/ domingo 7 de enero de 2018

Aquí Querétaro - Los Reyes

Aunque siempre quise que me trajeran una autopista, la verdad es que no puedo culparlos de no haberlo hecho, pues al momento de escribir la solicitud recuerdo que mi madre me disuadía de tal deseo, apelando a muy diversas razones; el caso es que nunca acabé por pedírsela, y a ellos, por supuesto, nunca se les ocurrió traérmela.

Pese a ese pequeño detalle de la eternamente anhelada autopista, la verdad es que Melchor, Gaspar y Baltasar siempre me cayeron bien, muy bien. Muchos fueron los juguetes que, a lo largo de los años que me duró la niñez, aparecieron en casa, en la sala o la ventana a falta de arbolito, y que disfruté al máximo. Cierto que no siempre los que yo hubiera privilegiado en mis solicitudes anuales, pero la llegada de los Reyes Magos también me enseñó que la vida siempre nos debe dejar algo en el tintero por desear.

Hasta en una ocasión, el mismísimo Melchor me dejó unas letras en un pedazo de papel. Me decía en aquella oración en tinta azul y en letra tan parecida a la de mi hermana, que debía portarme mejor el siguiente año; algo así como cuando el maestro nos ponía un seis para pasar de panzazo.

Con el paso del tiempo reparo que, curiosamente, no son los juguetes traídos por los Magos de Oriente los que se me quedaron para siempre en la memoria, sino por el contrario, los que mi padre, a título personal, me regaló en alguna ocasión: aquel caballito de aluminio y cuerda que daba vueltas sin parar y que mi padre sacó de la maleta con olor a Heno de Pravia con la que viajó desde España, o aquella metralleta de plástico con la que me sorprendió una tarde detrás de una puerta, o el sombrero de paja con el que concilió un malestar infantil.

Pero como digo, aunque los juguetes traídos por los Reyes Magos no son los más recordados en mi etapa de adulto, siempre tuve por estos personajes, como casi todos los niños, un cariño evidente, aderezado de emoción e ilusión. Me alegraron muchas mañanas infantiles, me obligaron a colocar mis cartas en las oficinas de Correos de lo que entonces era el Palacio Federal, y me llamaron a mirar al cielo por muchas noches, tratando de descubrir aquellas estrellas que acabarían por llegar a casa, cargaditas de regalos.

Huelga decir que, para mí, los Reyes no son esos personajes de barbas de algodón y tez pintada con carbón, que se dejan tomar fotos a cambio de unas monedas, ni los que saludan y saludan mientras se reparten juguetes institucionales; mis Reyes, los verdaderos, nunca, o casi nunca, se ven, a riesgo de perder su esencia.

Vengo justo hoy a reflexionar en esto porque he vuelto a constatar lo que ya empieza a ser costumbre en las noticias que circulan estos días y que tienen que ver con esta necesidad de los políticos de que todo, absolutamente todo, gire alrededor de ellos mismos. Sí, incluso los míticos Magos de Oriente, que a su servicio asisten a actos públicos donde el que reparte los juguetes es el preciso, el auténtico rey institucional: el político en turno.

Sin ir más lejos, tuve la oportunidad de ver dos videos de nuestro Presidente Municipal en actos dedicados a los niños con motivo de la significativa fecha de Reyes, con asistencia de una buena cantidad de familias dispuestas a hacerse de alguno de los regalos destinados a la ocasión. En ambos estaban los Reyes Magos presentes, haciendo el papel de colorido elemento escenográfico, y hasta ocupando tres lugares de la llamada “línea de honor”, a cuyo centro, por supuesto, estaba el alcalde. Melchor, Gaspar y Baltasar pues, abandonando su nivel etéreo para pisar el democrático suelo de un parque público y aplaudir el discurso del gobernante terreno.

Lo bueno, digo yo, es que se trata de actores disfrazados de los personajes bíblicos, remedos de los señores que recorrieron tanto territorio en pos de adorar a un recién nacido, copias de los auténticos magos orientales… Que, si no, si fueran los auténticos, ya estaría reclamándoles, en pleno discurso político, lo de mi autopista.

Aunque siempre quise que me trajeran una autopista, la verdad es que no puedo culparlos de no haberlo hecho, pues al momento de escribir la solicitud recuerdo que mi madre me disuadía de tal deseo, apelando a muy diversas razones; el caso es que nunca acabé por pedírsela, y a ellos, por supuesto, nunca se les ocurrió traérmela.

Pese a ese pequeño detalle de la eternamente anhelada autopista, la verdad es que Melchor, Gaspar y Baltasar siempre me cayeron bien, muy bien. Muchos fueron los juguetes que, a lo largo de los años que me duró la niñez, aparecieron en casa, en la sala o la ventana a falta de arbolito, y que disfruté al máximo. Cierto que no siempre los que yo hubiera privilegiado en mis solicitudes anuales, pero la llegada de los Reyes Magos también me enseñó que la vida siempre nos debe dejar algo en el tintero por desear.

Hasta en una ocasión, el mismísimo Melchor me dejó unas letras en un pedazo de papel. Me decía en aquella oración en tinta azul y en letra tan parecida a la de mi hermana, que debía portarme mejor el siguiente año; algo así como cuando el maestro nos ponía un seis para pasar de panzazo.

Con el paso del tiempo reparo que, curiosamente, no son los juguetes traídos por los Magos de Oriente los que se me quedaron para siempre en la memoria, sino por el contrario, los que mi padre, a título personal, me regaló en alguna ocasión: aquel caballito de aluminio y cuerda que daba vueltas sin parar y que mi padre sacó de la maleta con olor a Heno de Pravia con la que viajó desde España, o aquella metralleta de plástico con la que me sorprendió una tarde detrás de una puerta, o el sombrero de paja con el que concilió un malestar infantil.

Pero como digo, aunque los juguetes traídos por los Reyes Magos no son los más recordados en mi etapa de adulto, siempre tuve por estos personajes, como casi todos los niños, un cariño evidente, aderezado de emoción e ilusión. Me alegraron muchas mañanas infantiles, me obligaron a colocar mis cartas en las oficinas de Correos de lo que entonces era el Palacio Federal, y me llamaron a mirar al cielo por muchas noches, tratando de descubrir aquellas estrellas que acabarían por llegar a casa, cargaditas de regalos.

Huelga decir que, para mí, los Reyes no son esos personajes de barbas de algodón y tez pintada con carbón, que se dejan tomar fotos a cambio de unas monedas, ni los que saludan y saludan mientras se reparten juguetes institucionales; mis Reyes, los verdaderos, nunca, o casi nunca, se ven, a riesgo de perder su esencia.

Vengo justo hoy a reflexionar en esto porque he vuelto a constatar lo que ya empieza a ser costumbre en las noticias que circulan estos días y que tienen que ver con esta necesidad de los políticos de que todo, absolutamente todo, gire alrededor de ellos mismos. Sí, incluso los míticos Magos de Oriente, que a su servicio asisten a actos públicos donde el que reparte los juguetes es el preciso, el auténtico rey institucional: el político en turno.

Sin ir más lejos, tuve la oportunidad de ver dos videos de nuestro Presidente Municipal en actos dedicados a los niños con motivo de la significativa fecha de Reyes, con asistencia de una buena cantidad de familias dispuestas a hacerse de alguno de los regalos destinados a la ocasión. En ambos estaban los Reyes Magos presentes, haciendo el papel de colorido elemento escenográfico, y hasta ocupando tres lugares de la llamada “línea de honor”, a cuyo centro, por supuesto, estaba el alcalde. Melchor, Gaspar y Baltasar pues, abandonando su nivel etéreo para pisar el democrático suelo de un parque público y aplaudir el discurso del gobernante terreno.

Lo bueno, digo yo, es que se trata de actores disfrazados de los personajes bíblicos, remedos de los señores que recorrieron tanto territorio en pos de adorar a un recién nacido, copias de los auténticos magos orientales… Que, si no, si fueran los auténticos, ya estaría reclamándoles, en pleno discurso político, lo de mi autopista.