue liberado y pudo regresar a México, no quiso volver a Querétaro; se instaló en Guadalajara, donde le ofrecieron un trabajo de velador para solventar los gastos de su vida cotidiana.
José María Ignacio Juan Nepomuceno Aparicio Epigmenio murió a los setenta y siete años, de cólera como su finada esposa, sin homenajes ni pensión alguna, en medio del olvido de una nación libre y soberana. Aunque alguna calle y una delegación de su ciudad natal llevan hoy su nombre, el de Epigmenio González es un ejemplo del menosprecio con el que puede sobrevivir el recuerdo de nuestros héroes.