/ domingo 7 de abril de 2024

Aquí Querétaro | El tren rápido


El famoso tren rápido a México es para los queretanos algo así como lo que fue, por tanto tiempo, el equipo de futbol de los Gallos Blancos. Tanto que, parafraseando a alguien que lo suele decir sobre el tema futbolístico, la palabra Querétaro pudiera traducirse al castellano como “ciudad sin tren rápido”.

Como con aquellos míticos Gallos de Silvano Téllez, “La Pantera” Cortés y Justino González, que siempre estaban cerca de ascender, pero no lo lograban deportivamente, o los vendían o los transaban ante dicha posibilidad, el tren rápido a la Ciudad de México es una especie de quimera queretana muy al estilo de la fundación de la ciudad, el enamoramiento del Marqués de la Villa del Villar del Águila por una monja, o el túnel de Maximiliano. Una ilusión colectiva que, a lo largo de la historia, nos la ofrecen como una paleta que se muestra ante un niño y después cruelmente se le quita.

Y es que la imaginación de los futuros posibles usuarios de ese anhelo ruín y volátil suele ser optimista: Llegar a la capital nacional en menor tiempo, sin los riesgos de la carretera más transitada y peligrosa del país, sin los eternos arreglos y desviaciones, sin los traileros kamikazes y sin los asaltos tras cualquier curva.

Los queretanos, tan afectos al romanticismo, nos empeñamos en imaginar un mundo ferroviario al más puro estilo porfiriano, con vagones de lujo, comedor para desayunar huevos revueltos, y paisajes de ensueño, donde podamos ir a México por la mañana y regresar a casita por la tarde, aunque no nos quede a la vista ni Palmillas ni Conín. Lo único malo, eso sí, es que tendríamos que llegar a Buenavista, tan cerca de la Guerrero y tan lejos de Santa Fé.

Por eso, cada vez que surge la idea, y no para de hacerlo con cotidianidad, del tren rápido a México, los queretanos alimentamos la ilusión; por eso, la del tren es la propuesta más redituable que los políticos pueden hacer en tierras de Epigmenio González y del “ojitos de huevo”, y en tiempos de campañas políticas y recaudación de votos. La idea no muere, a pesar de los pesares, sino, antes bien, resucita ante cualquier mínima palpitación.

Pero más allá del eterno “ya merito” de la construcción del tren rápido y de sus pregonadas virtudes, ¿nos hemos puesto a pensar los posibles males que la obra nos acarrearía? Es decir, además de poder ir y venir a México con seguridad y rapidez, ¿hemos imaginado el impacto poblacional, vehicular y de servicios que traería consigo?

Y es que pocos parecen ser los que no creen en el túnel de Maximiliano, en el amor platónico del Marqués y en las hegemónicas virtudes del tren rápido.


El famoso tren rápido a México es para los queretanos algo así como lo que fue, por tanto tiempo, el equipo de futbol de los Gallos Blancos. Tanto que, parafraseando a alguien que lo suele decir sobre el tema futbolístico, la palabra Querétaro pudiera traducirse al castellano como “ciudad sin tren rápido”.

Como con aquellos míticos Gallos de Silvano Téllez, “La Pantera” Cortés y Justino González, que siempre estaban cerca de ascender, pero no lo lograban deportivamente, o los vendían o los transaban ante dicha posibilidad, el tren rápido a la Ciudad de México es una especie de quimera queretana muy al estilo de la fundación de la ciudad, el enamoramiento del Marqués de la Villa del Villar del Águila por una monja, o el túnel de Maximiliano. Una ilusión colectiva que, a lo largo de la historia, nos la ofrecen como una paleta que se muestra ante un niño y después cruelmente se le quita.

Y es que la imaginación de los futuros posibles usuarios de ese anhelo ruín y volátil suele ser optimista: Llegar a la capital nacional en menor tiempo, sin los riesgos de la carretera más transitada y peligrosa del país, sin los eternos arreglos y desviaciones, sin los traileros kamikazes y sin los asaltos tras cualquier curva.

Los queretanos, tan afectos al romanticismo, nos empeñamos en imaginar un mundo ferroviario al más puro estilo porfiriano, con vagones de lujo, comedor para desayunar huevos revueltos, y paisajes de ensueño, donde podamos ir a México por la mañana y regresar a casita por la tarde, aunque no nos quede a la vista ni Palmillas ni Conín. Lo único malo, eso sí, es que tendríamos que llegar a Buenavista, tan cerca de la Guerrero y tan lejos de Santa Fé.

Por eso, cada vez que surge la idea, y no para de hacerlo con cotidianidad, del tren rápido a México, los queretanos alimentamos la ilusión; por eso, la del tren es la propuesta más redituable que los políticos pueden hacer en tierras de Epigmenio González y del “ojitos de huevo”, y en tiempos de campañas políticas y recaudación de votos. La idea no muere, a pesar de los pesares, sino, antes bien, resucita ante cualquier mínima palpitación.

Pero más allá del eterno “ya merito” de la construcción del tren rápido y de sus pregonadas virtudes, ¿nos hemos puesto a pensar los posibles males que la obra nos acarrearía? Es decir, además de poder ir y venir a México con seguridad y rapidez, ¿hemos imaginado el impacto poblacional, vehicular y de servicios que traería consigo?

Y es que pocos parecen ser los que no creen en el túnel de Maximiliano, en el amor platónico del Marqués y en las hegemónicas virtudes del tren rápido.